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domingo, 21 de enero de 2024

359. José Emilio Pacheco III: a 10 años de su muerte


 Textos tomados de La sangre de la Medusa y otros cuentos marginales, 1990.



Incipit Comoedia

   Ya no se escucha el roce de la pluma. Miles de versos han quedado escritos. Todos tus sueños, tus deseos y tus rencores se han convertido para siempre en tercetos. Tu existencia acaba de cumplirse. Nada te espera ya sino la muerte. Cuando hasta el mármol de tu sepulcro se haya pulverizado y nada sobreviva de quienes te amaron o te odiaron, renacerás cada vez que alguien lea tu Comedia. Debes sentirte satisfecho: nadie superará la obra que has terminado después de tantos años. Pero ¿no cambiarías toda tu gloria por ser Simón de Barli? Simón de Barli es sólo un comediante florentino, no entiende de poesía y nadie lo conoce en París ni en Provenza. Y, sin embargo, él tuvo y tiene lo que nunca alcanzaste ni alcanzarás. Respira el aire de Florencia. Acaso un soplo de este aire tocó los labios de Beatriz Portinari.


La estatua efímera

   Aquella noche, los empleados de Telas León celebraban el cumpleaños de su jefe. Para darle una sorpresa, habían ordenado esculpir en un bloque de hielo el animal que daba nombre a la empresa y apellido a su dueño. En la sala de fiestas, todos bebieron demasiado. El señor León ya estaba ebrio, gracias a los brindis en la oficina. Del brazo de sus agentes vendedores, entre empellones, risotadas, confidencias, entró en el salón cuando la orquesta iniciaba “Bésame mucho”. Canturreó en español y en un inglés aproximativo. Acarició a las secretarias y pidió que le tomaran fotografías.
   Sobre un carro, impulsado por cuatro meseros, llegó el gran león de hielo. Tambaleante, susurrando incoherencias, el jefe se levantó de la mesa, se acercó a la estatua, se aferró a la melena de hielo y subió al pedestal. Ordenó al fotógrafo que lo retratara en la actitud de los grandes domadores: la cabeza metida entre los colmillos de la fiera.
   Los comensales empezaron por celebrar la ocurrencia. Luego creyeron ver un acto de ilusionismo, una broma excesiva, sólo justificable en la noche que rompía una vez al año el tedio y la rigidez cotidianas. Porque, sin un rugido, la estatua cerró sus fauces y cercenó la cabeza del señor León.
   El fotógrafo recibió en sus brazos el cuerpo decapitado. Afirmó que, debido a la brusquedad del movimiento, quizá la foto iba a salir borrosa. Nadie supo qué actitud asumir. Ahora se culpan mutuamente por haber ordenado un león de hielo sin calcular, ni el peligro que representaba, ni la mala fama que rodea al cocinero. Acaban de apresarlo bajo el cargo de esculpir efímeras estatuas en exceso realistas y a menudo vivientes.


Transfiguración

   La Ciudad de México amaneció envuelta en niebla. La multitud se reunió ante el quemadero de San Diego, en un extremo de la Alameda. La leña verde esperaba a Miguel Pérez Maza, cacique de Cuecoxtla, nigromante, mantenedor de los cultos gentiles que el Santo Oficio persigue en defensa de la única y verdadera fe.
   En su celda del palacio de la Inquisición el hechicero aguardaba tranquilamente la hora del martirio. No renegaría de sus dioses aunque en el último momento le ofrecieran la muerte por garrote vil a cambio del dolor intolerable de ser quemado vivo.
   Cuatro veces rechazó al confesor, y los padres dominicos vieron en su contumacia la señal inequívoca de que el indio estaba poseído por el demonio, a quien aún no lograban desterrar del Nuevo Mundo.
   El gran inquisidor Luis de Pineda contemplaba por la ventana la plaza de Santo Domingo y se disponía a desayunar a la usanza de estas tierras. Como todas las mañanas su joven sierva indígena entró con el chocolate espumoso y humeante y el pan dulce recién salido del horno. Luis de Pineda acabó con las primeras raciones y pidió más. Estaba de buen humor. Espectáculos como el que se disponía a presidir ya era tan raros que celebrarlos constituía un motivo de exaltación.
   Cuentan las crónicas que un hecho extraño sucedió durante el auto de fe: una vez que se hubo negado a reconciliarse para ser muerto por garrote y que sólo su cadáver fuera consumido por las llamas, el nigromante, a quien el humo asfixiaba y que ya sentía el tormento de las primeras quemaduras, juró ser no Miguel Pérez Maza sino el gran inquisidor Luis de Pineda, a quien injustamente atormentaban pues había sido víctima de una maniobra infernal. Sin embargo, el hechicero clamaba con su misma voz y acento de aborigen, y el gran inquisidor estaba allí mismo en San Diego, observando la tortura y muerte del cacique con la sonrisa de un hombre que cumple su deber.
   Murió el brujo en la hoguera gritando de dolor. Y lo más sorprendente del caso fue que Pineda desapareció esa misma tarde con su sierva indígena y nunca más volvió a saberse de ellos.


