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domingo, 31 de diciembre de 2017

200. Isar Hasim Otazo II


La morada de los dioses

   Teodoro, discípulo de la escuela de los escépticos, había decidido escalar el Olimpo para demostrar que los dioses eran sólo producto de la imaginación de los hombres. Ciertamente es un monte muy alto, decía, pero no inalcanzable. Un mortal podría treparlo sin demasiada dificultad.
   Organizó una excursión, a la que se unieron muy pocos hombres. Ascendieron por la ladera hasta el lugar de las ofrendas. Desde ahí divisaron la cima.
   Zeus, desde el Panteón, les permitía avanzar. Condescendiente, había cubierto las mansiones de cristal con un velo invisible a los mortales.


El licosogro

   El licosogro es un animal de la isla de Java. Tiene cuerpo de musaraña, patas de cangrejo, cabeza de chorlito y cola de pavo real. Se dice que es capaz de oír murmullos en la oscuridad y que tiene la agilidad de las luciérnagas, la mansedumbre del pez de coral y la orientación espacial de las tívolas.  Quien lo mira de frente, muere al instante; quien lo mira de reojo, muere al sesgo. Nadie ha dado testimonio de su existencia, pero también es posible que se haya extinguido. Es algo difícil de determinar, puesto que sus restos, e incluso sus fósiles, también producen la muerte. Cuando la gente no muere a causa de un accidente o por enfermedad, se piensa que pudo haber visto un licosogro.


Bonsái
   
   Cuando el mundo conocido sólo era el Japón, el emperador Jinmu se sintió amenazado por las rebeliones de los terratenientes, que tenían a su servicio a los samuráis. Día a día, sus ejércitos apresaban a decenas de miles de sospechosos. Las cárceles del imperio no daban abasto. Entonces, Jinmu ordenó al mago Majishan hablar con Amaterasu, la diosa del Sol.
   Con los poderes que Amaterasu le otorgó, Majishan redujo a los rebeldes hasta la milésima parte de una hormiga y, luego, los exilió al diminuto paisaje de un bonsái.
   El mago y el emperador no eran compasivos: en las fiestas hacían pasar la luz del sol por un cristal y la enfocaban contra las masas de rebeldes. Los infinitesimales hombres morían calcinados mientras escuchaban desde los cielos las burlas y risas de estos hombres.
   Esto enfureció a Amaterasu, y no tuvo misericordia con Jinmu y Majishan, pues habían osado usar su luz para torturar a los hombres. Apresó la voluntad de Majishan y lo obligó a reducir al tamaño de un bonsái el mundo conocido.
   Los rebeldes inmediatamente cercaron al emperador y al mago y los degollaron. La victoria, sin embargo, se celebró con ánimo contrito, pues los hombres ahora sabían cuán vasto era el universo.


Las sillas

   En el fondo de la sala, las dos sillas siempre comentan los sucesos de la tarde. Esta vez hablan de un crimen cometido en su presencia. Según la silla de caoba, el asesino era el amante de Sandra. Según la de roble, el asesino era un sicario, contratado por la mujer. La primera argumenta que hacer el amor al lado del cadáver no es precisamente el comportamiento de un sicario; la segunda, que eso era parte del pago. “Siempre te equivocas”, dice la silla de caoba. “Y tú siempre inventas historias”, responde la otra. Ninguna sospecha que el sofá era parte del complot.


El monstruo del pantano

   El capataz se lo merecía. El policía no tanto, pero no me dejó otra salida.
   Decidí huir al pantano, al otro lado del río. Era la mejor opción, porque todos en el pueblo le temen a ese lugar y lo evitan como a la muerte.
   Y con razón. Apenas llegué me atacó un caimán, pero lo maté con la última bala que me quedaba en la pistola. Lo descuarticé con el cuchillo y usé sus patas para cubrir mis pies. El resto lo esparcí por el vado por donde suelen cruzar los habitantes del pueblo. Me adentré en el pantano, dejando huellas incongruentes: mitad bestia, mitad humanas. Tal vez por eso no me persiguieron.
   Los primeros meses permanecí oculto. Sólo salía de mi escondite de noche para cazar a algún animal. De lejos, escuchaba la música que venía del pueblo, los gritos de alegría, los fuegos artificiales de las fiestas patrias.
   Una noche, casi un año después de mi exilio forzado, me acerqué a una de las casas en la periferia del pueblo. Toda la familia estaba conversando alrededor del fuego. Escuché al abuelo contando un cuento a los menores: hablaba del monstruo del pantano, que destroza a los caimanes y protege a los criminales.


