Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 25 de julio de 2021

293. Homéricas I


Como Ulises
   Ana María Shua

   Como Ulises, un hombre vuelve de la guerra, o de la cárcel o del desierto. Han pasado veinte años. Sus ojos son distintos. Un golpe le ha quebrado la nariz. Ahora se parece un poco a Kirk Douglas, aunque su pelo es ralo y casi blanco y los harapos cuelgan de su cuerpo sin ninguna gracia. Todos lo reconocen perfectamente pero disimulan, menos el tonto de su perro, que vuelve a recibir una de aquellas épicas patadas.
(Casa de geishas, 1992)


La tela de Penélope o quién engaña a quién
   Augusto Monterroso

   Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
   Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
   De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
(La oveja negra y demás fábulas, 1969)


Héroes II
   Enrique Anderson Imbert

   Algunos de los marineros que regresaban de sus largos viajes solían visitar a Simbad, el paralítico. Simbad cerraba los ojos y les contaba las aventuras de sus propios viajes Interiores. Para hacerlas más verosímiles a veces se las adjudicaba a Odiseo. “Apuesto”, pensaba Simbad cuando se quedaba solo, “a que tampoco él salió nunca de su casa”.
(El gato de Cheshire, 1965)


Helena en la muralla
   Patricia Calvelo

   Parada en la muralla, con la melena de fuego flotando en el océano del viento, mira el combate. A su lado, el rey le pregunta infinidad de cosas, sólo para que ella hable, para que su alada voz perfume lo que se escapa de la tarde. Ella observa el campo de batalla, donde luchan millares de guerreros. Y va nombrando uno por uno a esos hombres que, por ella, surcaron el inmenso Ponto y no se detendrán hasta tomar la ciudad sagrada, aunque luego los dioses los persigan y castiguen y consuman. Por ella dos pueblos han entablado la guerra que luego cantarán muchos después de este primer hombre: este ciego que la ve parada en la muralla, y nos la retrata describiendo a los caudillos que se están dando muerte sólo para lucirse ante ella. Ella ha empalmado el primer eslabón de una larga cadena de muertes y odios; su belleza, sin embargo, hace que le perdonen todo, que todo lo olviden.
   El anciano rey, en vez de devolverla y evitar la muerte de sus hijos, aquí está, mirándola más a ella que a los hombres por cuyos nombres pregunta, porque ya los conoce a todos: ya hace nueve años que están ahí afuera. Él sólo quiere mirarla y admirarla, quiere beberse con los ojos a esta mujer que no envejece, que cada vez que alguien abre el libro en este canto sigue igual de espléndida. Esta mujer que ahora se extraña porque ve a muchos de sus compatriotas, pero no ve a sus hermanos. Mira hacia uno y otro lado, atravesando los escudos con sus ojos, pero no los ve. Y se llena de sombras, y no comprende, y continúa buscándolos. El ciego lo sabe. El rey lo sabe. Los lectores lo sabemos. Y todos le perdonamos todo, porque nos da pena saber lo que ella no sabe: que sus hermanos han muerto hace ya tiempo, que por eso no los ve en el campo de batalla.
(Relatos de bolsillo, 2005)


Ulises
   Pablo Montoya Campuzano

   Imagino a Ítaca como un cuenco de agua próximo a mi rostro cuarteado. Dispuesta a un deseo que guardo desde los días del gigantesco equino. Trato de saberla, mientras vago solitario bajo el sol de las sirenas, luminosa como los ojos de Telémaco, suave como la piel de quien teje la melancolía. Pero a veces es un espeso sueño entre mis sueños, donde la traición es el manto que se hilvana. Una trama de crímenes en mi contra, la fidelidad de un porquerizo, una esposa que reclama por la ausencia. Y yo, el astuto, el que conoce la morada de los muertos, el filo de este punto insular, caminando por Ítaca que se resiste a creer que soy Ulises, su hijo de siempre.
(Viajeros, 1999)


Un último mar
   Facundo Lerga 

   Cuando Penélope vio a aquel hombre rudo y avejentado, con los ojos encendidos y cubierto por la sangre de la venganza, supo que el esposo había consumado el regreso. 
   ¡Cómo no iba a reconocerlo! ¡Cómo no recordar el llanto de las noches en el eterno telar!
   Y como Penélope había aprendido que la ingenuidad de las mujeres puede ser el gesto de un pudor, antes que la turbación la delatara, le dijo al viajero que no lo conocía y le pidió una última prueba indirecta.
   Allí, cuando Odiseo, el navegante errabundo, descubre cómo ha construido el lecho de ambos, sin saberlo, ha cruzado un último mar.
(Inédito)


¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda?
   Guillermo Bustamante Zamudio

   Por inspiración de Palas Atenea, la de ojos de lechuza, los griegos construyeron un caballo alto como una montaña, cuyas costillas hicieron con un trabazón de gruesos maderos. Un grupo selecto de guerreros furtivos se encerró en los flancos del monstruo, y su vientre enorme se llenó de hombres armados.
   Sinón, adiestrado por los griegos, informó a los troyanos que, si conseguían introducir el caballo a la ciudad, la de anchas calles, tendrían el poder para desembarcar en la tierra de Agamenón y derrotar a los argivos de broncíneas corazas. Cumplíase la voluntad de Zeus, que amontona las nubes.
   Al escuchar laboriosos rumores, Ulises, fecundo en ardides, dijo a sus amigos en el interior del caballo: «Los troyanos nos suponen surcando el ponto en las cóncavas naves y desmantelan sus fortalezas para introducir el caballo al centro de su ciudad». Por eso, cuando sintieron los primeros movimientos, los aqueos lo atribuyeron a la tracción de los ciudadanos troyanos. Pero cuando la velocidad del caballo aumentó demasiado, utilizaron una ventana disimulada para cerciorarse. Y, ¡oh dioses de los valerosos aqueos y de los aguerridos troyanos!, el formidable caballo de Troya perseguía —sin que algo menos que una divinidad pudiera detenerlo— a una hermosa yegua de dimensiones similares, elaborada por los troyanos y urdida por Laocoonte, ante la celebración triunfal de los habitantes de Troya, la bien edificada, quienes después de tantos años habían vencido, con igual despliegue de imaginación, a guerreros tan arrojados como Ulises, Menelao, valiente en la pelea, Tesandro, Esténelo, Neoptólemo, hijo de Aquiles, y otros que, en incómodas sacudidas, recorrían la fértil región de la Tróade.
(Convicciones y otras debilidades mentales, 2002)