Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

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domingo, 23 de febrero de 2020

256. Enrique Anderson Imbert II


Vértigos

   Dos monjes —Jerónimo y Teodoro— estaban conversando, sentados a la mesa del refectorio del convento, cuando por la ventana vieron pasar un pájaro maravilloso. Se levantaron de un salto (con el empujón a la mesa hicieron caer una jarra de agua) y corrieron hacia el patio, en cuya fuente el pájaro empezó a cantar.
   Mientras cantaba el pájaro, Jerónimo, embelesado, vio trescientos años de historia, desde la coronación de Carlomagno hasta la caída de Jerusalén bajo los cruzados de Godofredo de Bouillón. Y no solo la historia real, sino todas las historias paralelas que posiblemente hubieran ocurrido en caso de negarse el Papa a coronar a Carlomagno. Cuando el pájaro calló, Jerónimo se encontró solo —ni una seña de su compañero Teodoro—, volvió al refectorio del convento y alcanzó a levantar la jarra —que todavía se estaba cayendo— antes de que se derramara una gota. Después, sobre esa misma mesa, describió su experiencia en una crónica.
   El otro monje, Teodoro, al oír el primer gorjeo del pájaro maravilloso, pestañeó como si en su éxtasis un relámpago lo encandilara. Un único pestañeo y ya el pájaro había callado. Teodoro estaba solo. De Jerónimo, ni una seña. El convento, en ruinas. El pintor Jacquemart de Hesdin encontró a Teodoro vagando por una galería derruida, mudo, enajenado. Lo recogió y lo usó como modelo para el cuadro que había prometido a Charles VI: cuadro sobre un monje que, según una multisecular leyenda, legada por un cronista llamado Jerónimo, había desaparecido del convento, volando por los aires, trescientos años atrás.


La muerte II

   Rodearon el lecho del amigo, ya moribundo, y se pusieron a reír para que él, con tanto estrépito, no pudiera oír los pasos de la Muerte cuando de un momento a otro entrase en la habitación.


Enrique Anderson Imbert
La muerte III
  
   —Te odio —le dijo la Muerte, con un gesto de impotencia.
   —Ya lo sé —contestó el Judío Errante.


La muerte IV

   Caminando de noche por un callejón solitario sufrió un ataque al corazón. Ya se caía cuando de la sombra salió alguien que lo sostuvo. Fue a decir «gracias» pero al apoyarse y palpar puros huesos comprendió que no estaban socorriéndolo sino llevándoselo.


Cortesía

   Nunca he visto cortesía semejante a la de esa pared. Yo estaba discutiendo en la sala del Club con Norberto, el ciego. Norberto no había querido creerme que ese «horrible chillido» —fueron sus palabras— que acababa de oír venía de un hermoso pavo real. Para humillarlo, le describí la cola: «el pavo abre su cola —agregué al final — como un museo sus salas». Enojado, se volvió hacia donde él suponía que estaba la puerta y se fue derecho contra la pared. La pared, cortésmente corrió su puerta y se la puso delante y abierta. Norberto pasó muy seguro.


Bestiario I

   El desierto se extendía por donde yo mirara, redondo, liso, calcinado.
   Al principio creí que esa única cosa erguida a la distancia era un árbol seco. Más cerca, me pareció un poste. Más cerca aún, dos postes que se iban separando. Más cerca, más cerca, y vi que eran jambas que sostenían un dintel: vano de una inmensa puerta. En vez de puerta, un cuadrángulo de luz, espejo que no reflejaba nada. Y el marco vacío se levantaba ancho y alto, en el desierto.
   Lo atravesé como quien pasa por debajo de un Arco Triunfal, y apenas pisé en el otro lado me encontré en un verde trasmundo, rodeado de unicornios, dragones, hipogrifos.
   Me asombré de ver, en medio de esta zoología fantástica, y dándose aires de quimérico, un rinoceronte: ¿cómo ha conseguido poner su ordinario corpazo en este fabuloso ruedo de mitos? ¿Lo habré traído yo conmigo, de mi ordinario mundo, al meterme aquí?


