Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

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domingo, 12 de noviembre de 2023

353. Valle del Cauca II


Segunda entrega con autores del Valle del Cauca, cuya capital es Santiago de Cali. En esta ciudad nació Ekuóreo y se impulsó la escritura de cuentos cortos en Colombia.
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El soldado del emperador
   Gabriel Jaime Alzate O.

   El Emperador dijo: “Aquel que sea capaz de recorrer la gran muralla con sólo un escudo como parte de su atavío y una bolsa con vituallas hasta llegar al fin, tendrá el amor de mi hija la princesa”. Un soldado asintió y comenzó su recorrido. No bien hubo empezado, entendió que el Emperador omitió mencionar el resto de la prueba: desde cada torreón de la muralla, donde estaban apostados los arqueros más diestros, le lanzaban flechas mortales. El soldado movió su escudo, corrió silencioso y enloquecido días y noches esquivando la muerte que silbaba en sus oídos. Al cabo de un tiempo se cansó y se detuvo dispuesto a morir. Entonces un hombre se acercó, le hizo entrega de un arco y un carcaj con flechas y le dijo: “Tareas hay muchas. Todos estos que han disparado contra ti fueron, en algún momento de sus vidas, pretendientes de la mano de la princesa. Ahora te corresponde esperar a los que vendrán”.


El amor popular
   Jotamario Arbeláez

   Durante las manifestaciones, es bueno estarse quieto tras los culos de las mujeres, con la verga bien tensa, los ojos en blanco y sólo permitirse los movimientos que aconseja la labia del orador. Las oleadas humanas tienen de particular que, al hacer uno el amor con una sola persona es como si lo hiciera con una masa loca. Cuando pequeños, nos metíamos entre las piernas de las mujeres, bajo sus faldas y, entre pisotones y patadas que teníamos que soportar, metíamos nuestras manos en sus vulvas para sacarlas llenas de sustancias espesas y bastante olorosas. Algunas de estas mujeres gritaban y se defendían, pero la mayoría sentía una emoción inexpresable. Unas abrían y abrían tanto las piernas que la multitud se salía de la plaza. La mayor parte de las veces, colocábamos nuestras verguitas sacadas por fuera del pantalón entre las nalgas de ellas, quienes se bajaban los calzones haciendo un rollo a medio muslo, y era risible, cuando tocaba desplazarse ya fuera por empujones lejanos o porque viniera la policía, ver un sinnúmero de mujeres correr a medios pasos tratando de acomodarse apresuradamente las desgarradas prendas íntimas. Muchas veces, teniendo uno su verga entre unas piernas, rozando precisamente sus orificios como un arco de violín, sentía varios pares de manos que apretaban, que acariciaban por igual vulva y verga. Las manifestaciones eran deliciosas.


Efecto mariposa
   Henry Ficher

   Juan Ramón se cortó afeitándose y eso le dañó el genio. Le gritó a su mujer por cualquier cosa, y ésta, ofuscada, poco después miró feo a la empleada del tendero. Ella, a su vez, se desquitó con su novio, el cual, en una discusión durante el almuerzo, se negó a pagarle a un proveedor. Éste recibió, a continuación, un regaño de su jefe, que a pesar de tener la razón se ganó un insulto de su subalterno.
Así se fue trasmitiendo esa rabia, de persona en persona, hasta que llegó, al caer la tarde, a un abogado que, no bien abrió la puerta de su casa, mató al gato de una patada.
   En toda esta serie de circunstancias desafortunadas, la cuchilla de Juan Ramón fue la única que actuó a sangre fría.


Metamorfosis
   Orlando López Valencia

   Su cuerpo, inesperadamente, se convirtió en una mariposa. Atraída por la luz giró alrededor de la bombilla y luego se posó sobre un pliegue de la cortina. Intenté atraparla y los colores de sus alas tiznaron mis dedos.
   —Mátala —dijo mi esposa, todavía consternada por la escena.
   —¿Qué daño puede hacernos? —pregunté.
   —¡Así nada! —gritó—. ¿Pero si vuelve a ser esa mujer?


