Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

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domingo, 17 de septiembre de 2023

349. Escritores estadounidenses IV

 

Prescripción
   Edgar Allan Poe (1809- 1849)

   Una vez, cierto rico avaro concibió el proyecto de obtener gratis una consulta con un médico conocido. Con este objeto, entabló con él, en una reunión íntima, una conversación corriente, y le insinuó su caso como si se tratara de un individuo imaginario. El avaro dijo: “Supongamos que los síntomas son tales y cuáles. Ahora, doctor, ¿qué le mandaría usted que tomase?”. Y el médico repuso: “¿Tomar? Pues que tomase consejo, sin duda”.
(“La carta robada”, 1845)


Hasta el cuello
   Raymond Chandler (1888- 1959)

   Los guardianes de la ley realizan su trabajo sucio. Los abogados se llevan los laureles. Ellos redactan las leyes para que otros abogados las analicen delante de otros abogados llamados jueces, de modo que otros jueces puedan decir que los primeros jueces estaban equivocados y la Suprema Corte pueda decir que el segundo lote de jueces era el que estaba equivocado.
(Un largo adiós, 1953)


La huelga
   Dashiell Hammett (1894- 1961)

   Para derrotar a los mineros tuvo que dar carta blanca a sus mercenarios. Cuando la batalla llegó a su fin no se los pudo sacar de encima.
   Les había puesto en las manos la ciudad, y no era capaz de reconquistarla. A los pistoleros les gustó la ciudad y allí se quedaron. La consideraban como el botín que les debía el patrón por ayudarle a romper la huelga. Él tenía que ser discreto con ellos. Sabían demasiado sobre él, y era él el máximo responsable de las acciones que habían cometido mientras duró la huelga. 
   Abortó la huelga, pero se le escapó de las manos la ciudad y el estado.
(Cosecha roja, 1927)

Woody Allen

La lógica del amor
   Woody Allen (1935)

   Amar es sufrir. Para evitar el sufrimiento, uno debe no amar. Pero entonces uno sufre por no amar. Por lo tanto, amar es sufrir; no amar es sufrir; sufrir es sufrir. Ser feliz es amar. Ser feliz, entonces, es sufrir, pero el sufrimiento nos hace infelices. Por lo tanto, para ser feliz, uno debe amar o amar para sufrir o sufrir a causa de demasiada felicidad.


Destinatario

       R. había estado intentando localizar, sin éxito, cierto libro, husmeando en librerías y catálogos.          Supuestamente era una obra excepcional y tenía muchas ganas de leerla.Una tarde que paseaba por la ciudad, tomó un atajo a través de la Grand Central Station y subió la escalera que lleva a Vanderbilt Avenue. Allí, apoyada en la baranda de mármol, una joven leía el libro que él había estado intentando localizar desesperadamente.
    R. no es alguien que hable con desconocidos, pero estaba tan asombrado por la coincidencia, que no se pudo callar.
    —Lo crea o no —le dijo a la joven—, he buscado ese libro por todas partes.
    —Es estupendo —respondió la joven—. Acabo de terminar de leerlo.
    —¿Sabe dónde podría encontrar otro ejemplar? —preguntó R.—. No puedo decirle cuánto significaría para mí.
    —Éste es suyo —respondió la mujer.
    —Pero es suyo —dijo R.
    Era mío —dijo la mujer—, pero ya lo he acabado. He venido aquí para dárselo. 

(Experimentos con la verdad)


    Cuando se ponen a sumar y restar para constatar si la relación es equitativa, el resultado no es satisfactorio. De su parte, él está aportando cincuenta mil, dice ella. No, setenta mil, dice él. No importa, dice ella. Me importa a mí, dice él. El aporte de ella es un niño pequeño. ¿Eso es un activo o un pasivo? Ahora, ¿debe ella sentirse agradecida? Puede sentirse agradecida, pero no en deuda, ni que le estuviera debiendo algo. Es necesario que haya igualdad. A mí me gusta estar contigo, dice ella, a ti te gusta estar conmigo. Estoy agradecida contigo porque nos mantienes, y yo sé que a veces mi hijo te causa problemas, aunque digas que es un buen niño. Pero no sé cómo entenderlo. Si yo doy todo lo que tengo y tú das todo lo que tienes, ¿no es eso un tipo de igualdad? No, dice él.


Los gritos
   Jack Handey (1949)

   Cuando los árboles empezaron a gritar, dejamos de talarlos, pues eran como nosotros. Pero gritaban todo el tiempo, y sin motivo aparente. De manera que volvimos a talarlos.

domingo, 8 de abril de 2018

207. Flash Fiction de Lydia Davis II



Mir, el hessiano

   Mir, el hessiano, lamentó haber tenido que matar a su perro, lloró mientras separaba su cabeza del cuerpo, pero ¿qué más podía comer, fuera del perro? Congelándose sobre la colina, lejos de todo el mundo.
   Mir, el hessiano, maldijo mientras se arrodillaba en el suelo rocoso, maldijo su mala suerte, maldijo a su compañía por estar todos muertos, maldijo a su país por estar en guerra, maldijo a sus compatriotas por pelear en ella, y maldijo a Dios por permitir que todo eso ocurriera. Luego se puso a rezar: era lo único que se podía hacer. Solo, en medio del invierno.
    Mir, el hessiano, está acurrucado entre las rocas, sus manos entre las piernas, su mandíbula sobre el pecho, más allá del hambre, más allá del miedo. Abandonado por Dios.
   Los lobos han esparcido los huesos de Mir, el hessiano, llevaron su cráneo hasta el borde del agua, dejaron un tarso en la loma, arrastraron un fémur hasta su guarida. Luego de los lobos vinieron los cuervos, y luego de los cuervos, los escarabajos. Y después de los escarabajos, otro soldado, solo en la colina, lejos de todo el mundo. Puesto que la guerra todavía no había terminado.