La prueba de las promesas

   Contaron del soldado español que estaba en Manila y, de repente, se halló en la Plaza de Armas de México. Entonces, alguien dijo: algo muy parecido sucedió tres siglos después, en Buenos Aires. Un tipo rarísimo apareció gritando en la esquina de Charcas y Maipú. Estaba muy asustado ante el tránsito, la gente, los edificios, las máquinas, los olores del aire.
   Al principio, pensaron que anunciaba un circo por cómo iba vestido; o era un turista brasileño que hablaba un portugués de lo más raro; o bien, un loco, porque insistía:
   —Yo soy el Papa y antes he sido deán de Santiago y me hallaba en Roma cuando un profesor de artes mágicas me pidió ayuda para volver a Toledo.
   Él no accedió. Amenazó con mandarlo matar por hechicero. Entonces don Illán dijo algo… Y allí estaba el tipo en Buenos Aires, siete u ocho siglos más tarde que, por supuesto, para la eternidad son un instante.
   Pero quién iba a creerle la historia si ya la conocían gracias al infante don Juan Manuel, Ruiz de Alarcón, Azorín, Borges. Lo refundieron en el manicomio porque, después de todo, alguien que se cree Papa castigado por su ingratitud hacia quien lo hizo Papa no será el primer español a quien enloquecen las ficciones y se empeña en vivir lo que ha leído.


El pozo

   Hasta mediados del siglo XIX existió en San José un pozo cuyas aguas tenían la facultad de borrar la memoria. Quien probaba de este Leteo a los pocos minutos quedaba en blanco, libre de todos sus recuerdos. Como es de suponerse, acudían al pozo hombres y mujeres ansiosos de olvidar una mala experiencia, una obsesión que no les dejaba vivir. Las aguas de San José colmaban siempre sus deseos. Pero no hay bien que por mal no venga: los desmemoriados se libraban de todo recuerdo lacerante, sí, pero también de aquel saber acumulado que hace posible la existencia.
   Olvidaban su nombre, su lenguaje, todas las destrezas adquiridas. Se convertían en recién nacidos, en zombis, en cachorros a quienes era preciso adiestrar desde el principio. Aun a sabiendas de su precio, las aguas milagrosas no dejaban de consumirse. La Iglesia consideró este acto una forma de suicidio y recordó al teólogo para quien el presente se sostiene en el pasado como en los dedos de la mano de Dios: suprimir lo que ha sido equivale a borrarse y atentar contra la voluntad divina, única para la cual no pesan ayeres ni mañanas porque el tiempo enmudece ante su eterno resplandor.
   El obispo de San José mandó cegar el pozo. La fecha nadie la recuerda: antes de que lo taparan el pueblo entero bebió de sus aguas y trasmitió la desmemoria de generación en generación.