Universo pulsátil

   Aquella noche de insomnio, allá por mil setecientos veinte, el hombre tuvo una súbita intuición: que el mundo se inflaba y desinflaba y todas las cosas aumentaban al mismo tiempo y al mismo tiempo disminuían, en un ritmo tan perfecto y tan perfectamente guardando las proporciones que nadie notaba el fenómeno. La pluma con la que él escribía crecía y decrecía; pero también crecían o decrecían él y cuanto lo rodeaba, y así todo le parecía que seguía siendo igual.
   A esa intuición siguió otra: en un rapto místico el hombre saltó a destiempo de esos grandes flujos y reflujos y por unos segundos se quedó enano en medio de los muebles que se agigantaban y gigante en medio de muebles que se encogían.
   Fue a escribir su extraña experiencia pero comprendió que, en esa Edad de la Razón en que vivía, lo tomarían por loco: entonces, para disimular, escribió los dos primeros libros de los Viajes de Gulliver.


Ver primera parte del homenaje: 

domingo, 9 de febrero de 2020

255. Enrique Anderson Imbert (1910-2000)


Enrique Anderson Imbert en 1980
 


    El próximo 12 de febrero se celebrarán los 110 años del nacimiento de uno de los precursores del minicuento en Latinoamérica, el argentino Enrique Anderson Imbert. En homenaje, e-Kuóreo le dedica esta entrega.













   La granada XXIV

   El Emperador de la China declaró públicamente que a él, y solo a él, debía culpársele por el último eclipse de sol: lo había causado, sin querer, al cometer un error administrativo. La corte alabó al Emperador por ese admirable rasgo de humildad y contrición.


Espiral

   Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo oscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si esa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca. Como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña a quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol. De un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.


Mapas

   Había muchos mapas colgados en la escuela. El niño Beltrán los miraba, distraído. En el libro de lectura también había mapas. Tampoco a Beltrán le interesaban. Aun del globo terráqueo que engordaba en el vestíbulo, frente al despacho de la Directora, lo único que le llamaba la atención era que uno pudiese hacerlo girar con el dedo: «Acaso —pensaba— hay un dedo grande que hace girar este planeta en que vivimos; acaso ni siquiera es un dedo, sino que alguien lo está soplando». Beltrán se aburría con los mapas. Así pasaron dos, tres años. ¿Cómo fue que de pronto descubrió la Geografía? Lo cierto es que una tarde volvía a su casa, dando puntapiés a una piedra, cuando se le ocurrió que todos los mapas de la escuela no valían nada porque eran demasiado pequeños, incompletos, fragmentarios, achatados, falsos, inhabitables. «El verdadero mapa —se dijo— es el planeta mismo; mapa de otro planeta, igual pero millones de veces más grande habitado por gigantes millones de veces más grandes que los hombres, donde hay un niño que da puntapiés a una piedra millones de veces más grande que ésta a la que estoy dando puntapiés ahora». Beltrán se detuvo y echó un vistazo alrededor. Todo le pareció nuevo: se admiró de la plaza, de las avenidas, del río, de la arboleda. Se sintió como un microbio que caminase sobre el globo terráqueo del vestíbulo de la escuela. «Vivo —se dijo— en un mapa. Pero este mapa que a mí me parece tan grande debe de estar dentro de una escuela que yo no alcanzo a ver: y allí, para otro Beltrán, será tan pequeño, incompleto, fragmentario, achatado, falso e inhabitable como los mapas de mi propia escuela. Un mapa está siempre dentro de otro. Habrá uno tan grande que coincida con el universo».