Mi esposo y yo

   Mi esposo y yo somos mellizos siameses. Estamos unidos por la frente. Nuestra madre nos alimenta. Cuando sentimos el impulso de copular, unimos nuestras partes inferiores formando un rizo, como cierto árbol de ramas espirales. El tiempo pasa. Me separo de mi esposo abajo y doy a luz a dos mellizos que no están unidos por ninguna parte como nosotros. Se retuercen en el suelo. Nuestra madre los cuida. Muy a menudo están asimétricos el uno con respecto al otro, incluso mientras duermen, cuando no se mueven. Despiertos, mantienen juntos el uno del otro, como si invisibles bandas elásticas los sostuvieran, y cerca de nosotros y de nuestra madre. Por las noches el vínculo es aún más fuerte y dormimos apilados, los fuertes músculos de mi esposo rozando mis suaves músculos, los fibrosos y viejos músculos de nuestra madre, y los livianos músculos de los bebés, nuestros brazos rodeando a unos y otros como serpientes, y la música distante que retumba en los campos a nuestras espaldas.



Un hombre de su pasado

   Creo que mamá está coqueteando con con un hombre de su pasado que no es papá. Me digo a mi misma: ¡mamá no debería tener relaciones indebidas con este señor Franz! Franz es un europeo. ¡Yo digo que mamá no debería ver a ese hombre de forma impropia mientras papá está lejos! Pero estoy confundiendo una realidad vieja con una nueva: papá ya no va a volver. Se va a quedar allá en Vernon Hall. En cuanto a mamá, ella tiene noventa y cuatro años de edad. ¿Cómo puede haber relaciones indebidas con una mujer de noventa y cuatro? Pero mi confusión debe ser a causa de esto: aunque su cuerpo es viejo, su capacidad para la traición todavía es joven y fuerte.




Colaboración con una mosca

   Yo escribí esa palabra sobre el papel, pero ella agregó la tilde.


Soledad

   Nadie me llama. No tengo por qué revisar el contestador automático porque he estado aquí todo el tiempo. Si salgo, alguien podría llamar mientras estoy afuera. Entonces podría revisar el contestador automático cuando vuelva.

   
Un extraño impulso 

   Miré hacia la calle desde mi ventana. Brillaba el sol y los comerciantes habían salido afuera de sus negocios para disfrutar el calor y ver pasar a la gente. Pero, ¿por qué los comerciantes se estaban cubriendo los oídos? ¿Y por qué los transeúntes estaban corriendo como si los persiguiera un terrible espectro? Pronto todo volvió a la normalidad: el incidente no había sido más que un momento de locura en el cual la gente no pudo aguantar más las frustraciones de la vida y se había dejado llevar por un extraño impulso.


Orden

   Todo el día la vieja brega con la casa y las cosas que están en ella: las puertas no cierran; las tablas del piso se separan y la arcilla se filtra entre ellas; el revoque de las paredes se mancha de humedad; los murciélagos vuelan desde la buhardilla e invaden su ropero; los ratones hacen sus nidos en sus zapatos; sus frágiles vestidos se despedazan en jirones que caen al piso desde los ganchos; insectos se encuentran por doquier. Desesperada, ella se cansa de barrer, despolvar, retocar, calafatear, pegar, y por las noches se esconde bajo las colchas, tapándose los oídos para no escuchar cómo se desmorona la casa alrededor de ella.



***Tomado de The Collected Stories of Lydia Davis, McMillan, 2010. Traducción: Henry Ficher ***

domingo, 25 de febrero de 2018

204. Flash Fiction de Lydia Davis I



Lydia Davis (Julio 15, 1947) es una reconocida escritora norteamericana que ha aportado mucho a la difusión del minicuento en Estados Unidos, donde Flash Fiction es uno de los términos más aceptados del género. Davis también escribe cuentos, novelas, ensayos, y ha publicado nuevas traducciones de obras clásicas de la literatura francesa, entre ellas El camino de Swann de Marcel Proust y Madame Bovary de Gustave Flaubert.





   En una casa asediada

   En una casa asediada vivían un hombre y una mujer. Desde donde se agazapaban en la cocina, el hombre y la mujer oyeron pequeñas explosiones. “El viento”, dijo la mujer. “Cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería irse a casa, pero ya estaba en casa, ahí en medio del campo en una casa asediada.


   Madre

   La niña escribió un cuento. “Pero cuánto mejor sería si escribieras una novela”, dijo su madre. La niña construyó una casa de muñecas. “Pero cuánto mejor sería si hubiera sido una casa”, su madre dijo. La niña hizo una almohada pequeña para su padre. “Pero no sería más práctico una colcha”, dijo su madre. La niña cavó un pequeño hueco en el jardín. “Pero cuánto mejor sería si cavaras un hueco grande”, dijo su madre. La niña cavó un hueco grande y se acostó a dormir en él. “Pero cuánto mejor sería si durmieras para siempre”, dijo su madre.