Desquite

   —Así que eres tú el famoso “degollador enamorado” —dijo el detective, apuntándole a la cara.
   —¿Estás seguro? —preguntó Daniel desde el sillón.
   —Todo parece indicarlo. La víctima es rubia, joven, de entre 20 y 25 años. Su cuerpo desnudo ha sido colocado decúbito supino en medio de la escena del crimen, rodeado de velas. Al igual que las otras muchachas que hemos encontrado, esta fue degollada con un certero corte en la yugular y en el pecho tiene un corazón pintado con su propia sangre. 
   —Cierto —dijo Daniel—. Pero nada indica que fuera yo quien la mató. De hecho, la encontré aquí cuando llegué. Uno de mis ayudantes fue quien llamó a la policía.
   —No me engañas, Daniel. Hace tiempo que sospecho de ti. Todas las víctimas tuvieron algo que ver contigo. Todas rubias... como María.
   —La mujer que me robaste.
   —¡Fue ella la que te dejó!
   —Dejémoslo así, Simón. Eso ocurrió hace mucho.
   —No seas hipócrita. Nunca me lo perdonaste.
   —Como tú nunca me perdonaste que me opusiera a que te otorgaran el préstamo de estudios.
   —Ese crédito habría cambiado mi vida. Me tocó ser policía. Hoy, por fin, cerraremos esa cuenta. No demora en llegar el capitán. La solución de este caso me dará un ascenso. Tú estarás en la cárcel y yo en la playa.
   —Ahora compruebo lo que escuchado. Eres un mal policía: alcohólico y ladrón, y ni siquiera sabes distinguir entre la escena de un crimen y una puesta en escena. Este nuevo error te llevará a la calle.
   Se oyó ruido de sirenas. A una señal de Daniel, varios hombres entraron al salón y dominaron al detective. La mujer se levantó. Un pequeño ejército de ayudantes limpió el lugar y desapareció antes de que entraran el capitán y un grupo de policías.


Carta a una señora respetable
   
   Hacienda Holanda, 14 de febrero de 1935
   Distinguida señora doña Clementina Azcárate de Rengifo
   Directora del Orfanato Municipal

