Desinformada
Julián Sánchez Caramazana
A la vecina le han sorprendido los trasquilones en mi pelo. No sabe todavía que el peluquero tiene una oreja menos. A él le tembló el pulso y a mí me ha sobrado la habilidad.
(Venidos del miedo)
Último deseo
Lilian Elphick
Ella esperó que la lluvia amainara. No quería arruinar su nuevo corte de pelo y las extrañas ondulaciones que la peluquera le había hecho en la nuca. Vas a causar sensación, le dijo la manos de tijera, fatigando la laca en las pequeñas guadañas doradas que se mecían con parsimonia de reina.
Un guardia anunció que las nubes se alejaban. La llevaron al cadalso. Ella puso la cabeza ahí. Fue rápido. No se le movió ni un solo pelo.
Calva
Isabel González
Un guardia anunció que las nubes se alejaban. La llevaron al cadalso. Ella puso la cabeza ahí. Fue rápido. No se le movió ni un solo pelo.
(Ginés S. Cutillas [ed.] Los pescadores de perlas)
Calva
Isabel González
A cada hombre que amó, ella le regaló un pelo. Se lo arrancaba, lo extendía junto al rostro dormido y desaparecía sin dar portazo. Sin pelo se ha quedado. Sin miedo, exige ahora de puerta en puerta que se los devuelvan y le dan lo que le dan: sedal o hilos de araña, cuerdas o alambres, colas de ratón con las que urde su cresta, su peluca, su corona, su yelmo, lo que sea. Ese insólito territorio donde envejece y sigue sin saber lo que fue suyo y lo que no lo fue.
(Microlocas. Pelos)
El numerito
Isabel Wagermann
Tengo un pelo que crece sin control en mi hombro. Es tan fino, tan rubio y tan liso que no parece mío. De vez en cuando jugueteo con él. De vez en cuando, lo arranco, lo pongo en la camisa de mi esposo y le monto un numerito. A él le gusta verme celosa. Y a mí me encanta cuando él insiste en que no hay otra. Es muy persuasivo y siempre terminamos revolcándonos. Ayer me sorprendió un cabello rubio en su chaqueta. Pasé la mano por mi hombro y comprobé que el mío seguía allí. Aun así, monté el numerito. Mi marido es así de convincente.
(Microlocas. Pelos)
Anónimo (Biblia)
“Averigua en qué consiste la gran fuerza de Sansón y te premiaremos”, le dijeron los príncipes filisteos a Dalila.
Cuando él se dormía, ella lo ataba conforme a lo que él le explicaba cada vez. Entonces le gritaba: “¡Sansón, los filisteos sobre ti!”; pero él rompía fácilmente las ataduras y ponía en fuga a los agresores. Cada vez, ella se quejaba de haber sido engañada y él le daba otra explicación. Y así hasta que la presión de las palabras amorosas de la mujer y sus lágrimas redujeron el alma de Sansón a mortal angustia. Finalmente, le descubrió su corazón: “Nunca a mi cabeza llegó navaja; porque soy nazareo de Dios desde el vientre de mi madre. Si fuere rapado, mi fuerza se apartará de mí”. Sabido esto, ella hizo que él se durmiese sobre sus rodillas y que un hombre le rapara las siete guedejas. Cuando Sansón escuchó: “¡Los filisteos sobre ti!”, pensó que de nuevo saldría ileso, pero no sabía que Jehová ya se había apartado de él. Tras cegarlo y encarcelarlo, los filisteos ofrecieron sacrificio a Dagón, su dios, por haberles entregado a su enemigo.
(El Libro de los Jueces, 16, 4-22)
Depilacción
Teresa Serván
Mi hijo atrapa una araña. Con velocidad pasmosa, utiliza mis pinzas para depilarle las patas. Sus manos se agitan alrededor del artrópodo que, en segundos, queda reducido a una bola de pelo. Indefenso, el animal se hace el muerto. Enseguida, el crío lo aplasta, y sólo queda un manchurrón en el suelo del porche. Observo atónita la actitud de ese niño en el que no me reconozco. ¿Qué he hecho mal? Culpo a su generación, acelerada, desprovista de sentimientos. ¡Con el placer que produce observar la agónica huida de un bicho tullido! ¿A qué tanta prisa?
(Microlocas. Pelos)
Última voluntad
Elva Díaz Riobello
«Y qué si quieren decapitarme —exclama furiosa María Antonieta—, exijo ir bien peinada para la ocasión». La reina, derrocada y cubierta de mugre, refulge de autoridad en su lóbrega celda. A pesar de la revolución, los carceleros no se atreven a desafiarla, pero tampoco saben cómo peinar a una dama. Ni los otros presos. Ni los soldados de la guarnición. Ni el verdugo. Ni la multitud furiosa que se agolpa ante las puertas de la Bastilla. Minutos después, María Antonieta se alza despeinada en el cadalso, herida por esta última afrenta a su orgullo legendario. El aire huele a tormenta. A su alrededor, los plebeyos la abuchean, la escupen, se burlan de sus harapos. Y el viento, mientras, agita su melena rubia, la alisa, la trenza con ondas suaves. Dos flores secas vuelan y se le enredan en el cabello, coronando su cabeza con un hermoso recogido. La muchedumbre enmudece. La reina suspira satisfecha y entonces, con una elegante reverencia, coloca su cuello en la guillotina.
(Microlocas. Pelos)