Testigo
Mientras se abría paso por la orilla del río, un vagabundo descubrió un cofre enterrado en el fango. Al abrirlo, descubrió que contenía oro. Se sentó y empezó a contar el dinero. Un rico propietario que pasaba por allí, se detuvo al ver el oro.
—¿Dónde conseguiste eso? —preguntó.
—Lo encontré en la orilla del río.
—Bien. Ten cuidado: esta zona está infestada de ladrones. Te cortarán la cabeza para robar tu oro. Tal vez pudiera regresar contigo y meter el cofre en mi caja fuerte, ¿quieres?
Muy aliviado, el vagabundo aceptó el ofrecimiento. Pero, al día siguiente, el rico negó cualquier conocimiento de la fortuna. El vagabundo arrastró al ladrón al tribunal, donde Nasrudín actuaba entonces como juez.
—¿Dónde están los testigos? —preguntó al vagabundo.
—¡Ay de mí: no hay ninguno! —contestó el hombre—. Lo encontré junto al río cuando no había nadie alrededor.
—Entonces ve al río y dile que comparezca en el tribunal.
El hombre estaba totalmente sorprendido, pero fue a hablar al río. Unas horas después, todavía no había regresado.
—¿Piensas que tardará mucho? —preguntó el juez.
—Podría llevarle mucho tiempo —replicó el rico propietario—. Ese tramo del río está muy lejos.
Finalmente, volvió el vagabundo, acalorado y enfadado:
—Le pedí al río que viniera hasta que me cansé de repetirlo, pero no se movió.
—Sí lo hizo —dijo Nasrudín—. Mientras tú estabas de camino, entró un momento y me dijo que este hombre —agregó, señalando al terrateniente— es en efecto un ladrón.
El asno enfermo
Cuando el asno de Nasrudín cayó enfermo, el mulá rompió en lágrimas.
—¿Por qué lloras? —le preguntó su vecino—. El pobre animal todavía está vivo.
—Pero si muere, tendré que enterrarlo, luego deberé ahorrar para un nuevo asno, después habrá que ir a la subasta de burros, y luego domar al sustituto. No tendré tiempo para afligirme.
Indecisión
Un día, el sha estaba alabando al cocinero jefe por el apetitoso pulao que había preparado.
—¡Nada hay más apropiado para un rey que un buen pulao!
—Efectivamente —coincidió Nasrudín, que estaba invitado a la mesa real.
El rey siguió comiendo glotonamente. Después de haberse servido por cuarta vez, empezó a sentir pesadez en el estómago.
—Realmente, el pulao llena demasiado. Tiene mucha grasa; está comida es demasiado fuerte.
—Efectivamente —coincidió el mulá.
El monarca se volvió malhumoradamente hacia Nasrudín.
—Cuando alababa la comida, estabas de acuerdo y, ahora que la crítico, también estás de acuerdo. ¿Eres incapaz de formarte una opinión propia?
Mi soberano —contestó o el mulá—, si un gran gobernante como tú es incapaz de decidirse, ¿cómo se puede esperar que lo haga un hombre inferior como yo?
El juez
El engreído juez, preocupado porque los habitantes de la ciudad no le mostraban respeto, mandó construir una plataforma elevada, desde la que pudiera escuchar las declaraciones y dictar sentencia. Cuando la estructura estuvo terminada, invitó a Nasrudín a que fuera a echar un vistazo.
—¡Todopoderoso Alá! —salmodió el mulá, tirándose al suelo en la base de la tribuna—, ¡ha llegado tu humilde servidor!
—¿Estás loco? —farfulló el juez—, yo no soy Dios.
—Perdóname, gran profeta —se lamentó Nasrudín.
—Tampoco soy un profeta —vociferó el juez.
—Entonces, seguramente debes ser un ángel —replicó Nasrudín.
Perdiendo la paciencia, el juez llamó a sus guardias.
—¡Llevaos a este hombre y encarceladlo hasta que recupere el juicio!
—Ah —dijo Nasrudín—, con un trono tan alto, no pude distinguirte al principio. Pero, viendo tu comportamiento, adivino que eres sólo el juez de la ciudad.
Vida de ermitaño
Cuando Nasrudín estuvo en el exilio, vivió durante un tiempo como ermitaño. Un día, Tamerlán, que se había separado de su partida de caza, fue a dar a un claro y descubrió la cabaña desvencijada del mulá. Inmediatamente, Nasrudín ofreció al gobernante su cena, que consistía en culebra asada y agua sucia. Tamerlán, hambriento, aceptó la comida con gratitud. Cuando hubo comido hasta hartarse, se limpió la barba y se dirigió a su anfitrión.
—¿Cómo puedes soportar haber caído tan bajo para tener que reemplazar las ricas ropas de cortesano por harapos como éstos, y los espléndidos banquetes por culebra y un agua que apenas se puede beber?
—Porque aquí todo lo que veo es mío —explicó el mulá—. No hay opresores como tú y no veo a ninguno de tus servidores, como el verdugo, el torturador y el recaudador de impuestos.
La muestra
Un rey brutal e ignorante, que había oído hablar de los poderes del mulá, le preguntó:
Dicen que estas asociado con el Diablo. ¿Cómo es él?
—Miradlo aquí, majestad —dijo Nasrudín, entregando un espejo al gobernante.
Disposición
—Padre, ¿por qué hablas tan poco y escuchas tanto? —le preguntó un hijo a Nasrudín.
—Porque tengo dos oídos y sólo una boca.
Tomados de: El mundo de Nasrudín. Cuentos sufíes - Compilador: Idries Shah