   Reciba un cordial saludo de la Lola y mi persona que siempre la extrañamos y recordamos. Deseamos que se encuentre Usted bien de salud y acompañada por la mano de Dios.
   Le cuento, señora, que aquí estamos con buena salud y con muchas ilusiones de salir adelante. Al llegar, pensamos alcanzar la meta que Usted nos había propuesto, la de conseguir buenos hombres para llegar al altar. Lo cierto es que nada es fácil para nosotras, señora. El trabajo en la hacienda es muy duro y las reglas son muy estrictas: nos despertamos a las tres y media de la mañana y, a las cuatro, debemos estar en nuestros puestos de trabajo. Al entrar al establo, tenemos que hacer una reverencia a la inmensa pintura del abuelo del patrón, don Isaac Cabal, que está sobre un altar al que todos los días debemos colocar flores frescas. A las cuatro y diez, nos obligan a formar, vestidas con los uniformes de trabajo y en completo silencio, mientras oímos el discurso del presidente de la compañía. Es un discurso que culmina con una oración a Dios en el que todos pedimos por la salud del patrón, que ya tiene 90 años y está un poco delicado. A las cuatro y cuarenta, comienza el ordeño. La producción se debe ajustar a lo indicado por el discurso del presidente, y eso significa que muchas veces trabajamos hasta muy tarde.
   Pero lo más difícil de todo, señora, es que nos obligan a estar separadas de los hombres. Debemos ir siempre detrás de ellos cuando nos encaminamos a nuestras labores de mantenimiento. Nos prohíben ocupar las instalaciones al mismo tiempo que ellos y no podemos mezclarnos a la salida de la jornada laboral… Y usted ya sabe cómo son los hombres: ellos tienen sus necesidades. Y si no, ¿por qué el patrón agregó una nueva regla que prohíbe a los peones, ordeñadores y alimentadores usar las terneras para realizar actos que atenten contra las leyes naturales y las leyes de Dios?
   Lo más duro es que nosotras también tenemos nuestras ilusiones: queremos, como cualquier mujer, que nos miren, que respondan a nuestros coqueteos, y ellos, de verdad, sólo se ilusionan con las terneras… si hasta nombres les han puesto, que Paquita, la pestañona, que Rosita, la quejumbrosa, que Titina, la culona. ¿Le parece justa esta situación, señora?
   Por esto, la Lola y yo hemos decidido trabajar sólo hasta fin de mes y quisiéramos que Usted, con su amable bondad, volviera a recibirnos en la ciudad para intentar buscar marido por otro lado, pues estos hombres de aquí, como ya le contamos, están pervertidos por el demonio y sólo quieren, contra natura y Dios, vivir en el pecado.
   Cariñosamente,
   La Lola y María.


***
A pesar de las amenazas y oprobios de la siguiente correspondencia, el comité editorial de Ekuóreo ha decidido publicarla con la convicción de que la literatura, además de ser una posible fuente de felicidad, no transige ante este personaje que, creemos sigue preso en una cárcel de Rusia o Polonia. Los textos de don Isar Hasim Otazo nos han llegado, precisamente, a través de Rabí Kidrón. El comité editorial de Ekuóreo, una vez más lo aclaramos, no es responsable de la correspondencia enviada por los autores. La biografía de don Isar Hasim Otazo y algunas referencias sobre su obra, aparecen en el número 100 de Ekuóreo, revista de minicuentos.
*** 

Carta de don Isar Hasim Otazo a Ekuóreo, revista de minicuentos
   
   Señores directores de El Kuóreo
   Guillermo Bustamante Samudio
   Henry Fischer
   Harold Kramer

   Desde mi reclusión me llegaron noticias de que ustedes, sin autorización, han publicado algunos de mis textos cabalísticos, mal traducidos y, lo peor, presentados como ficción literaria, ese género deleznable que desde los orígenes de la humanidad ha venido tergiversando y morigerando la palabra del Creador. Es cierto que, ante la ignorancia del pueblo, me he valido de fábulas y parábolas para divulgar parte del conocimiento oculto de la Torá, buscando el temor al Santísimo y el acatamiento de la Ley. Y si digo “parte” es porque ese conocimiento no se puede divulgar totalmente, pues sólo unos pocos (36, para ser exactos, conformamos los Pilares) somos los escogidos para, a través de la Ley, equilibrar este mundo.
   Por otra parte, algunos de esos textos que me son atribuidos no pertenecen a mi autoría, sino a un tal Rabí Kidrón, a quien tengo por archienemigo y némesis, y que ha elaborado una biografía infame para perjudicarme ante los Pilares y, lo peor, sustituirme entre ellos. Ese maldito personaje, que ha publicado unas memorias apócrifas, ha rehuido mi presencia y sé, por algunos de mis seguidores que trabajan en el Mossad, que ha cometido delitos que luego me atribuye para desprestigiarme.
   No pretendan, señores directores, que son dignos de seguir el camino del Pardés. El santo Zohar es sólo asequible a quienes buscan con corazón puro y grande amor los secretos del Nombre. Ustedes, escritores mediocres, impíos e idólatras que sólo atinan a vislumbrar la cáscara externa del mundo, ignorantes de la Palabra, no merecen siquiera besar el polvo que pisan los grandes maestros.
   Desistan, por su propio bien, de relacionar mi buen nombre con ese pasquín que ustedes llaman revista, porque si la palabra del Nombre, Bendito Sea, no basta para sentir temor de las sagradas escrituras, les informo que tomaré otras medidas más drásticas.
   Desde mi reclusión voluntaria (por mucho que digan lo contrario mis detractores) les informo que pronto saldré a desmentir a Rabí Kidrón. En cuanto a ustedes, pronto recibirán la visita de mis emisarios. No se fíen de las ilusiones de ese género maldito de la literatura (inventado por Leviatán), que con la palabra y falsas historias confunden el transcurrir del universo y alejan al pueblo de la fe y la adoración al Creador.