Tercer problema del infierno

   En 1895, la burocracia del otro mundo se enfrentó a un problema insoluble: ¿qué hacer con Leopold von Sacher-Masoch? ¿Enviarlo al infierno a una eternidad de perversos deleites? ¿Confirmarlo en el cielo como castigo y abrir el camino de la salvación sin arrepentimiento a almas como la suya?
   El papeleo y las consultas a los teólogos ya se prolongan más de sesenta años. Los demonios se niegan a trabajar para alguien que se mostraría agradecido. Mientras el caso se resuelve, algunos ángeles, que son toda bondad, cada tercer día se visten de pieles para azotar a Leopold von Sacher-Masoch en un lugar discreto cerca del limbo.


Sueño eterno

   Soñó que despertaba. No pudo abrir los ojos. Había muerto.

domingo, 2 de marzo de 2014

99. Homenaje a José Emilio Pacheco II


José Emilio Pacheco


Diferente

   Durante mucho tiempo recurrió a todos los medios para que la humanidad se enterara de su existencia. Agotó la esperanza. Entonces se dio cuenta de que era un fantasma.


Dentro de una esmeralda

   Remota herencia y tradición familiar, allí estaba con sus aristas y sus planos. Opaca, dormida o traslúcida, viva al ponerla a contraluz para que revelase sus abismos, sus mares y espesuras de piedra. Un día, pasados muchos años de no verla, la reencontré al buscar unos papeles en los arcones del desván. Yo estaba solo, mi mujer y mis hijos habían salido. Acaricié la esmeralda, la puse como siempre a contraluz. Vi en su interior la miniatura perfecta de una mujer desnuda que alzaba los brazos para suplicarme que la liberase de su prisión.
   Imposible reducir mi tamaño, descender a su encuentro, escalar los muros y los farallones de roca verde. Sólo podía romper, hendir la esmeralda para rescatar a quien desesperadamente lo suplicaba. Quizá el diamante de mi anillo podía cortar la gema. Al precio de arruinar el engarce, lo desmonté con unas pinzas. Presa de un frenesí cercano a la demencia, hice muchos intentos de penetrar en el abismo de esa piedra. Cuando lo conseguí al fin, la punta agudísima del diamante cortó en dos el cuerpo de la mujer.
   El tajo fue perfecto. No hubo sangre. Se escuchó el lamento más doloroso que se ha oído jamás. Entre llantos y gritos traté en vano de unir las dos mitades frágiles de la muchacha. Regresó mi familia. Al encontrarme en medio de las joyas destruidas, advirtió en mí el estallido de la locura por tanto tiempo enjaulada como dentro de una esmeralda. Al día siguiente me encerraron en esta celda verde traslúcida. Y permaneceré entre sus paredes de piedra hasta que un día alguien venga librarme con un tajo que divida en dos mitades mi cuerpo.


Nadie

   En el valle ocurre un hecho sobrenatural. Un labrador sale de su choza para atestiguar el prodigio. Dialoga unos minutos con el que hizo el milagro. Al volver, su esposa le pregunta: —¿Quién era? El labrador toma asiento en la mesa y responde: —Nadie. Era Dios.


Las metamorfosis

   Pigmalión, gran escultor de Chipre, creó una estatua más bella que todas las mujeres y todas las obras de arte. La llamó Galatea. Apasionado, la besaba y acariciaba. Galatea no respondía a su creador. En su desesperación Pigmalión rogó a Venus que le diera vida a la estatua. Galatea al fin cedió a sus caricias. Durante unos meses todo fue pasión y placer. Luego empezó la discordia. Llegaron los celos, el egoísmo, los rencores. Pigmalión y Galatea acabaron por separarse. Ahora se odian y cuando se encuentran en algún lado no se dirigen la palabra.


Sobre las olas

   La anciana me encargó la compostura del reloj: pagaría el triple si yo lo entregaba en unas horas. Era un mecanismo muy extraño, al parecer del siglo XVIII. En la parte superior un velero de plata navegaba al ritmo de los segundos. No me costó trabajo repararlo. Por la noche toqué en la dirección indicada. La misma anciana salió a abrirme. Tomé asiento en la sala. La mujer le dio cuerda al reloj. Y ante mis ojos su cuerpo retrocedió en el tiempo y en el espacio. Recuperó su belleza —la hermosura de la hechicera condenada siglos atrás por la Inquisición—, subió al barco de plata que zarpó de la noche y se alejó del mundo.




