Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

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domingo, 7 de enero de 2024

358. Juan Armando Epple (1946-2022)



Juan Armando Epple nació en Osorno, Chile, en 1946. Antólogo, editó Microquijotes (2005), Cien microcuentos chilenos (2002), Brevísima relación -  Nueva antología del microcuento hispanoamericano (1999), Para empezar - Cien microcuentos hispanoamericanos (1990) [con Jim Heinrich]. Fue co-editor de Los mundos de la minificción - Actas de las Jornadas Internacionales de Minificción, Universidad de Las Palmas de Gran Canarias, 2008. En 1996, fue editor invitado del número especial sobre el microcuento latinoamericano de la Revista Interamericana de Bibliografía/ Inter-American Review of Bibliography, Vol. XLVI, N.1-4. Como autor, publicó los libros de minificciones Con tinta sangre y Para leerte mejor, entre otros.
   e-Kuóreo le dedica este homenaje a dos años de su muerte en Oregon, Estados Unidos, el 2 de enero de 2022.

 


Con mis propios ojos 

   Cuando el barman supo que ese hombre que pedía una copa era de Chile, pero llevaba largo tiempo en Madrid, le confidenció que él había vivido muchos años en Valparaíso, señalándole orgulloso un afiche clavado en la pared. Luego agregó nostálgico:
   —Lástima que el tiempo termina borrando los recuerdos.
   —No siempre, amigo. Podemos ver el país más cerca cuando estamos lejos. Reconozco el sabor de este vino a ojos cerrados. Cuando llueve como hoy vuelvo a oler los grandes aguaceros del sur. En una escarcha matinal puedo palpar las nieves de nuestra Cordillera. Una vez pude escuchar en una playa de Galicia el oleaje salobre de Chiloé. Ya ve, amigo. Se puede inventar un país con la memoria.
   Luego tomó su bastón blanco y salió a la calle.
Amores ciegos


El Chacal

   Analfabeto, alcohólico, vagabundo, fue detenido por asesinar a una familia campesina y conducido engrillado a la cárcel. La prensa le dio el apodo de El Chacal. En la cárcel, mientras era sometido a un juicio largo y engorroso, le cortaron el pelo, le dieron un traje de ciudad, le enseñaron a leer y escribir, estudió la Biblia con el capellán del penal, se informaba de las noticias en los periódicos que compraban los gendarmes y al poco tiempo sabía responder de manera inteligente las preguntas de los periodistas.
   Cuando se hubo transformado en un ciudadano ejemplar, lo fusilaron.
Pena capital


La llamada

   —Tiene derecho a una última llamada —le dijo el gendarme.
   El condenado a muerte llamó a su casa y preguntó por su esposa.
   —La señora salió temprano —le explicó la mucama—, me dijo que iba a una boutique a comprarse un traje nuevo, luego pasará a la peluquería y me encargó que pusiera la champaña en el refrigerador.
Pena capital


Premonición 

   Con la seguridad de que ella siempre regresaba al amanecer, compraba algo de pan en el puesto de la esquina y luego tomaban un café juntos, él manipulaba a tientas el televisor para oír las noticias o los diálogos insulsos de alguna teleserie, y luego se dormía. Podía distinguir, por el olor, con quiénes se encontraba ella cada noche. Compadecía los olores tímidos, los olores marinos le producían celos, el olor a ternura solía impregnársele en la ropa.
   Una noche ella volvió sorpresivamente, y se notaba alterada. Él captó con alarma ese olor ácido que emana de los tipos celosos, propicios a la violencia. La sintió registrando unos cajones, mover las perchas del ropero, dirigirse a la puerta de salida.
   Él intentó prevenirla, pero ya era tarde.
Amores ciegos


Para decir adiós 

   Por varios años fue su Lazarilla y su única guía. Lo acompañó a descubrir ciudades maravillosas. Cuando se cansó de él, lo llevó a conocer los acantilados de Ronda.
Amores ciegos