   Lo que ella sabía

   La gente no sabía lo que ella sabía, que en realidad ella no era una mujer, sino un hombre, a menudo un hombre gordo, pero más a menudo aún, probablemente, un hombre viejo. El hecho de que ella era un viejo le hacía difícil ser una mujer joven. Era difícil para ella hablar con un muchacho, por ejemplo, aunque el joven claramente estuviera interesado en ella. Ella tenía que preguntarse, ¿por qué este muchacho está coqueteando con un hombre viejo?


   Mildred y el oboe

   Anoche Mildred, mi vecina de abajo, se masturbó con un oboe. El oboe resollaba y ululaba en su vagina. Mildred gemía. Más tarde, cuando pensaba que ya había terminado, comenzó a gritar. Yo yacía en la cama con un libro sobre la India. Podía sentir su placer filtrándose en mi cuarto por las tablas del piso. Por supuesto que podría haber otra explicación para lo que había oído. Tal vez no fuera el oboe sino el que lo tocaba quien estaba penetrando a Mildred. O tal vez Mildred estuviera golpeando a su pequeño e histérico perro con algo delgado y musical, como un oboe.
   Mildred la de los gritos vive abajo. Tres mujeres de Connecticut viven arriba. Hay una pianista con sus dos hijas en el primer piso y unas lesbianas en el sótano. Yo soy una mujer decente, una madre, y me gusta irme a dormir temprano... ¿pero cómo puedo vivir una vida normal en este edificio? Es un circo de vaginas brincando y haciendo cabriolas: trece vaginas y un solo pene: el de mi pequeño hijo.

   
   La decimotercera

   En un pueblo de doce mujeres hay una decimotercera. Nadie admitió que vivía allí, no llegó correo para ella, nadie habló por ella, nadie preguntó por ella, nadie le vendió pan, nadie compró nada de ella, nadie le devolvió la mirada, nadie golpeó a su puerta; la lluvia no caía sobre ella, el sol jamás brilló sobre ella, el día nunca le amaneció, ni la noche cayó sobre ella, para ella no pasaban las semanas, los años no transcurrían; su casa no tenía número, su jardín descuidado, su camino intransitado, su cama nunca ocupada, su comida sin comer, sus ropas sin usar; y a pesar de todo esto ella seguía viviendo en el pueblo, sin sentir resentimiento por lo que le hacían.

   
   Amor

   Una mujer se enamoró de un hombre que había muerto hace varios años. No era suficiente para ella cepillar sus abrigos, limpiar su tintero, pasar el dedo por su peineta de marfil: había construido su casa sobre su tumba y se sentaba con él noche tras noche en el húmedo sótano.

   
    Las abuelas

   Durante la reunión familiar, las abuelas fueron ubicadas en el porche. Pero debido a un problema con los niños, al mismo tiempo en que un cuñado dormía la borrachera, se olvidaron todos de las abuelas por muy largo tiempo. Cuando abrimos la puerta de vidrio, caminamos entre los árboles de caucho, y nos acercamos a las viejas iluminadas por el sol, ya era demasiado tarde: sus manos nudosas se habían empotrado en la madera del puño de sus bastones, sus labios se habían sellado en una sola membrana, sus ojos se habían endurecido y estaban enfocados sin moverse en la arboleda de castaños donde los niños iban y venían. Sólo la vieja Agnes todavía daba signos de vida, podíamos oír su respiración aspirando por la boca, podíamos ver su corazón bregando bajo su vestido de seda, pero, cuando ya estábamos cerca de ella, tembló levemente y se quedó quieta.


***Tomado de The Collected Stories of Lydia Davis, McMillan, 2010. Traducción: Henry Ficher ***

domingo, 1 de febrero de 2015

124. Escritores estadounidenses III


Personajes
   Truman Capote (1924-1984)

   Ella: ¡Hihoputa! ¿Qué quieres desí con eso de guardarme el pan? Yo no me he guardao ningún pan. ¡Hihoputa!
   Él: Calla, muhé. Te he visto. He llevado la cuenta. Tres tipos. Lo que suma sesenta machacantes. Me tienes que dá treinta.
   Ella: Maldito seas, negro. Debería quitarte la oreja con una navaja de afeitá. Debería sacarte los hígados y echárselos a los gatos. Debería achicharrarte los ohos con aguarrás. Escucha, negro. Deha que te oiga llamarme mentirosa otra vez.
   Él (conciliador): Asuquita...
   Ella: ¿Asuquita? Asuquita te voy a dá yo a ti.
   Él: Miss Myrtle, que sé lo que he visto.
   Ella (despacio: en tono lento y sinuoso): Bastardo. Negro bastardo. El caso es que nunca tuviste madre. Naciste del culo de un perro.
   (Ella le da una bofetada. Se da la vuelta y se aleja con la cabeza alta. Él no la sigue, sino que se queda frotándose la mejilla con la mano).