La mujer aparente 
   Rodrigo Parra Sandoval

   Afanosamente se metieron en la pieza, y aquella mujer comenzó a desnudarse. Primero se quitó los lentes de contacto, y sus ojos perdieron el color. Sacó de su cartera una toalla prehumedecida y se limpió el maquillaje: la cara desapareció. Se sacó la peluca amarilla y el resto de la cabeza se evaporó. Con la blusa de seda se esfumó el cuerpo de la cintura hacia arriba: sólo se veían los senos en el brassier de finos bordados. Se sacó la falda y desaparecieron las piernas: únicamente quedaba el pantaloncito y su contenido. Cayó el brassier y ya no había senos. Cayeron los pantaloncitos y ya no había nada. El hombre quedó perplejo, sentado en la cama. Unos minutos después reflexionó: era la mujer perfecta, solamente le hizo falta un buen coito.


El vuelo del ángel
   Rosalba Plaza P.

   Siempre anda detrás de mí desde que tengo memoria y eso es por culpa de mi mamá. Ella fue quien me lo encomendó, quien me lo metió por los ojos. Yo la escuchaba, le decía mi dulce compañía. Ahora no sé si sigue siendo dulce, quiero que desaparezca de mi vida. Pero cómo, si por más tretas que le he jugado no ha servido para nada, me persigue como zorro a su presa, lo malo es que estamos en desventaja, él del cielo y yo una simple mortal. ¿Cómo no iba a ser así, si desde siempre era ese cantico, no me desampares ni de noche ni de día?
   Esta tarde lo he engañado de la manera más vil, por fin he podido salir de él. Me he tirado en parapente desde la cima de la montaña y él por dárselas de guapo, ha cogido impulso y en vez de irse detrás de mí, como siempre, se ha ido derechito al cielo.


Visita del más allá
   Carlos Arturo Ramírez Gómez

   Mi ropa comenzó a perderse de casa. Primero, un pantalón, luego una camisa, después otras prendas. No podía explicarme cómo se extraviaban. Pasados unos días, les tocó el turno a ciertos objetos. Algún día comprendí que tanto la ropa como los objetos habían sido obsequios personales de mi mujer, antes de que muriese. Recordé nuestro amor y la tristeza por su ausencia casi me aniquila. Durante varias noches, en la vigilia, estuve acechando la pérdida de otra cosa, pero nada ocurrió. Hace dos días, hacia la medianoche, desde el vientre de la pequeña lámpara que alumbró nuestra pasión, ella emergió igual que en vida y me dijo: “prepárate querido, pronto vendré por ti”.
   Esta noche la espero, con algo de ropa y unos cuantos objetos que, estoy seguro, nos harán falta.
   
   

domingo, 9 de enero de 2022

305. Minicuento vallecaucano I

 

La república de Colombia está divida en regiones (llamados ‘departamentos’). Uno de ellos es el Valle del Cauca, cuya capital es Santiago de Cali. En esta ciudad nació Ekuóreo y se impulsó la escritura de cuentos cortos en Colombia. 
A continuación, presentamos una primera muestra de autores vallecaucanos.
 
Louvre
   Julián A. Enríquez Quintero

   De noche, a solas, la Monalisa no sonríe.


Destinitos fatales II
   Andrés Caicedo

   Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, y en la siestecita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca, vestida de negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué, sobre todo el chofer, cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla, piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico.
   Pero mañana no va a salir nada en el periódico.