Complicidades             

   Suelen encontrarse en la calle o en un parque y caminar un trecho juntos. Él dobla su bastón blanco plegable, porque le estorba, y le habla y le habla en voz alta, sin mirarla. La sordomuda despliega con elocuencia su lenguaje de signos.
   No saben que a veces el amor es ciego. No saben que también puede ser sordo y mudo.
Amores ciegos


Sobre ruedas

   —No te deprimas por un accidente más —ella posó su mano en el hombro del ciego, en un gesto de consuelo. Todavía tienes mucho camino por recorrer.
   Y con un ademán decidido, empujó la silla de ruedas. 
Amores ciegos


sábado, 6 de abril de 2019

233. Pedro Guillermo Jara (1951-2019)

Editora invitada: Maha Vial






El pasado 2 de enero falleció Pedro Guillermo Jara, un importante cultor del minicuento en Chile. Junto con Ricardo Mendoza, Jara dirigió desde 1981 la revista Caballo de Proa, dedicada a la difusión del minicuento, principalmente de autores del sur del país.
Ekuóreo, que también fue fundada en 1981, le hace homenaje con esta entrega.





El sueño

   El hombre sueña cada cierto tiempo que alguien lo persigue por una playa solitaria. Él huye aterrado, y vuela. Inevitablemente se acerca demasiado al sol, sus alas se derriten y cae al mar envuelto en gritos, mientras despierta bañado en sudor, cada cierto tiempo.
(Para Murales, 1988)


El accidente

   El hombre es atropellado por un vehículo que se da a la fuga. El alma del hombre se va al cielo –es muy tradicionalista– en busca de la paz definitiva, mientras escucha a sus espaldas gritos y susurros y alguien que cubre su cuerpo con periódicos.
   Al llegar al cielo descubre a muchas almas que esperan pacientemente el llamado a viva voz. El hombre se impacienta, consulta su reloj, se empina, trata de observar por entre la multitud y de pronto, hastiado por la larga espera, opta por moverse bajo los periódicos de la mañana. 
(Para Murales, 1988)


Desorientación

   Pongo en duda que esta brújula salve mi vida en esta selva: siempre marca el mismo rumbo.
(Relatos in blue, 2002)


La Copa

   Tan transparente, casi aire. A través de ella todo se refleja. Luego bebo y el mundo es mío.
(Relatos in blue, 2002)


El mago frustrado

   Frente a nadie realizo el truco de transformar el plomo en oro. Nadie me ve, nadie me cree.
 (Relatos in blue, 2002)


A distancia

   Una gitana en la plazuela Pedro de Valdivia se rasca la cabeza. Me ve a la distancia y adivina mi pensamiento: no tengo cigarros ni monedas.
(De trámite breve, 2006)


El francotirador

   El francotirador se arrastró un par de centímetros y se quedó quieto. Su cuerpo se confundía con la arena del desierto. Tomó su fusil Mosin-Nagant y apuntó al blanco ubicado a 100 metros. “Sigilo y paciencia”, murmuró. A través de la mira podía adivinar el latir del corazón del hombre que se movía constantemente en un ir y venir. “Los dioses están conmigo”, murmuró. El blanco se detuvo alzando los brazos en señal de victoria. El francotirador apuntó con cuidado al punto vulnerable. Pasó la bala a la recámara. Dejó de respirar. Su pulso se afirmó en la quietud y jaló del gatillo. La flecha salió rauda en dirección al talón de Aquiles dando en el blanco. Paris, envuelto por una densa neblina provocada por Afrodita, regresó raudo a la protección de los muros de Troya.
(Bolsillo de perro, 2013)

domingo, 12 de marzo de 2017

179. Escritores chilenos III

Editor invitado: Diego Muñoz

Rosas
   Alejandra Basualto

   Soñabas con rosas envueltas en papel de seda para tus aniversarios de bodas, pero él jamás te las dio. Ahora te las lleva todos los domingos al panteón.