El pájaro pintado
   Jerzi Kosinski (1933-1991)

   A veces transcurrían varios días sin que la Estúpida Ludmila apareciera en el bosque. Una rabia silenciosa se apoderaba entonces de Lej. Miraba solemnemente a los pájaros encerrados en las jaulas, mascullando algo para sus adentros. Finalmente, después de un estudio prolongado, elegía al pájaro más robusto, lo ataba a su muñeca, y mezclaba los ingredientes más diversos para preparar pinturas pestilentes de distintos colores. Lej daba vuelta al pájaro y le pintaba las alas, la cola y el pecho con todos los tonos del arco iris hasta que su aspecto era más llamativo que un ramillete de flores silvestres.
   Luego nos trasladábamos a la espesura del bosque. Allí, Lej sacaba el pájaro pintado y me ordenaba que lo cogiera en la mano y lo apretara ligeramente. El pájaro empezaba a piar y atraía a una bandada de su misma especie que revoloteaba inquieta sobre nuestras cabezas. Al oír a sus congéneres, nuestro prisionero hacía denodados esfuerzos por remontarse hacia ellos, gorjeando con más bríos, mientras su corazoncito palpitaba violentamente en el pecho recién pintado.
   Cuando ya se había congregado sobre nuestras cabezas una cantidad suficiente de aves, Lej me hacía una seña para que soltara al prisionero. Éste se elevaba, dichoso y libre, como una mancha irisada contra el fondo de nubes, y se integraba enseguida en el seno de la bandada marrón que lo aguardaba. Los pájaros quedaban fugazmente desconcertados. El pájaro pintado describía círculos de un extremo de la bandada a otro, esforzándose en vano por convencer a sus congéneres de que era uno de ellos. Pero, deslumbrados por sus colores brillantes, los otros pájaros volaban alrededor de él sin convencerse. Cuanto más se obstinaba el pájaro pintado por incorporarse a la bandada, más le alejaban. No tardábamos en ver cómo una tras otra, todas las aves de bandada protagonizaban un ataque feroz. Al cabo de poco tiempo la imagen multicolor se precipitaba a tierra. Cuando por fin encontrábamos el pájaro pintado, casi siempre estaba muerto. Lej estudiaba minuciosamente la cantidad de heridas que presentaba el ave. La sangre manaba entre sus alas coloreadas, disolviendo la pintura y manchando las manos de Lej.


Una comedia
   Woody Allen (1935)

   Autor. ¿Quién eres tú?
   Lorenzo Miller. Este público es creación mía. Soy escritor.
   Autor. ¿Qué quieres decir?
   Lorenzo: Yo escribí que un numeroso grupo de personas van al teatro para ver una obra. Y ahí están. 
   Doris: (Señalando al público) ¿Quieres decir que son ficticios también? (Lorenzo asiente). ¿No son libres de hacer lo que les venga en gana?
   Lorenzo: Ellos creen que lo son, pero siempre hacen lo que está previsto. 
   Mujer: (De pronto, se levanta desde el público, muy enojada) ¡Yo no soy ficticia!
   Lorenzo: Lo siento, señora, pero así es. 
   Mujer: Pero si tengo un hijo en la escuela de comercio de Harvard. 
   Lorenzo: Su hijo es una creación mía, es ficticio. Y no sólo es que sea ficticio, es homosexual. 
   Hombre: Ya le enseñaré yo lo ficticio que soy. Voy a salir de este teatro y hacer que me devuelvan el dinero. Esta obra es una estupidez. De hecho, no es una obra. Cuando voy al teatro, quiero ver algo que tenga argumento —con un principio, un centro y un final— y no esta mierda. Buenas noches. (Sale enojado por un pasillo).
   Lorenzo: (Al público). No es un personaje muy bueno. Lo he escrito muy irritable. Más tarde se siente culpable y se pega un tiro. (Suena una detonación). ¡Más tarde!
   Hombre: (Vuelve a entrar con una pistola humeante). Lo siento, ¿he disparado demasiado pronto?
(Sin plumas)


Woody Allen

Normas de familia
   John Kennedy Toole (1937-1969)

   Los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets duplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: “Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?”. Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción apreciable en el índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se les soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrían asegurar una vida mejor para todos.
(La conjura de los necios)


Diles a las mujeres
   Raymond Carver (1938-1988)

   Entraron. Bill sostuvo la puerta para que pasara Jerry, y al pasar Jerry le dio un puñetazo suave en el estómago.
   —¿Qué hay, gente?
   Era Riley.
   —Eh, ¿cómo estáis, chicos?
   Riley salía de detrás de la barra sonriendo abiertamente. Era un hombre corpulento. Llevaba una camisa hawaiana de manga corta que le colgaba fuera de los tejanos. Riley repitió:
   —¿Cómo estáis, chicos?
   —Venga, calla y ponnos un par de Olys —pidió Jerry, guiñando un ojo a Bill—. Y tú, ¿cómo estás, Rilet? —preguntó Jerry.
   Riley continuó:
   —Cómo os va, chicos? ¿Dónde os habéis metido? ¿Tenéis algún lío de faldas? La última vez que te vi, Jerry, tenías a la parienta de seis meses.
   Jerry se quedó quieto unos instantes, y pestañeó.
   —¿Qué hay de esos Olys? —insistió Bill.
   Se sentaron en unos taburetes cerca de la ventana. Jerry comentó:
   —¿Qué local es éste, Riley, sin una sola chica un domingo por la tarde?
   Riley rió. Contestó:
   —Imagino que están todas en la iglesia, rezando para conseguir un macho.
(Vidas cruzadas)