Relato de Eustolia

   Me llamo Eustolia Valencia. Vine a Chicago cuando tenía dos años. Ahora acabo de cumplir diecisiete. Mi papá dejó a mi mamá. Luego ella murió y me adoptaron unos parientes suyos. Así que tuve una hermana, tres hermanos y otra mamá. Su esposo también la había abandonado. El hermano más grande me violó cuando yo tenía nueve años. Los otros también me usaron. Me daban dulces y centavitos y me decían que iban a matarme si lo contaba.
   Entonces una prima que andaba por los doce años me dijo que me fuera con ella a trabajar de puta para que no me maltrataran (yo hacía todo el quehacer y nunca me mandaron a la escuela). Una noche me escapé. Mi prima Gloria me presentó a un señor llamado Mike: blanco él, pelirrojo, de unos cuarenta años. Mike me enseñó muchas cosas, comenzando por la droga. Me puso a trabajar en las calles. Aprendí a contar el dinero y un poquito de inglés. Yo hacía hasta cien dólares por semana porque entonces estaba muy bonita. Casi todo era para Mike. Si no juntaba esa cantidad me pegaba bien fuerte. Creo que se hizo rico pues tenía unas quince niñas trabajando. Las grandes no le interesaban. Se supone que estaba de acuerdo con la policía porque siempre que me agarraron luego me dejaron salir para ponerme bajo custodia de ¿quién cree?: del mismo Mike.
   Pero él como se asustó y nos concentró en una casa cerca de Hyde Park. Mejoró la clientela y empezamos a cobrar más caro. Iban puros señores grandes, bien vestidos: doctores, abogados, comerciantes. A veces eran tantos en una sola noche que yo no quería seguir trabajando. Entonces Mike me pegaba con los puños y el cinturón. Una vez me dio coraje y me fugué. Ya andaba entonces por los catorce. Fui a mi casa y le dije a mi madrastra lo que era mi vida, por qué me escape y cómo mis dizque hermanos tenían la culpa de que yo fuera puta. Se enojó muchísimo. No me creyó una palabra y me sacó a empujones.
   Junté dinero trabajando sola en los muelles. Estuve en un bar y hasta salí en algunas películas de ésas. De repente ya no hubo modo de ganarme la vida porque andaba con mi panzota de seis meses. Nadie me enseñó a tomar precauciones. Un señor me dio unos folletos pero no sé leer. Creo que fue la droga o la sífilis o el castigo de Dios por andar en esto. Pero mi niño nació malo. Pobrecito. No iba a dejarlo sufrir. Él que culpa tenía de todo. Era inocente. Por eso lo maté con la Gillete y luego me abrí las venas, aquí en los brazos y en el cuello: vea usted las cicatrices.
   Nos encontraron los dos en un charco de sangre. Yo me salvé. Mi hijito no, por fortuna. Y ahora me sacan en los periódicos como ejemplo de lo que son los mexicanos y me tienen aquí en la cárcel, a lo mejor para toda la vida. Por lo pronto aún no me sentencian.

domingo, 16 de febrero de 2014

98. Homenaje a José Emilio Pacheco I



José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939-2014), poeta, narrador, ensayista y traductor. Especialista en literatura mexicana del siglo XIX. Fue profesor en las universidades Nacional Autónoma de México, Maryland, Essex y otras de Estados Unidos, Canadá y Reino Unido.
   Premios recibidos: Xavier Villaurrutia (1973), José Asunción Silva (1996), José Donoso (2001), Octavio Paz (2003), Ramón López Velarde (2003), Pablo Neruda (2004), Alfonso Reyes (2004), García Lorca (2005), Reyna Sofía de Poesía Iberoamericana (2009), Cervantes (2009).
   Obra poética recogida en: Tarde o temprano (poemas 1958-2000). Novelas: Morirás lejos (1967) y Las batallas en el desierto (1981). Libros de cuentos: La sangre de Medusa y otros cuentos marginales (1959), El viento distante (1963), El principio del placer (1972) y Tarde de agosto (1992).
   