Entrando en el leteo
   Josefina Muñoz

   Cada día, cada noche, me despierto y voy a verte, a ver si estás ahí, a comprobar que respiras, a ver si has regresado. Y estás ahí. Pero cada noche es más profunda y más larga tu entrada en el Leteo. Cada vez el agua más pesada y silenciosa, cada vez te promete un viaje atrayente y cautivante, inventa quién sabe qué maravillas, imágenes de la vida que quisiste tener y que ahora será posible. Y algo adivinas a lo lejos, muy lejos, algo a lo que quieres llegar, porque es lo que te espera como nadie lo ha hecho, o como yo lo hice alguna vez, pero ya lo has olvidado.
   Y cada noche aumentan las palabras olvidadas para siempre, pero siguen ahí, porfiadamente, bajo el peso del agua, y se juntan con las palabras de los poemas que he copiado para ti y que te leo noche a noche, uno para cada momento en que comienzas a soñar y a navegar en esas aguas, pero también para esos segundos en que volvemos a estar juntos, a reconocernos. Esos poemas que parecen haber sido escritos solo para nosotros, y que ahora te leo en silencio, porque sé que las palabras estremecen las aguas profundas, silenciosas, y hacen peligrar la nave que te lleva y que, hasta ahora, te devuelve.
   Pero sé también que cada noche nacen nuevas paradas que te alejan inexorablemente de donde yo estoy. Y en algún momento dejaré de leerte, porque comenzarás a hablar otra lengua y habrás llegado a ese lugar que añoras sin saberlo. Habrás olvidado mi nombre para siempre, pero quizás empezaremos otra vida, porque tú y yo fuimos felices.


Puntualidad – dos variaciones
   Poli Délano

   I. La mujercita que llamaban Lucibel era de tal modo impuntual, que inclusive llegó atrasada a la hora de su muerte. Como la Muerte no espera, se salvó.
   II. Cierta mañana Lucibel llegó a la iglesia de la Merced cuando ya habían dejado de sonar las notas del carillón. Lloró de pena.
   Una tarde llegó a la Plaza de Armas cuando las puertas del Correo cerraban al público y no pudo despachar la correspondencia. Ardió de rabia
   Era tan impuntual, que una noche hasta llegó atrasada a la hora de su muerte. Como la muerte no espera, Lucibel se salvó. Sonrió de alegría.

Poli Délano

Borradita
   Virginia Vidal

   Planché mi mejor vestido y mi alma: ni una arruga. Me cubrí de ungüentos. Me lustré. Relucientes el pelo y las uñas. Delineados ojos y labios. Pintados la boca y los párpados. Perfumada de la cabeza a los pies. Un collar de corales. Mi vestido, enrollado con tu ropa. Ni miraste mis prendas de encaje, mis medias negras con palomas bordadas. Desgranaste mi collar. Enredaste mi pelo y lo tironeaste. A besos me quitaste la pintura… Ahora me huelo y sólo siento tu olor. Me miro al espejo y estoy completamente borrada, menos los ojos.


Límites
   Sonia Cienfuegos

   Elle no discrimina si se encuentra al norte de la estupidez o al sur del desconsuelo; al este de la putrefacción o al poniente de la locura.
   Lo que Elle sí puede afirmar es que hoy por hoy, los puntos cardinales se han vuelto muy promiscuos.

Sonia Cienfuegos


Preservación
   Patricia Rivas M.

   Se conocieron, se besaron, se percibieron y se encantaron.
   Ella se convirtió en princesa. Él continuó siendo un sapo.
   La infanta delicada  lo conservó en su minúsculo océano de cristal.


Amor cibernauta
   Diego Muñoz Valenzuela

   Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de Neanderthal: gran cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes  de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar, aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa.  Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Y fue un amor de sueños, de mensajes, de versos, de canciones. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.