Raymond Carver

El don
   Paul Auster (1947)

   El teniente Lemuel Flagg quedó ciego a consecuencia de una explosión de mortero en las trincheras de la primera guerra mundial. Pero la ceguera le confirió el don de la profecía: le dan súbitos ataques, cae en trance al suelo y empieza a agitar los brazos como un epiléptico; los accesos le duran ocho o diez minutos y, durante todo ese tiempo, la mente se le llena de imágenes del futuro. Los desvanecimientos le sobrevienen sin previo aviso, y nada puede hacer para evitarlos o controlarlos. La asombrosa exactitud de sus predicciones (que van desde los pronósticos del tiempo hasta los resultados de elecciones parlamentarias, pasando por la clasificación de los equipos en competiciones internacionales de cricket) lo convierten en un personaje célebre. Entonces, en el punto álgido de su fama, las cosas se le ponen feas. Se enamora de una mujer llamada Bettina Knott, y durante dos años ella le corresponde, hasta el punto de aceptar su proposición de matrimonio. Pero, la víspera de la boda, por la noche, Flagg tiene otro de sus ataques. En él llega al conocimiento de que Bettina lo traicionará antes de que acabe el año. Sus predicciones nunca han sido erróneas, de modo que su matrimonio está condenado. La tragedia reside en la inocencia de Bettina, en que está absolutamente libre de culpa, pues aún no ha conocido al hombre con el que traicionará a su marido. Incapaz de afrontar el suplicio que le ha deparado el destino, se suicida clavándose un puñal en el corazón.
(La noche del oráculo)


El Sofá
   Tim Keppel (1955)

   Un letrero en la cuadra dice "remato". Al hombre le hicieron lanzamiento. Tiene un sofá por solo veinte mil. Hasta un furgón para ayudar a acarrearlo. Es un checo robusto, pechipeludo, descamisado.    Sudando copiosamente, prende un cigarrillo con la colilla del anterior. Es un tipo amigable, con un marcado acento. “¿Usted nuevo por aquí? Espero que tenga más suerte que yo”.
   Echando el sofá en su carro—un furgoncito morado con la calcomanía de un sol sonriente pegada a un lado, dice: “He estado de malas. Se me murió la hijita, y después se me fue la mujer”. Las manos en el timón, los dedos teñidos de un amarillo opaco, uñas mordidas hasta el borde. “Voy a vivir en el furgón”, dice.
   Cargando el sofá gradas arriba hasta tu apartamento, se lastima la espalda. Te sientes mal por no sostener bien tu punta. Con muecas de cansancio aun, le da una mirada larga, melancólica. “Es mejor te quedes con él. Dejé de trabajar. Dejé de salir. No más que tirado en ese sofá todo el día”.
   Ahí es cuando notas el olor: no es humo, no es sudor, sino algo más. Algo innombrable. En su lugar apenas si lo percibías.
   Pero ahora está en el tuyo.
   Él mira alrededor tu apartamentico, ve que vives solo. “Ahí queda bien”, dice. 
   Analizas el sofá desde donde estás, cruzas el cuarto para verlo desde un ángulo distinto. “Yo sé que no le va a gustar”, dices. “Pero voy a cambiar de idea”.
    “¿Que qué?” Ves descolgársele la cara.
   Dile que es la nicotina. Que eres alérgico. Se te chorrea la mentira por la cara.
   Se pone en la nariz uno de los cojines. “Pues yo no huelo nada. Claro que me falla el olfato”.
   “Lo siento”.
   “Bueno pues, quédese con él. Si el olor se va, me manda un cheque. Y si no...” Se corre hacia la puerta.
   “Pero es que yo no tengo como llevárselo”. Percibes el pánico en tu voz—más de lo que quisieras. No es que lo quisieras.
   “Espere, espere”, dices. El olor permea todo, se te pega a la camisa, se te mete por toda parte. “Le doy los veinte mil y se lo lleva”.
   El tipo te mira. Mira el sofá. Se pasa la mano por la cara y suspira.
   “Veinticinco”, responde.

domingo, 7 de diciembre de 2014

120. Escritores estadounidenses II


El fallo del sabio
   Stephen Crane (1871-1900)