Intelligentsia IX

   Con máquinas calculadoras los técnicos montaron una Academia de Filosofía. Primero eligieron las obras más importantes en la historia del pensamiento. Después, mediante un rigurosísimo análisis, las despojaron de sus accidentes —lenguaje, biblioteca, época, paisaje, polémicas, anécdotas— hasta reducirlas a esenciales visiones del mundo. Por último, con estos núcleos de ideas fundamentales prepararon los cerebros electrónicos. Para que las máquinas-filósofos pudieran dialogar les dieron el mismo idioma. Algunas —las de filosofías mecanicista— funcionaron bien, aunque nada de lo que decían sorprendía a los técnicos. Por el contrario, las que correspondían a filósofos que habían descreído de las máquinas, emitían estrafalarias combinaciones de símbolos. Las máquinas-filósofos para quienes la realidad era un comportamiento de la conciencia solo producían verbos. Otras suprimían los verbos y en cambio encadenaban sustantivos o los soltaban perseguidos por una jauría de adjetivos. Había máquinas-filósofos que, con desesperados neologismos, se esforzaban por restablecer la forma interior de la lengua nacional desde la que alguien había pensado. Hasta hubo hablas negras cuyas palabras —si eran palabras— nadie pudo identificar. Los técnicos, ofuscados por tantas galimatías, buscaron un tercer código que —como en el argumento del «tritos ánthropos» de Aristóteles— les permitiera pasar del código cibernético al código personal. Lo encontraron. Al traducirlo empezaron a salir metáforas Por ejemplo, a la pregunta «¿qué es el universo?» un código contestaba «un ojo»; otro «un bostezo»; otro «una sopa». No era serio. Tuvieron que desmontar la Academia y devolver los aparatos al Ministerio de Guerra.



Gesta romanorum III

   Un gran crujido y se partió la superficie de la tierra: quedó una profunda brecha, justamente en medio de Roma. Los hombres sintieron que mientras la ciudad estuviera así rajada no podrían ser felices. ¿Qué hacer? El Pontífice dijo que sin duda era voluntad de los dioses dejar el abismo abierto hasta que alguien se sacrificara por todos, arrojándose a él. Apenas su cuerpo se estrellara en el fondo, los bordes del precipicio se cerrarían: herida que cicatriza después de la puñalada, surco que se alisa después que le meten la semilla. Lanzaron proclamas: ¿hay quien quiera sacrificarse? Tenía que ser el sacrificio de alguien que gozase de la vida, no el suicidio de un desesperado o una caída accidental. Pasó el tiempo y nadie se ofrecía. Un buen día se presentó Marcus Curtius y dijo que con mucho gusto se echaría al pozo, pero con una condición: que durante un año le permitieran hacer todo lo que le viniese en gana. Completa libertad. Se la otorgaron. Marcus Curtius empezó a vivir desenfrenadamente: robaba, asesinaba, violaba mujeres, incendiaba templos.
   Marcus Curtius resultó peor que el abismo.
   La gente decidió no esperar que se cumpliera el plazo del año y una tarde mataron a Marcus Curtius y tiraron su cadáver al abismo. Así, con esa primera basura, empezaron a llenarlo.


Sententia nominum

   Verano de 1116. Casa del canónigo Fulbert, en París. Pierre Abélard ve acercarse a Héloïse. Va a abrazarla pero ella lo detiene diciéndole:
   —No te equivoques. Solo soy la imagen que llevas en tu corazón.
   Abélard replica:
   —Según eso, yo seré la imagen que Héloïse lleva de mí en su corazón. Da lo mismo, pues.
   Y las imágenes se tendieron sobre la alfombra y se juntaron.


Danza macabra III

   Cuando Pablo tenía diez años bajó al sótano y vio a su padre ahorcado del techo. El choque fue espantoso: quedó melancólico, estremecido, tartamudo. Pasaron diez años y se casó con una niña a la que acababa de conocer en una playa veraniega. La noche de bodas descubrió que su mujer padecía de una subluxación de la columna cervical: las vértebras comprimían unas raíces nerviosas. Pablo, el melancólico, el estremecido, el tartamudo, tuvo que aprender a aliviarla del dolor. Le enlazaba el cuello y la barbilla y, tirando de una cuerda que corría por una polea del techo, la levantaba hasta que quedase en puntillas. Todas las noches creaba abismos bajo los pies de su mujer. Abismos chiquititos. Con ellos se fue llenando el abismo grandote que durante diez años había obsesionado a Pablo, desde que lo vio una vez bajo los pies de su padre. Se acostumbró a manejar la horca. Hasta la idea misma de la horca le divertía. Viendo a su mujer como una guinda se le alegraba el ánimo. Al final perdió la melancolía, el estremecimiento, la tartamudez y la mujer.