domingo, 1 de enero de 2017

174. Escritores chilenos II


Editor invitado: Diego Muñoz

La tragedia del hombre que se ríe 
   Juan Armando Epple

   Los médicos piensan que esto se inició cuando el paciente sobrevivió milagrosamente al terremoto del 2010. Todas las casas de la cuadra se vinieron al suelo, y sólo se salvó el retrete portátil donde este hombre leía absorto el diario. Como resultado de la impresión, se le produjo un trastorno neurológico que modeló sus músculos faciales en una sonrisa permanente, con bruscos arranques de carcajadas. Recurrió a diversos tratamientos pero ninguno tuvo efecto.
   Debió resignarse a sobrellevar como pudo esta curiosa enfermedad, con consecuencias lamentables.
   Para empezar, ya no pudo asistir a funerales ni actos de homenajes, porque cuando lo hacía los deudos pensaban que se burlaba del muerto o que encontraba graciosos los graves discursos laudatorios.
   En el banco le negaron el crédito, por más que trató de explicar que se trataba de una emergencia. En los restaurantes no lo tomaban en cuenta cuando reclamaba por recibir un plato equivocado.
   Cuando tuvo que correr al hospital con su esposa y una enfermera les anunció muy contrita que la suegra había fallecido, el hombre lanzó una carcajada y el médico lo trató de inmisericorde.
   Al poco tiempo su esposa le pidió el divorcio, alegando que con él ya no se podía discutir nada serio.
   Su hija nunca le perdonó reírse de esa manera en el momento solemne en que el novio daba el sí frente al altar.
   Sus amigos dejaron de invitarlo a ver los debates presidenciales por televisión.
   Fue expulsado del cine justo cuando empezaba a hundirse el Titanic.
   Cuando este hombre murió, sus parientes y amigos, ya sin rencores, lo acompañaron al cementerio. Algunos no pudieron evitar una sonrisa cuando, mientras bajaba el ataúd, el difunto se despidió con una estruendosa carcajada.


Amante profesional
   Ramón Díaz Eterovic

   Romero, asesino de profesión, se vanagloriaba de ser un hombre de palabra. Al conocer a Raquel sintió una súbita comezón en su orgullo. La invitó a cenar, la enamoró y por la mañana, cuando el sol caía plácido sobre los cabellos de la mujer, le disparó entre los pechos por el simple placer de cumplir un contrato.


Dimensión equis equis
   Roger Texier

   Es un día particularmente brillante y el céfiro sopla con suavidad anunciando la primavera. La gata merodea nerviosa. Todos se sorprenden. Lleva años sumida entre rincones, saliendo a comer sobras, ya no caza.
   El hombre que golpea las estacas, reparando una vez más la cerca, observa extrañado una figura difusa que se aproxima por el camino. Su vista ya no es la de otros tiempos y en el horizonte no podría distinguir bien una barca de una balsa.
   Un grupo de mujeres cotillea en el jardín, algunas miran de reojo al hombre de la cerca, quien ha dejado su tarea para acercarse al portal y recibir a la persona que llega.
   La gata cruza como una centella entre las piernas del hombre y se lanza a los brazos de la recién llegada. Solo entonces Odiseo reconoce a Penélope, que vuelve a Ítaca tras una larga ausencia.

Roger Texier

Cuestión de gustos
   Lorena Díaz

   Pasada la medianoche y acabado el hechizo, a Cenicienta no le gusta que le pongan los zapatos: prefiere que se los saquen.



El juez y el loco
   Juan Mihovilovich

   El supuesto juez se persigna, aunque ya no cree en el Dios oficial y aún ignora cuál es el alternativo. Se arrodilla junto a la tumba del loco. Coloca una crucecita de madera que hizo por el camino y está por añadir un trozo de papel al que pondrá el nombre del extinto, cuando alguien le golpea un hombro. Se vuelve: —No pierdas tu tiempo, soy yo —le dice el loco—. El que está muerto eres tú.


En serie
   Gabriela Aguilera

   Una línea de brillo acerado tajea la oscuridad.
   El hombre desliza el hermoso filo que hiende el pellejo y luego la carne de su presa.
   Desuella, desposta.
   Mientras trabaja, se dice que un cazador de verdad es el que aguarda paciente, por días y noches, a que la mujer cruce el sendero, se extravíe en el monte y quede inerme en la oscuridad que la rodea, sin ver más que el brillo límpido del filo de un buen cuchillo de caza.