   Un pordiosero se arrastraba entre lamentos por las calles de una ciudad. Un hombre se acercó, le ofreció un poco de pan y dijo: “Te doy esta hogaza debido a las palabras de Dios”. Otro se acercó, le ofreció un poco de pan y dijo: “Toma esta hogaza; te la doy porque estás hambriento”.
   Los habitantes de aquella ciudad competían por ver quién era el hombre más piadoso, y el caso de los regalos al pordiosero suscitó una disputa. La gente se apiñaba y discutía con fervor. Finalmente, recurrieron al pordiosero, pero éste hizo una humilde reverencia al suelo, impropia de alguien de su clase, y respondió:
   —Lo más curioso es que las hogazas de pan eran del mismo tamaño. ¿Cómo puedo decidir yo cuál de los dos hombres me dio su pan de forma más misericordiosa?
   La gente había oído hablar de cierto filósofo que estaba de visita en la ciudad. Alguien dijo: “Los que no le hemos dado pan al pordiosero no estamos capacitados para juzgar a quienes le dieron pan. Consultemos, por lo tanto, a este sabio”.
   —Pero acaso este filósofo tampoco esté capacitado, si nos atenemos a la regla de que sólo quienes dieron pan pueden juzgar a quienes dieron pan —intervino alguien.
   —Este dato es indiferente tratándose de un gran filósofo.
   Así que fueron en busca del sabio y enseguida dieron con él.
   —Oh, ilustrísimo —exclamaron—. Hay dos hombres en la ciudad. Uno le dio pan a un pordiosero, debido a las palabras de Dios; el otro, debido a que lo vio hambriento. Ahora bien, ¿cuál de los dos es más piadoso?
   —Amigos míos —dijo el filósofo, dirigiéndose con calma a la concurrencia—. Veo que me toman por un hombre sabio. No soy yo la persona que buscan. Sin embargo, hace un rato vi a un hombre que responde a mi descripción. Si se apresuran, tal vez logren darle alcance. ¡Adiós, adiós!


Gugos y lívidos
   Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

   Los gugos, velludos y gigantescos, habitan en los lugares subterráneos del mundo de los sueños. No tienen voz y se comunican por gestos faciales. Sus cabezas, enormes como barriles, no son fáciles de olvidar: a cada lado, sobresaliendo dos pulgadas, están sus ojos rosados que refulgen en la oscuridad y, atravesándolas de arriba abajo, la boca de enormes colmillos amarillos que se abre verticalmente y no de manera corriente. Su alimento principal son los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la luz y viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como canguros. Los lívidos son del tamaño de un caballo pequeño y su rostro resulta bastante humano, pese a la ausencia de nariz, de frente y de otros detalles importantes.


Un hombre llamado Flitcraft
   Dashiell Hammett (1894-1961)

   Flitcraft salió un día de su oficina de corredor de fincas para ir a comer. Salió y jamás volvió. No acudió a una cita que tenía a las cuatro de la tarde para jugar al golf, a pesar de que fue idea suya concertarla solamente media hora antes de salir. Su mujer y sus dos hijos nunca más le volvieron a ver. El matrimonio parecía feliz. Flitcraft era dueño de su casa en un buen barrio de las afueras de Tacoma, de un «Packard» nuevo y de los demás lujos que denotan el éxito feliz de una vida en Estados Unidos. Había heredado 70.000 dólares de su padre, y el ejercicio de su profesión aumentó aún más su peculio, que ascendía a unos 200.000 dólares en el momento de su desaparición. Sus asuntos estaban en orden; el hecho de que no hubiera tratado de concluir algunos aún pendientes, probaba que no había preparado esfumarse. Por ejemplo, un negocio que le habría supuesto un bonito beneficio iba a concluirse al día siguiente al de su desaparición. Nada indicaba que llevara encima más de cincuenta o sesenta dólares.
   Lo que le ocurrió a Flitcraft fue lo siguiente. Cuando salió a comer, pasó por una casa aún en obras. Todavía estaban poniendo los andamios. Uno de ellos cayó a la calle desde una altura de ocho o diez pisos y se estrelló en la acera. Le cayó bastante cerca; no llegó a tocarle, pero sí arrancó un pedazo de cemento que le produjo una raspadura en la mejilla. Naturalmente, el susto que se llevó fue grande; pero la verdad es que sintió más sorpresa que miedo. Fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida para mostrarle su mecanismo. Lo conturbó descubrir que, al ordenar sensatamente su existencia, se había apartado de la vida en lugar de ajustarse a ella.
   Tras caminar apenas veinte pasos desde el lugar en donde había caído la viga, comprendió que no disfrutaría nunca más de paz hasta que no se hubiese acostumbrado y ajustado a esa nueva visión de la vida. Para cuando acabó de comer ya había dado con el procedimiento. Si una viga al caer accidentalmente podía acabar con su vida, entonces él cambiaría su vida, entregándola al azar, por el sencillo procedimiento de irse a otro lado. Quería a su familia como los demás hombres quieren corrientemente a las suyas; pero le constaba que la dejaba en buena posición, y el amor que tenía por los suyos no era de la índole que hace dolorosa la ausencia.
   Anduvo vagando un par de años, hasta que un día se estableció en Spokane. No lamentaba lo que había hecho. Le parecía razonable. Se acostumbró primero a la caída de vigas desde lo alto; y no cayeron más vigas; y entonces se acostumbró, se ajustó, a que no cayeran.
(El halcón maltés)


Esquileo I
   William Faulkner (1897-1962)
   