La yerba
   Helcías Martán Góngora

   El taxidermista, forzado por las circunstancias a ejercer como embalsamador, cumplió devotamente su improvisado oficio. Tanta habilidad puso en la ejecución del lúgubre trabajo que, al extraer las vísceras del cuerpo adolescente, lo hizo con el mismo fervor profesional que lo poseía al disecar un jaguar o una garza. 
   Cumplida su piadosa misión, entregó el cadáver del muchacho indio a la anciana enigmática, que dejó de plañir y se apresuró a colocarlo en el ataúd. Si la madera crujió complacientemente bajo el peso de la carga mortal, solamente la vieja pudo escuchar el vegetal aviso. 
   Casi al amanecer, terminada la velación secreta, abordaron la chalupa, que debía conducirlos al puerto de origen. Mar afuera, el duelo se trocó en orgía pagana. 
   Cuando arribaron a la ensenada natal, sobre el muelle, frente al féretro, ejecutaron los deudos la más grosera danza. En el frenesí alucinado, no se cuidaron de la policía, que los supuso víctimas de la yerba maldita. 
   Días después, el taxidermista, asombrado, leyó en algún diario de la tarde que las autoridades aduaneras habían descubierto marihuana oculta dentro del cuerpo que él mismo había embalsamado, en su tienda de campaña, con tanto primor y reverencia.


La búsqueda
   Sandra Patricia Palacios

   Artemisa llevaba doce lunas enviando a su criada y a uno de sus súbditos a recorrer varias leguas según los requerimientos del día. Su padre que dormía al otro lado del castillo no imaginaba que, al entrar la noche, desfilaban los amantes por el cuarto de la princesa. 
   —¡Hoy quiero uno de tez oscura y bien fornido! —ordenaba el lunes.
   —¡Mejor tráiganme uno joven y rollizo! —gritaba colérica el martes.
   —¡Busquen uno flaco y muy alto de cabello claro! —decía el miércoles.
   Y día a día, iniciaba de nuevo la búsqueda desesperada del príncipe soñado que llenara el vacío que había en su corazón.
   Todos ellos caían rendidos a sus pies sin poder resistir a sus encantos y su belleza, haciendo hasta lo imposible por complacerla.
   Algunos, eran probados como amantes sin descanso hasta el amanecer, otros debían recitar o cantar. Muchas noches se les vio correr semidesnudos largas distancias alrededor del castillo mientras Artemisa miraba desde el balcón.
   La última noche de luna llena, la criada entró al dormitorio a consolar a la princesa que lloraba amargamente su soledad.
   Le soltó el moño del cabello, se lo cepilló, la mimó cariñosamente, la ayudó a desvestirse, y al sentir sus labios, por fin, Artemisa conoció el amor.


Matrimonio
   Janet Marcela Ramírez

   Ambos temían por sus vidas. Ella levantó suavemente la taza de café y bebió hasta el final. Lo miró cuando le dijo, con una sonrisa extraña, que se iba a dormir. Al rato fue por el cuchillo, se acercó a la cama y lo apuñaló.
   El moría lentamente y aun así en su rostro seguía la sonrisa: sabía que el veneno en el café también la iba a matar.


Una casa en La Candelaria
   Johann Rodríguez-Bravo

   Sebastián Pineda me contó que en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado. Después de averiguar y preguntar con algunas personas, di con la casa. Me recibió una anciana que arrastraba con ritmo la suela de sus chanclas; sonreía. Le dije directamente lo que me interesaba; ella me invitó a pasar y dijo que lo hacía porque podía adivinar la intención de las personas con sólo mirar a los ojos. Me señaló una habitación oscura al final de un pasillo. “Siga”, dijo. En el cuarto no había nada, salvo un pequeño hilo de luz que se proyectaba desde un hoyuelo en la parte inferior de una pared. Me acerqué con nervios y me arrodillé para poner mi ojo en el hueco. Al principio, la luz me encandiló y sólo pude ver dos hombres caminando, pero al arrugar el entrecejo para enfocar, vi a Sebastián Pineda junto a mí, hablando de que, en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado.


Juegos
   Rodolfo Villa Valencia

   Papá me espera en la entrada del cementerio. Allí nos encontramos y recorremos todo el campo santo. Después de un prolongado rato de caminata, nos sentamos a conversar en una vieja banca de madera que está al pie de la capilla. Desde allí vemos al vigilante venir y decidimos jugar un rato con él: susurramos su nombre, arrebatamos su linterna, tiramos algunas piedras sobre el tejado del templo. El hombre se asusta y se va de nuevo a su caseta. Nosotros nos miramos y reímos, como lo hacíamos en aquellos tiempos en que estábamos vivos.