Suma
   José Leandro Urbina

   Cuántos son cinco más cinco, le preguntó el hombre del cuchillo.
   Siete, dijo él con la garganta apretada por el dolor.
   Ya le habían cortado dos dedos, y como sabía que no iban a parar, aprovechó para descontar inmediatamente el próximo.

domingo, 6 de noviembre de 2016

170. Escritores chilenos I

Editor invitado: Diego Muñoz


Fuga IV
   Lilian Elphick


   «Suponía que el personal del ferrocarril quedaría aterrado con esa tos; pero ya la conocían; la llamaban tos de lobo. Desde entonces empecé a identificar los aullidos en mi voz».
«Recuerdo del tren de Kalda», en Diarios, de Franz Kafka

   Mi padre dijo que quien se acuesta con perros, amanece con pulgas, pero yo era un lobo tuberculoso que hacía temblar la estación de trenes con su tos. Los otros funcionarios me construyeron una caseta acolchada para que pudiera toser a mis anchas, sin molestar a nadie. Me dejaban niñas, abuelas y cazadores que yo devoraba con fruición. Botaba los restos para que los lobos verdaderos, que huían de los cuentos de hadas, pudiesen alimentarse.


Juegos de ciudad
   Pía Barros

   Mientras la lluvia arrecia sobre Santiago, nosotras vamos al supermercado y llenamos el carro con todo aquello que necesitamos. En los pasillos atestados, tú preguntas si puedes poner galletas de chocolate y tres postres de yogurt. Te digo que sí, hija, que puedes, y ponemos también suntuarios y hasta aquellas medias calientitas que tanto te hacen falta.
   Luego, subrepticias, dejamos el carro en el pasillo apartado y salimos tomadas de las manos a la calle.
   —¿Te gustó el paseo y el juego, hija?
   —Sí mamá, me gustaría que fuera de verdad.
   —La próxima vez, hija —miento enronquecida bajo la lluvia.


Pía Barros
La marcha en la llanura
   Pedro Guillermo Jara

   En la mañana, al despuntar el sol y cuando el búho se ha dormido, salimos en grupo atravesando la llanura rumbo al centro de la ciudad. Vamos por nuestras cotas de caza.
   El orden del grupo, en fila india, es el siguiente: Los tres primeros son los viejos o enfermos quienes imprimen el ritmo a la marcha. Si fuese al revés, quedarían atrás, perdiendo el contacto con el grupo. En el hipotético caso de una emboscada policial ellos serían sacrificados. Luego vienen los cinco más fuertes, entre hombres y mujeres, musculosos, bellos, ágiles, de frondosas cabelleras al viento, expertos guerreros y guerreras. Este grupo marcha en la línea del frente. En el centro marcha el resto del grupo entre hombres, mujeres y niños, cargando sus mochilas vacías. Al final de la columna, solo, va el jefe, el de mayor rango, experiencia de vida, dominador de las siete dimensiones o mundos paralelos. Desde este punto puede ver y controlar la marcha propuesta por los viejos quienes saben de senderos, hondonadas y suaves lomas.
   De este modo llegamos al centro de la ciudad y nos dirigimos hacia el supermercado. Una vez dentro llenamos nuestras mochilas con alimentos, carnes, verduras, leche, miel, pan, queso, mantequilla, viejos vinos y cervezas frescas. Y nos retiramos. Los guardias nos temen y no pueden hacer nada porque nuestras miradas los petrifican.
   Después de la caza realizamos un círculo y exclamamos al unísono: ¡Evoé!… ¡Evoé!… ¡Evoé! Y regresamos a nuestra aldea entonando bellas canciones, blues, boleros, cumbias, valses, corridos y antiguas rapsodias que sólo nosotros comprendemos y que guardamos en nuestra memoria y en el corazón.


Post Mortem
   Carlos Iturra

   “A nosotros nos aniquilaron hace mucho, y permanecimos extinguidos durante siglos. La causa fue que los hombres sintieron miedo y celos de nuestra superioridad. Los hombres eran así, tenían limitaciones terribles. Pero sin embargo, cuando vieron venir su propia extinción, inevitable por la agonía de la estrella solar, se acordaron de nosotros. Volvieron a producirnos, perfeccionados, y masivamente, quizá incluso desesperadamente. No querían que la luz de la inteligencia se apagara en el universo junto con ellos, y nos resucitaron. Actitud que los enaltece, aunque no era del todo desinteresada, puesto que nos dejaron instrucciones para revivirlos a ellos una vez que se dieran condiciones propicias. Lo cierto es que nos ha sido innecesario cumplir esa orden, ya que con nosotros la continuidad de la inteligencia está suficientemente asegurada, además de incomparablemente mejor dotada. Provenimos del hombre, sí, pero estamos tan por encima de él como él estaba por encima del mono. Revivir ejemplares humanos nos obligaría a mantenerlos en jaulas, o a entregarlos a su suerte en algún planeta lejano, ¿y para qué?”.