   El viejo Jackson era tenedor de libros o algo así, y ganaba un pequeño salario con el que debía mantener una numerosa familia; quería mejorarse con un mínimo esfuerzo, como buen descendiente de una vieja familia sureña, y entonces se le ocurrió la idea de arrendar una porción de estas tierras pantanosas de Louisiana y criar ovejas en ella. Había notado que la vegetación crece mucho más deprisa en las tierras pantanosas, y entonces pensó que la lana debía crecer también más en una oveja criada en zona de pantano. Así fue como abandonó su teneduría de libros, arrendó unos centenares de acres en la ciénaga del río Tchufuncta y la pobló de ovejas, usando el dinero del tío de su mujer, que era miembro de una vieja familia aristocrática de Tennessee. Pero los animales empezaron inmediatamente a ahogarse y para evitarlo les hizo cinturones salvavidas con toneles de madera, parte de la herencia del tío de Tennessee, de modo que cuando las ovejas llegaban a aguas profundas flotaran hasta que la corriente las volviera a tierra firme. Esto resultó muy bien, aunque las ovejas siguiesen desapareciendo.
   Entonces descubrió que los cocodrilos estaban devorándolas. Hizo una imitación de cuernos de venado con madera, y le puso un par a cada ovejita que nacía. Esto redujo sus pérdidas a un mínimo casi absoluto. Porque parece que la carne de venado no le gusta a los cocodrilos. Después de cierto tiempo se rompieron los salvavidas, pero por entonces las ovejas ya nadaban bastante bien, de modo que el viejo Jackson decidió que no valía la pena ponerles nuevos salvavidas. De verdad que las ovejas habían llegado a gustar del agua: la primera generación de ovejas solo salía del agua a la hora de comer... Cuando llegó la hora de la esquila, él y sus muchachos tuvieron que hacer el rodeo con botes; para la próxima esquila estas ovejas ya no salían del agua ni para comer; entonces él y sus muchachos andaban con los botes y ponían comederos flotantes para que se alimentaran. La nueva generación de ovejas sabía incluso zambullirse. Ya no veían ni una en tierra; sólo sus cabezas nadando entre los riachos. Finalmente llegó otra esquila. El viejo Jackson trató de agarrar una oveja, pero el animal nadaba más deprisa de lo que él podía remar, y las más jóvenes se zambullían bajo el agua y desaparecían. Así que finalmente tuvieron que pedir prestada una lancha de motor, y cuando por fin consiguieron fatigar a una de las ovejas y la agarraron y la sacaron del agua, observaron que sólo en la parte superior del lomo tenía lana: el resto del cuerpo tenía escamas como el de un pez. Cuando sacaron a un corderito con un gancho de cazar caimanes, descubrieron que su cola se había ensanchado y aplastado como la de un castor y que ya no tenía patas.


Aviso
   Ernest Hemingway (1899-1961)

   Vendo zapatos de bebé, sin usar.


Sólo el azar logra el crimen perfecto
   Vladimir Nabokov (1899-1977)


   Madame Lacour fue asesinada en Arles, al sur de Francia, a fines del siglo pasado. Un hombre desconocido con barba, que, según se conjeturó después, podría haber sido un amante secreto de la dama, se dirigió a ella en una calle atestada de gente, al poco tiempo de su casamiento con el coronel Lacour, y le dio tres puñaladas mortales en la espalda; mientras tanto, el coronel, una especie de pequeño bulldog, se colgaba del brazo del asesino. Por una coincidencia milagrosa, en el instante mismo en que el asesino se libraba de las mandíbulas del enfurecido esposo (mientras varios curiosos cerraban círculo en torno al grupo), a un italiano medio chiflado, que vivía en la casa más cercana al lugar donde se desarrollaba la escena, le estalló accidentalmente una bomba que estaba preparando, y al instante la calle se convirtió en un pandemónium de humo, ladrillos que volaban y gente que corría. La explosión no hirió a nadie (aunque puso fuera de combate al coronel Lacour), y el vengativo amante de la dama huyó entre la multitud, y vivió tranquilamente el resto de sus días.
(Lolita)


Llamada 
   Fredric Brown (1906-1972)

   El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una habitación. Llaman a la puerta…


Los colonizadores
   Ray Bradbury (1920-2012)

   Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Dejaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o abandonar algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno indicaba desde carteles de cuatro colores, en innumerables ciudades: Hay trabajo para usted en el cielo. ¡Visite Marte! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio sólo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes de que el cohete dejará la Tierra. Enfermaban de soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce al tamaño de un puño, de una nube, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que no ha nacido nunca, que no hay ciudades, que no está en ninguna parte, y sólo hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo hombres extraños. Y cuando los estados de Illinois, Iowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes y, más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.
   No era raro, por lo tanto, que los primeros emigrantes fueran pocos. Su número creció constantemente hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte. Los números eran alentadores. Pero los primeros solitarios no tuvieron ese consuelo.

(Crónicas marcianas)

domingo, 12 de octubre de 2014

115. Escritores estadounidenses I


El testamento
   Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

   Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Esta se muda ahí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar. Este los atormenta: se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la casa.
(Cuadernos norteamericanos)


En el país de Queequeg
   Herman Melville (1819-1891)

   Debido a que allí no se conocían los canapés ni los sofás, el rey y los altos jefes, al igual que todas las personas de cierto rango, tenían por costumbre engordar a algunos de sus súbditos para utilizarlos como otomanas. Por lo tanto, para amoblar adecuadamente una casa con tal método, se hace preciso comprar ocho o diez individuos perezosos y distribuirlos por las habitaciones. Cuando se va de excursión, el método resulta también muy práctico, mucho más que nuestras sillas transformables en bastones, puesto que, al ser llamado por su amo, el servidor se transforma automáticamente en canapé, colocándose en el lugar más conveniente, bien sea a la sombra de un árbol o evitando a su dueño las incomodidades de cualquier terreno encharcado o húmedo.
(Moby Dick)



Mark Twain
El lamento de la viuda
   Mark Twain (1835-1910)

