El huésped
¿Cuándo nos dimos cuenta de su presencia? No lo podemos precisar. Ninguno de nosotros recuerda quién lo vio por primera vez. El caso es que la certeza de su existencia nos atormentaba día y noche; luego, nos fuimos acostumbrando; y, ahora, lo sabemos alojado en el cuarto de san alejo, donde es uno más de los viejos y desechados trebejos de la casa. Allí permanece, grandes ojos bovinos, mirada triste, muy triste, y esa tristeza exacerba nuestra ira. No se mueve, pensativo, nos ignora y su silencio nos agobia con un peso insoportable y fatigoso. Se diría que no quiere imponernos su presencia, la que ocultamos a otros celosamente porque, ¿cómo explicar su súbita aparición?, ¿cómo explicar que lo ignoramos todo acerca de este pobre y precario ser? A pesar de nuestros esfuerzos por deshacernos de él, no lo hemos conseguido y su permanencia entre nosotros nos duele como una enfermedad. ¿Hasta cuándo debemos soportarlo? Explícitamente, no nos hemos puesto de acuerdo, todavía no lo decidimos. Por lo pronto, agotamos nuestros días cavando su fosa en un rincón del patio.
Metamorfosis
La hoja del helecho, ennegrecida, achicharrada, se desprendió de la planta, voló por el aire y, barrida por los vientos, cayó al patio para, finalmente, venir a posarse en el piso del baño. Los días y la acción del agua le fueron dando una consistencia, un cuerpo. Poco a poco, fue adquiriendo una cola y una cabecita que se adornó con dos pequeños cuernos. Ahora le han salido garras y dientes y, cuando me meto bajo la ducha, viene hacia mis talones y trata de morderme; pero, como es tan pequeña, sólo logra producirme cosquillas. Debo tener más cuidado y destruirla: ¿cómo podría enfrentarla cuando amenaza convertirse en dragón?
Una hilada de ladrillos
La niña miraba con desconcierto el cuerpo de su padre, tendido sobre el lecho, y pensaba que los muertos eran, por demás, tristes, inertes, patéticamente solitarios y fríos como témpanos. Se había hecho sus propias ideas acerca de la muerte, a pesar de sus pocos años. Había observado lo que la muerte producía en los cuerpos; lo había visto en su perro, que había sido atropellado por un auto; en una que otra torcaza caída sobre el suelo del jardín de su casa con las plumas pegadas a los huesos, sin poder elevarse; en las contorsiones de las mariposas antes de abatir sus alas.
Para evitarle esta condición a su padre, le propuso ir a visitar a Dios y pedirle que lo librase de la muerte, de modo que pudiese levantarse de ese terrible lecho de enfermedad y disfrutar con ella los acostumbrados paseos de los domingos; pero él no atendió su propuesta y continuó muy enfermo, durante meses. Sin embargo, ella no dejó de pensar en la visita: podría ser que Dios se prestase a conceder favores. Pero, como no encontraba la forma de hacer esa visita, quiso o, mejor, se propuso soñar.
Sucedió una noche cualquiera. Habiéndose levantado de su lecho, su padre la tomó de la mano, salieron de la casa y tomaron un taxi. Curiosamente, ella conducía. Manejó largo tiempo hasta llegar a una selva espesa y oscura donde el vehículo se esfumó, pero ella continuó con el timón en las manos, mientras su padre la seguía. Caminaron largos trechos, sintiendo el delicioso olor de la vegetación, hasta llegar a la tierra donde vivía Dios. Para hacer su petición, tenían que pasar una hilera de ladrillos extendida sobre el suelo de un inmenso claro. Los dos espacios, separados por los ladrillos, no tenían diferencia alguna. A este lado, estaban ellos dos, el suelo, un suelo como suelen ser todos los suelos, con sus piedrecillas y bastante seco, el aire, el cielo y sus nubes y su azul, los árboles, los animales, y la gente, que suele ir de aquí para allá. El otro lado, donde encontrarían a Dios, era exactamente igual. Aunque traspasaron la hilera de ladrillos, no pudieron encontrar a Dios. En ninguna parte de ese lado, estando Dios, estaba Dios.
Su padre, muy cansado, volvió a su lecho y la niña escuchó la voz de su mamá que la llamaba: «¡Levántate!, ha muerto tu papá».
El señor de la noche ha perdido su poder
Doscientos años atrás todo era diferente. Ha despertado a un tiempo atroz. Hay demasiada luz eléctrica y otras muchas clases de luces, muchas. Los humanos se complacen en pequeños objetos que emiten luz y ruido, extraños ruidos con los que hablan, ríen, gesticulan, a solas o junto a otros. Día y noche. Parecen locos. El día no les concierne, pero la noche… también la noche dedican a mirar esos extraños objetos de luz. La noche ha perdido su encanto romántico, precisamente por ello. Se está encegueciendo y perdiendo la facultad de moverse en la cómplice oscuridad. Es demasiado torpe y ahora que sabe dónde yace ella, la deseada, la anhelada, va a su encuentro. Le alegra saberla lejos de la ciudad, esperándolo, pero al campo también ha llegado la luz, sólo que hoy la electricidad ha fallado y él ha podido elevarse y volar, aunque inevitablemente tropieza y lacera su deseante cuerpo entre ramas y troncos, golpeándose con los postes de la electricidad. Sólo ella puede renovar su vigor. De sólo pensarla, de añorarla, tiembla su boca, chasquean sus dientes anticipando el placer. Alcanzarla se le antoja una eternidad. Por fin ha llegado, y aunque se estrella contra los vidrios de la ventana, logra con dificultad llegar al lecho. Al acercar sus labios al hermoso cuello, alarga los colmillos y todo él se estremece. Casi ha alcanzado el antiguo deseo de su vieja carne cuando de repente uno de esos atroces objetos se enciende sobre la almohada y un agudo chillido se escucha, ampliado por las vibraciones que lo penetran con un ruido como de madera que se quiebra y astilla. Sin tiempo de saber o sospechar que se disuelve, alcanza a percibir la luz temprana del día entrando por la ventana. La mujer despierta y grita. Ante su asombro, un polvillo húmedo y rojizo cae sobre ella, sobre las blancas sábanas. Pronto ella olvida su asombro porque ha de contestar el teléfono. Urge revisar el bello artesonado de madera que adorna el cielorraso. Quizá sea un gorgojo, un extraño bicho que da apariencia ensangrentada al serrín. Siente asco. No importa lo que sea, ha de darse prisa. Debe estar temprano en su lujosa oficina.