Isar Hasim Otazo 
7 de abril de 2015
Benito Gonçalves, Río Grande do Sul

domingo, 16 de marzo de 2014

100. El incierto Isar Hasim Otazo


 
 Confusa y extraña es la vida de este escritor, así como sus orígenes. Como el gran aedo griego, varias regiones se pelean su lugar de nacimiento: Rusia, Polonia y Colombia lo reclaman como propio. Se dice que nació a finales del siglo XIX, pero algunos aseguran que pertenece al siglo XX. Lo cierto es que hay quienes dicen haberlo visto pasearse, actualmente, por Moscú, Praga, Jerusalem, Buga o Cali.
   Rusia lo reclama para que cumpla una condena por robo. Polonia lo requiere para otorgarle un premio literario y Colombia lo observa con curiosidad, pues algunos dicen que es un farsante, que igual se mueve en el mundo de la academia como en el del hampa donde, aseveran, es admirado por sus grandes dotes de estafador. Se dice que es un pensador y, al tiempo, se asegura, que es un escritor de vuelo corto que utiliza la literatura para seducir jóvenes incautas.
   Nadie ha logrado una fotografía o un retrato suyo. Alguna vez que estuvo detenido en Tel-Aviv, acusado traficar con mujeres y drogas, se lograron algunas fotografías que desaparecieron de los archivos del Mosad.
   Su obra conocida se reduce a un libro, una especie de cábala mística, poemas herméticos y cuentos escritos en Iddish (estos últimos con un propósito claramente moral) pero que traducidos a otros idiomas pierden mucho de su esencia y se constituyen en textos casi fantásticos. Ese libro, en el que aparecen reflexiones iluminadas por precoces teorías de la física cuántica, se titula La profundidad de la cueva (Omek HaMehara, עומק המהרה, Barcelona, 1960). Rabí Kidrón aludió al libro en sus memorias: “lo tuve en mis manos pero una noche desapareció de mi biblioteca. Sólo sé que era, en páginas, del tamaño de una Torah y que cuando lo leí pude entender algo de la esencia de la palabra oculta”.
   De ese libro, desconocido y misterioso, se dice que provienen los siguientes textos, cosa que no nos consta.


El rompecabezas

   El terrorista gritó “Dios es grande” y apretó el detonador. El aire cimbró con la onda explosiva. Los vidrios de los edificios cercanos  se pulverizaron y se activaron las alarmas de los carros. Hombres, mujeres, niños, un perro, varias decenas de hormigas que subían por  un árbol y un cuervo que sobrevolaba la escena saltaron en pedazos entre una columna de humo.
   Al rato, la nube de polvo, carne, vidrio, hojas, sangre y plumas terminó de depositarse sobre la avenida. Escuché las sirenas que se acercaban, y con ellas llegaron policías, guardas militares y paramédicos. Los vi caminar entre los cuerpos, en busca de alguien que pudiera necesitar ayuda. La confusión era tal que nadie se dio cuenta en qué momento otro terrorista se deslizó entre la multitud y reventó por segunda vez el lugar de los hechos. 
   Cuando juntaron los cadáveres no se sabía de quién era una mano, un pie, una cabeza. Intentaron armar algunos cuerpos, pero no se sabía qué era de quién.
   De mi cuerpo lo único auténtico era la cabeza. El tronco creo que era del terrorista porque estaba muy desfigurado. Un brazo era de un paramédico, a juzgar por el guante de látex que revestía su mano. El resto, definitivamente tampoco era mío.
   Quise gritarles a los que armaban ese rompecabezas que colocaran todo en su lugar, pero no tenía voz: en mi garganta se alojó, no sé cómo, una pluma del cuervo.