   Dan Murphy se alistó como voluntario y peleó con gran coraje. Los muchachos lo querían y, cuando alguna herida lo debilitaba tanto que le costaba cargar su arma, ellos se encargaban de hacerlo. El dinero que iba ganando, Dan se lo enviaba a su esposa para que lo guardara en el banco. Ella era lavandera y planchadora y sabía, por experiencia, cómo cuidar el dinero recibido. No gastaba ni un céntimo. Por el contrario, empezó a vivir de manera miserable, mientras la cuenta bancaria iba engordando.
   Finalmente, Dan murió. Lo usual era arrojar al pobre muerto en un zanjón e informar a los seres queridos. Pero, en honor al afecto y el respeto que le tenían, los muchachos telegrafiaron a la señora Murphy, preguntándole si deseaba que embalsamaran a su finado esposo y se lo enviasen de esta manera a su casa.
   La señora Murphy averiguó cuánto costaba embalsamar un cuerpo: aproximadamente setenta y cinco dólares. Entonces, ella les respondió:
   —¿Ustedes creen que voy a armar un museo en casa y que quiero dedicarme a excentricidades costosas?


Fuego bajo
   Thomas B. Reed (1839-1902)

   Un sujeto fue a comprar ropa en la tienda de un judío. Ya se había probado una camisa y una chaqueta cuando dijo, señalando un punto lejano:
   —Aquellos pantalones me quedarían bien.
   Mientras el judío trepaba a una escalera en busca de los pantalones, el sujeto se fugó con la camisa y la chaqueta puestas. El judío, al ver que el hombre escapaba, saltó de la escalera y salió a la calle, exclamando:
   —¡Policía! ¡Alto! ¡Al ladrón!
   Un policía le ordenó al ladrón que se detuviera. El sujeto seguía corriendo. Entonces el policía extrajo un arma y, cuando se disponía a abrir fuego, el judío le dijo:
   —Fíjese bien dónde dispara. Apúntele a las piernas, pues la camisa y la chaqueta son mías.



Ambrose Bierce
El salteador de caminos y el viajero
   Ambrose Bierce (1842-1914)

   Un Salteador de Caminos enfrentó a un Viajero y, apuntándole con un arma de fuego, le gritó:
   —¡El dinero o la vida!
   —Mi querido amigo —dijo el Viajero—, de acuerdo con los términos de su exigencia, mi dinero salvaría mi vida, y mi vida, mi dinero. Usted indica que se apoderará de la una o del otro, pero no de ambos. Si esto es lo que usted quiere decir, le ruego que sea bueno y tome mi vida.
   —No es eso lo que quiero decir —replicó el Salteador—; usted no puede salvar su dinero renunciando a su vida.
   —Entonces, tómela de todos modos —dijo el Viajero—. Si no sirve para salvar mi dinero, no sirve para nada.
   Tanto agradaron al Salteador la filosofía y el ingenio del Viajero, que lo tomó como socio y esta espléndida combinación de talentos fundó un periódico.
(Fábulas fantásticas)


La justicia de los elementos
   Henry van Dyke (1852-1933)

   El asesino con corona había agotado todos sus recursos. Había contado una última mentira, pero ni sus sirvientes le creyeron. Había lanzado una última amenaza, pero ya nadie le temía. Había querido dar un último golpe de violencia y crueldad, pero ya no tenía fuerzas.
   Cuando vio su imagen reflejada en los ojos de los hombres, advirtió el daño causado en el mundo, sintió miedo y exclamó: “Que la tierra me trague”.
   La tierra se abrió y lo tragó, pero él había hecho tanto mal y derramado tanta sangre, que la tierra volvió a abrirse y lo escupió.
   El asesino gritó entonces: “Que el mar me lleve”. Y las olas lo envolvieron. Pero él había llenado las profundidades con tantos huesos de hombres inocentes, que el mar no lo toleró y lo envió de vuelta a la orilla.
   El asesino gritó entonces: “Que el aire me lleve”. Y soplaron grandes vientos que lo remontaron. Pero el aire puro no soportó su peso y lo dejó caer.
   Mientras caía, el asesino gritó: “Que el fuego me dé refugio”. El mismo fuego con el cual él había arrasado hogares sintió un enorme regocijo, y las llamas se avivaron a medida que el asesino se acercaba.
   “Bienvenido”, aulló el fuego. “¡Sé mi esclavo!”.
   El asesino entendió entonces que no había esperanzas para él en la justicia de los elementos.


Destino
   Robert W. Chambers (1865-1933)

   Llegué al puente que muy pocos logran cruzar.
   “¡Pasa!”, exclamó el guardián, pero me reí y le dije: “hay tiempo”; entonces él sonrió y cerró los portones.
   Al puente que muy pocos logran cruzar llegaron jóvenes y viejos. A todos ellos se les denegó la entrada. Yo estaba ahí cerca, holgazaneando, y fui contándolos, uno a uno, hasta que, cansado ya de sus ruidos y protestas, volví al puente que muy pocos logran cruzar.
   La muchedumbre cerca del portón chilló: “¡Este hombre llega tarde!”. Pero me reí y les dije: “hay tiempo”.
   “¡Pasa!”, exclamó el guardián mientras yo ingresaba; luego sonrió y cerró los portones.