Mutaciones

   En el centro de la ciudad se levanta una estatua que cambia de forma. Por las noches representa a Diana, durante el día asume la figura de Apolo. Si viste los atributos de Marte anuncia la guerra —tan claro y obvio es su simbolismo. Nadie se atreve a contemplarla más de un segundo, pues si ve en ella la imagen de Thánatos sabe que a las pocas horas encontrará la muerte.
   Quizá la estatua sólo existe en la imaginación de quienes creen verla. Pero hay fotografías de sus innumerables mutaciones. En otros tiempos hubo incluso quienes osaron tocarla y, antes de morir, nos legaron su testimonio. Sea como fuere, la estatua plural obsesiona a los habitantes de la ciudad. El rey quiso demolerla. El Consejo de Ancianos vetó la orden ya que, de acuerdo con la leyenda, cuando la estatua sea destruida se va a acabar el mundo.


La ocasión

   —Quise decírselo otra vez. Mis labios no alcanzaron a modular una sola palabra. Y el invisible arcángel no volverá hasta dentro de cien mil años.


La isla

   En medio del Gran Océano hay una isla de la que no se atreve a hablar ningún marino. Nadie sabe su exacta situación ni conoce a ciencia cierta lo que sucede a quienes desembarcan en ella. Unos cuantos han regresado, pero al volver ya no son los mismos. Inútil interrogarlos acerca de lo que han visto. Guardan silencio o bromean o juran que todo es mentira: se trata nada más de una leyenda marítima como las sirenas o el Holandés Volador.
   Tampoco sirve de nada escudriñar antiguas crónicas: no se hallará en ningún idioma la menor referencia a la isla. De ella sólo sabemos lo muy poco que —en la sinceridad de la agonía o la embriaguez o bien en los minutos que suceden al amor— dos o tres sobrevivientes han empezado a decir. Porque callan al darse cuenta de lo que están a punto de revelar y el miedo los sobrecoge.    Algunos, intrigados por el misterio, han emprendido expediciones. Pero la isla no se revela a quien la busca. Sólo aparece ante el que no la espera y nunca se ha mostrado dos veces a una misma persona.


Infernalia

   Anoche no soñé. Despierto, comprendí que estaba en el infierno y ustedes eran los demonios.


Tienes suerte

   ¿Te bautizaron? Sí. Nada de “sí”, responde “Sí, señor”, no estás hablando con un indio como tú. ¿Hiciste tu primera comunión? Sí, señor. ¿Eres católico? Soy creyente, señor. ¿Qué quiere decir eso? Creo en Dios, pero no voy a misa. Entonces no eres católico. ¿Te casaste por la iglesia? Cuando me casé, ya estaban cerradas las iglesias, señor. Ah, vives en el pecado. ¿Tienes hijos? El primero nacerá en octubre, señor. ¿No te avergüenzas ante él por ser un asesino? No soy un asesino, señor: si maté a alguien, fue en combate y no supe su nombre ni vi su cara. Después de todo, los cristeros también matan, ¿o no? ¡Insolente, ustedes asesinan, nosotros hacemos justicia y defendemos nuestra Santa Fe! Sí, señor.
   Bueno, pues tienes suerte, pelón: sólo por el niño que va a nacer te doy la oportunidad de arrepentirte. Capitán, a éste no me lo fusilan, nomás me le cortan la lengua y las orejas.


Cuento de espanto

   Violó la cripta a medianoche. Halló su propio cadáver en el sarcófago.


Primer problema del infierno

   Una vez cada cien mil años los demonios autorizan ochenta suicidios en el infierno. Nadie sabe quiénes serán los elegidos, y todos los habitantes bullen en adulación para los torturadores, intrigas y mala fe entre los torturados. El sector radical de los ángeles ha hecho pública su protesta a fin de que Dios, en Su Infinita Bondad, presione a los demonios. Porque no está bien que a la tortura de la infinitud se añada el castigo mediante la esperanza.