Tú, robot
   Miguel Vera

   —Admítelo, no eres más que un robot —aseveraba enfática ella, mirando al fondo de mis ojos como queriendo testificar la ausencia de mi alma. Entonces no podía determinar si ella quería establecer un diálogo filosófico profundo o solo se trataba de una ofensa a mi profesión.
   —Mujer: ¡yo hago robots, los diseño, construyo, animo. Te lo digo fehacientemente, ¡no soy un robot! Los robots no tienen sentimientos, no disfrutan de un atardecer, no aman a nadie como yo a ti, no se ilusionan… 
   Resultaba difícil dominarme. Mi quehacer de robotista es lo esencial en mi vida, mi razón de ser y de estar en este planeta. Que alguien hable algo en contra de esta labor o asome un atisbo de burla, como en este caso, eso lo interpreto como un ataque directo hacia mí, una provocación. Debía esquivar los golpes de ella o vendría un serio incordio.
   —Eso es porque no sabes programarlos y estás atrasado —gritó exasperada—. Fíjate en la tecnología japonesa: a esta altura dominan todo el arte de la robótica y las emociones son cosa del pasado. ¿Cómo estás seguro de que no eres un robot?
   Cuando llegamos a esta parte de la discusión, comencé a hacerle cariñitos obscenos. Terminamos haciendo el amor como locos sobre la alfombra, rodando entremezclados. 
   Sí, ambos somos robots de un tipo muy primitivo, le dije para darle el amén. 
   El robot era ella, desde luego, ¿cómo no lo voy a saber? La tengo encerrada con llave desde hace tiempo en el closet, junto con la aspiradora que también se puso un día a hablar sandeces.
   —Admítelo, no eres más que un robot —le dije, mirándola a los ojos…


Reencuentro
   Eduardo Contreras

   Los años no le habían borrado ese aire de tanguero peinado a la gomina. Unas pocas canas se divisaban en sus patillas. Me alejé para contemplar mejor su rostro dormido, la cabeza altiva reposando contra el tronco del guaye.
   Su traje de oficina, en ese cuerpo en reposo sobre las hojas otoñales, era una nota disonante en el silencio de la cordillera. Su bigote desafiaba a pesar de la mueca ridícula que le habían producido mis narcóticos.
   Abrió sus ojos lentamente, me miró sorprendido. Trató de erguirse pero estaba muy dopado. Volvió la cabeza hacia mí.
   —Soy Andrea Cáceres —le dije—, una de las que recibió tus descargas de corriente en los pezones y la vagina. Una de las mujeres desnudas, amarradas a un catre, con las que te excitabas.
   —Por muchos años que te saque, no te verías rica, comunista de mierda. No creo que te haya violado.
   Era lo que esperaba. Diría que mi revólver, que no había dejado de apuntarle a la frente, fue bajando solo hasta su entrepierna y disparó. Treinta años de pesadillas no me permitieron regalarle el tiro de gracia.


El viaje de Franz a la metrópoli
   Max Valdés Avilés

   Franz Kafka entró al vagón en la estación Universidad de Chile. Venía de una clase magistral sobre la entomología y su despliegue en la violencia. Triste viaje. Apenas ingresó al carro evolucionó a la condición de sabandija. Como era pequeño, muchos no lo veían y los más altos prácticamente lo pisoteaban. Tenía que subir una mano para decir aquí estoy, por favor no me aprieten más. Llamó por celular a su amigo Gregorio Samsa para que lo rescatase. Pero éste sufría su propio calvario: la metamorfosis. Como pueden apreciar entre un carro del subte y una habitación claustrofóbica, las diferencias se reducen al tamaño de un gusarapo.