El viajero

   El señor K entra en el vagón y se acomoda en su asiento. El tren debía haber partido a las 4:15 de Buga con destino a Cali, pero ya se sabe lo incumplidos que son los horarios por estos lares: son las 4:44 y apenas ahora se escucha la voz por el parlante anunciando la partida.
   El tren comienza a moverse lentamente y acelera hasta una velocidad constante que semeja un leve murmullo. El señor K observa el paisaje por la ventanilla: cañaduzales altos y, a lo lejos, la verde cordillera. Al rato se sume en un profundo sueño.
   De repente escucha un pitazo y se despierta. ¿Cuánto tiempo ha pasado? El señor K no lo sabe. Se acomoda en el sillón, saca del bolsillo su viejo reloj: son las 4:44.
   Se escucha la voz por el parlante anunciando la partida.

      
Decreto Imperial
   
   El hombre cometió un crimen atroz. Mis gendarmes lo aprehendieron caminando plácidamente por la plaza principal, cubierto de sangre de pies a cabeza. No huía: sencillamente caminaba. Cuando lo interrogaron, contó sin emoción lo acaecido. Una viuda le había dado posada y cuando le servía el almuerzo derramó por equivocación un tazón de sopa caliente en sus ropas. En venganza por haberle arruinado el sayo, el hombre empuñó un cuchillo y la despanzurró como a un puerco. Luego, al ver que los cinco hijos de la mujer lo miraban con horror, procedió a hacer lo mismo con ellos, todos menores de diez años.
   Cuando lo trajeron ante mi presencia y expusieron el caso, el hombre admitió haber sido el autor de los hechos, pero no se excusó ni expresó remordimiento. Para intimidarlo, le planteé las formas de ejecución: desangramiento por corte abdominal, decapitación con hacha de piedra, crucifixión inversa, empalamiento… pero él sólo asentía, sin entender la dimensión del castigo.
   Yo, el emperador, domador de dragones, comandante en jefe del ejército que expulsó a esa raza nefasta de los grifos, juez supremo que ajustició a los temibles nigromantes, autor del libro en que hablo de la batalla que por cinco años libramos contra las execrables sierpes que devastaban nuestras tierras, yo, el hijo del Sol y de la Luna, no lograba entender a este maldito hombre.
   Así que ordené que le suspendieran la pena. Le obsequié a la más bella de mis concubinas, con la que tuvo dos hijos. Al cabo de los años, cuando supe a través de mis espías que era feliz, que soñaba con ver crecer a sus descendientes, que le temía a la muerte, lo hice comparecer ante mí y le recordé el juicio que tenía pendiente. Cayó de rodillas y expresó horror por su nefasto pasado y, por fin, asumió su culpa y pidió clemencia.
   Entonces dicté su sentencia:  sería decapitado, no sin antes ser testigo de la ejecución de sus hijos y su esposa.