Viaje sin retorno
¿Estuviste allí? —preguntó el arqueólogo a su amigo, mientras recorrían el museo.
Con sólo ver las osamentas recordé: Escapamos de Lagash en una larga fila que avanzaba penosamente por la tierra seca y agostada. Los ejércitos enemigos dejaron un yermo de color casi rosa bajo el sol abrasador. Nuestras túnicas se deshacían a jirones, se reventaban las tiras de cuero de las sandalias con el calor del suelo. Ese fue el inicio del fin. En las noches, el cielo era un joyel repleto de estrellas y el frío calaba los huesos. Sabíamos que moriríamos, pero continuábamos. Esqueléticos, hambrientos y sedientos caímos uno a uno, nadie sobrevivió. Las tormentas de arena sepultaron nuestros cuerpos. Las mismas tormentas de arena revelaron nuestros huesos tanto tiempo sepultos, los que ahora miramos en los estantes.
—¿Me creerías si te digo que también estuve allí? —preguntó el arqueólogo a su amigo—. Nunca llegamos a Nippur.
Mejor ignorarlo
Leía en la comodidad de su cama cuando escuchó los ruidos en la cocina. Algo de todos los días que empezó cuando su marido la hiciera renunciar al trabajo. El estruendo lo principiaban las tapas de las ollas, las histéricas tapas, se extendía a las puertas de las alacenas, abriéndose y cerrándose con un golpeteo insistente. Una noche, avanzada las horas, ve desfilar en silenciosa procesión el menaje de su cocina: platos, ollas, cacerolas, en fin, y salir por la ventana. Se preguntaba por la reacción de su marido cuando en la mañana no pudiese preparar el desayuno. Se precipitó fuera de casa en pijama, pero, sin tener a dónde ir a hora tan avanzada, regresó y se metió en la cama. Por fortuna, él aún no llegaba, ni llegó, y ella respiró aliviada. A la mañana siguiente, fue al mercado de pulgas a comprar un utensilio, así fuese un trasto cualquiera, que le permitiera cocinar. Cuál no sería su sorpresa al ver todo su equipo de cocina exhibido en el suelo, en perfectas condiciones y sin ser ofrecido. Fue sólo verlo para saber que debía irse, y lejos, muy lejos. Lejos, aún ignora y tampoco quiere saber por qué dentro de ella eclosionó aquel grito. Lo cierto es que no miraría hacia atrás.
Fue en Campodetorres
Tomó su canoa para cruzar el río, pues había escuchado el cuerno que la llamaba, la inconfundible señal de que un niño estaba por nacer. Debía asistir a una madre en el parto, tal y como lo había hecho durante tantos años de ir y venir, campo traviesa o cruzando el río. En su oficio de partera, con alegría había visto nacer a muchos y ninguno había muerto. Un niño iba a nacer al otro lado, en Campodetorres, la vereda colindante con la finca de su yerno, al otro lado del río. De día o de noche, conociendo todos los caminos, llevaba su canoa río abajo, río arriba. Serían las once de la noche cuando tomó el remo. Bogaba la canoa mientras cantaba.
Que ya voy llegando. ¡Oooo…¡
Que ya voy llegando.
Con María y San José.
Niño ejperame. ¡Eeee…!
Que ya voy llegando.
De pronto, tuvo una sensación de muerte, calor y frío que se alternaban tan rápido que la hicieron sudar copiosamente y, aunque el tiempo, suave y fresco, le permitía remar con facilidad para alcanzar la otra orilla, ella desfallecía… pero tenía que llegar.
Al otro lado, un grupo de hombres la esperaba, entre ellos el padre del que nacería. Llegó vestida de blanco para distinguir su cuerpo negro de la noche. Anduvieron un largo trecho hasta alcanzar la vivienda, en las afueras de la aldea. El trabajo de parto duró casi tres horas, al término del cual los asistentes recibieron con arrullos al recién nacido. Toda la noche se bailó y se cantó. Tan alegres estaban que nadie vio cuando Ascensión, que así llamaba la partera, se marchó.
Pero Ascensión no llegó nunca a casa. La encontraron muerta dentro de su canoa en el centro del río, lejos de la orilla. Lo cierto fue que su cuerpo nunca llegó a Campodetorres, llegó sí, su espíritu, asistió a la parturienta, cantó y bailó y regresó a su negro cuerpo para descansar. El lucero del alba había salido.