Carta I
Antonio Cruz
Paris: He recibido tu mensaje pero lamentablemente no podré acceder a tu pedido. No es mi culpa si te dejaste seducir por una casquivana. Por cierto es una mujer bella y sensual, pero muy complicada. Debes saber que me has ahorrado muchos dolores de cabeza, pero no es eso lo más importante. De hecho, esta guerra que estamos preparando nos dará la oportunidad de recuperar nuestro prestigio, por lo que desgraciadamente no puedo aceptar tus disculpas y su devolución. Debiste darte cuenta a tiempo amigo.
Menelao
PD: No me preocupa haber sido engañado. Mis escribas, coordinados por el ciego que tú conoces, trabajan ya en un poema en el cual se demuestra la existencia de un rapto y te atribuyen toda la culpa.
(Escritos diminutos, 2008)
Penélope
Olga Harmony
Descendió la escalera sin alumbrar los escalones ni menos contarlos. Durante largos años los había bajado subrepticiamente todas las noches.
En el gineceo, el sueño de Ulises no fue perturbado por su ausencia. Él aún no recuperaba sus hábitos cotidianos: Circe y las sirenas poblaban sus sueños.
Penélope se acercó por última vez a la tela. El rostro barbudo del tapiz ya no se parecía al de Ulises, si alguna vez se había parecido. La sensación de pérdida fue lacerante. Empezó a destejer la trama, pero, de pronto, interrumpió su tarea. El ladrido de un perro, la grava del patio crujiendo bajo unas pisadas. Penélope se incorporó con un sobresalto de esperanzada alegría:
—¿Será, acaso, que vuelven los pretendientes?
(El libro de la imaginación, Edmundo Valadés comp.)
Ulises
Ángel Olgoso
Yo, el paciente y sagaz Ulises, famoso por su lanza, urdidor de engaños, nunca abandoné Troya. Por nada del mundo hubiese regresado a Ítaca. Mis hombres hicieron causa común y ayudamos a reconstruir las anchas calles y las dobles murallas hasta que aquella ciudad arrasada, nuevamente populosa y próspera, volvió a dominar la entrada del Helesponto. Y en las largas noches imaginábamos viajes en una cóncava nave, hazañas, peligros, naufragios, seres fabulosos, pruebas de lealtad, sangrientas venganzas que la Aurora de rosáceos dedos dispersaba después. Cuando el bardo ciego de Quíos, un tal Homero, cantó aquellas aventuras con el énfasis adecuado, en hexámetros dáctilos, persuadió al mundo de la supuesta veracidad de nuestros cuentos. Su versión, por así decirlo, es hoy sobradamente conocida. Pero las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso a volver junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos, ustedes entienden, y mi descendencia actual supera a la del rey Príamo. Con seguridad tildarán mi proceder de cobarde, deshonesto e inhumano: no conocen a Penélope.
(La máquina de languidecer)
Epílogo de las ilíadas
Marco Denevi
Desde el alcázar del palacio lo vio llegar a Ítaca de regreso de la guerra de Troya. Habían pasado treinta años desde su partida. Estaba irreconocible, pero ella lo reconoció.
—Tú —le dice a una muchacha—, siéntate en mi silla e hila en mi rueca—. Y ustedes —añade, dirigiéndose a los jóvenes—, finjan ser los pretendientes. Y cuando él cruce el lapídeo umbral y blandiendo sus armas quiera castigarlos, simulen caer al suelo entre gritos de dolor o escapen como el propio Áyax.
Y la provecta Penélope de cabellos blancos, oculta detrás de una columna, sonreía con desdentada sonrisa y se restregaba las manos sarmentosas.
(Falsificaciones)
Habla Penélope
Margaret Atwood
Mis plegarias llevaban veinte años sin ser escuchadas. Pero finalmente los dioses me prestaron atención. En cuanto hube realizado el ritual de rigor y hube derramado las lágrimas de rigor Odiseo entró arrastrando los pies en el patio…
Era evidente que mi esposo ya se había formado una idea de lo que estaba sucediendo en el palacio. Por eso iba disfrazado de anciano y sucio mendigo. Jugaba a su favor el hecho de que la mayoría de los pretendientes no tenían ni idea de qué aspecto tenía, pues eran demasiado jóvenes o ni siquiera habían nacido cuando Odiseo partió de Ítaca. Su disfraz estaba muy logrado —yo confié en que las arrugas y la calvicie no fueran reales, sino parte del engaño—, pero en cuanto vi aquel torso fornido y aquellas piernas cortas surgió en mí una profunda sospecha, que se convirtió en certeza después de oír que aquel hombre le había partido el cuello a un pordiosero agresivo. Ése era su estilo: furtivo cuando era necesario, sí, pero cuando estaba seguro de que podía ganar, nunca renunciaba al asalto directo.
No le hice saber que lo había reconocido, porque lo habría puesto en peligro. Además, si un hombre se enorgullece de su habilidad para disfrazarse, es una tontería que su esposa le haga saber que lo ha reconocido: siempre es una imprudencia interponerse entre un hombre y el reflejo de su propia inteligencia.
(Penélope y las doce criadas)
Elena
Lilian Elphick
A Damaris Calderón
Golpeé mi pecho tres veces y no hubo respuesta.
Arañé mi cara y me lancé al abismo de la derrota.
Escribí para remediar el silencio y no obtuve el perdón.
Me pregunté qué es primero, ¿el amor o el odio?, y estalló una guerra.
Entonces, ¿qué maravillas me deparan las patas de los caballos?
Alejada de mi esencia, mastico lentamente mi hermosura.
(Bellas de sangre contraria, 2009)
Nueva Quíos
Henry Ficher
Estamos en el año 2756 después de Homero. Muchos siglos después de que los templos fueran destruidos, y luego reconstruidos. Por suerte, o por desgracia, los inmortales dioses siguen entre nosotros, tomando forma humana para asistirnos, o permaneciendo invisibles para destruirnos. Pero ya hace tiempo sabemos que son, como nosotros, hologramas.
Somos modernos, es cierto, pero aun bebemos dulce vino y navegamos el extenso mar, y los fantasmas siguen con su vieja costumbre de entrar en nuestros cuartos por el ojo de la cerradura. Hemos avanzado, sí: nuestras bibliotecas son ahora los edificios más altos.
Los más leen novelas policiales y dramas sicológicos. Sólo los jóvenes y los literatos disfrutan todavía de la mitología hebrea.
(Fe de erratas, 2018)