El tronante

   Eleuterio, ciudadano de Atenas y renombrado hoplita, era tan veloz en la carrera que en la ciudad todos lo conocían como “el Aquiles de Diomea”.
   Una tarde paseaba por el Ágora cuando un sacerdote de Zeus lo increpó:
   —¡Eh, Aquiles! No te hemos visto en el templo del Rey del Cielo desde que tu padre Licomedes fue a Olimpia a dar ofrendas por incumplir sus juramentos. Bien harías en subir al templo y agradecer al padre celestial por los dones que te ha otorgado.
   El no muy soterrado insulto a su padre enfureció a Eleuterio.
   —Los dones que poseo no se los debo a ningún dios, sino a mis padres y mis abuelos, todos de alados pies y ágiles movimientos —respondió.
   —¡No blasfemes contra Zeus Tronante, no sea que te alcancen sus vengativos rayos!
   Eleuterio siguió su camino, dando por acabada la conversación. Salió de la ciudad por la puerta de Acarnia y no había avanzado dos estadios por el campo abierto cuando divisó una nube negra que se acercaba desde el norte. Por pura superstición arrancó a correr, tan rápido que el rayo que descendió desde la nube no lo alcanzó, sino que destrozó un olivo a escasas brazas atrás de él. Dio media vuelta y emprendió el retorno a la ciudad, como una exhalación, esquivando las centellas que desde el cielo le lanzaba el furibundo dios.
   Desde ese día, Eleuterio supo que debía estar atento cuando se encontraba fuera de la ciudad. Apenas divisaba los nubarrones de Zeus se escondía en edificaciones o en cuevas, y si se encontraba en el campo corría como alma que escapa del Hades.
   Pero por mucho que se cuidara, Zeus siempre aprovechaba sus distracciones. Una vez un rayo por poco lo alcanza durante un paseo campestre en la Colina de las Ninfas, quedando paralizado de las piernas para abajo durante dos semanas. En otra oportunidad, retornando de una escaramuza contra los espartanos cerca de Eridanos, un nuevo ataque de Zeus fulminó a su fiel perro Eustaquio.
   Eleuterio finalmente murió en el campo de batalla, peleando contra los persas.
   Cuatro años después, a poco tiempo de que sus familiares dieran fin a la obra de su sepultura, la destruyó un rotundo rayo, que penetró en la tierra y pulverizó sus huesos.


Contratiempos

   Era una tortura sin fin.
   Los cordones de los zapatos se le desamarraban en los momentos más inoportunos, los semáforos esperaban a que se acercara a la intersección para ponerse en rojo, las llaves se le rompían dentro de las cerraduras, la ropa se le engarzaba en los picaportes, la impresora se descomponía el fin de semana que imprimía el informe final, el carro se averiaba subiendo la montaña. Y así día tras día, mes tras mes, año tras año.
   Hasta que un día, desesperado, decidió suicidarse. Pero la pistola se encasquilló cuando intentó pegarse un tiro, la soga se rompió cuando quiso ahorcarse, la corriente se cortó cuando trató de electrocutarse y su camisa quedó enredada en el marco de la ventana cuando pretendió lanzarse al vacío. 
   En vista de que toda acción está condenada al fracaso, ahora espera morirse de hambre, si no fuera por un personaje llega todos los días, lo golpea, lo amarra y lo hace comer a la fuerza.


El abraza-árboles

   Era bastante joven cuando entró en contacto con nosotros, apenas un muchacho incauto y curioso que venía al parque por las tardes. Buscaba nuestra compañía cuando quería alejarse de sus congéneres para poder pensar tranquilo.
   Pero un día el joven hizo algo fuera de lo común: abrazó un guayacán florido en el centro del parque, apoyó su oreja contra el tronco y escuchó nuestro lenguaje secreto: el traqueteo de las ramas mecidas por el viento, el susurro de las hojas, el borboteo de la savia subiendo y bajando en nuestro interior. 
   Ese día nosotros también conocimos algo de él. Supimos que no sabía qué hacer de su vida apenas terminara la escuela y que no era muy popular entre sus compañeros. Las muchachas lo evitaban y, al escondido, se burlaban de él.  En ese contacto tuvimos un atisbo del corazón humano.
   Le dijimos (él nos escucha, lo sabemos) que siguiera adelante, que ya encontraría su camino, pero él volvía y se quedaba a nuestro lado. Alguna vez nos dijo que quería vivir como viven los árboles: hacia arriba y no hacia adelante.
   Ahora, ya viejo, viene y se recuesta en cualquier tronco. A veces duerme y vemos sus sueños, a veces piensa que es uno de nosotros. Con el tiempo ha aprendido a aceptar que hay preguntas sin respuesta, a soportar sus heridas y, sobre todo, a no pensar.