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| Ginés Cutillas |
Notas falsas
Eligió la melodía con cuidado. Debía ser lo suficientemente pegadiza e inusual. Al día siguiente, en la oficina, se pasó toda la mañana silbándola al oído de su compañero.
Cuando por la noche llegó su mujer a casa tarareándola, se confirmaron sus sospechas.
Los bárbaros
—¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.
Ante la inminencia de su llegada, no dudamos en derrumbar las murallas de la ciudad para que no pensaran que osábamos mostrar resistencia y enojarlos aún más, pero también incendiamos las cosechas con el fin de desanimarles si venían con intención de quedarse. Dejamos de escribir las leyes, convencidos de que ellos las rescindirían y también olvidamos castigar a los malhechores, que pronto se adueñaron de la ciudad. A los niños los abandonamos a la deriva en barcos y a todas las mujeres en edad fértil, por no matarlas, les extirpamos los úteros para que ninguna criatura impía creciera en ellos. A los ancianos les dimos una muerte digna y los enterramos con todos los honores.
Más tarde, reunidos en el ágora, debatimos si matar al Rey, por aquello de adelantarles trabajo y quizá conseguir que nos mostraran clemencia. En medio de tanto caos, con la cabeza del monarca todavía rodando por el suelo llegó el oteador, exhausto, para comunicar que ni rastro de los bárbaros, que nadie los había visto en años y que incluso había quien aseguraba que ya no existían.
El equilibrio del mundo
Del único hijo que estaba seguro era del pelirrojo. A los otros dos no los había visto en mi vida.
Tras mucho pensar, llegué a la conclusión de que al salir del hipermercado, con la confusión del gentío, me los habían cambiado. No me importó. Los cuidé durante tres años, confiando que otros harían lo mismo con los míos. Hasta el día del parque de atracciones en que –con tanto crío– me cambiaron al pelirrojo y al mayor de los extraños por una niña y un mulato. A éstos los crié durante casi diez años pero un día, al volver de la universidad, me llegaron transformados: la chica por un joven que hablaba inglés y el que más tiempo había pasado conmigo por otro con gafas que parecía autista. Aun así, y pensando que la vida era esto, consentí pagarles los estudios hasta el final.
El día que se casaba el inglés, los padrinos –que iban a ser sus pseudohermanos– fueron sustituidos por dos chicas gemelas. Nada feas, a decir verdad.
Ahora, ya en el lecho de muerte espero, cada vez que se abre la puerta de la habitación y entran tres jóvenes extraños, que sean mis hijos, los de verdad, los primeros, para poder despedirme de ellos y de este mundo que ya no entiendo.
Encajar la ruptura
El hombre se introduce en la caja y permanece erguido observando cómo la mujer vacía sobre sus pies todos los objetos del neceser para a continuación hacer lo mismo, cajón por cajón, con su ropa: calzoncillos, calcetines, camisetas. Deja para lo último las cosas más íntimas, quizá las que también le duelen a ella, las fotos o los discos que han oído juntos estos últimos años. Al llegar el turno del Ziggy Stardust, ella lo sopesa y lo deja fuera. El hombre sabe con certeza que fue él quien lo compró, pero no se siente con fuerzas para reclamar nada.
Cuando parece que la avalancha de objetos ha parado, una nueva luz se ilumina en los ojos de ella. Empiezan a caer entonces entre aquellas cuatro paredes de cartón los regalos que él le hizo después de la última conversación.
En el cruce final de miradas él confirma que no hay vuelta atrás, se agacha resignado y se acomoda entre los trastos. No hay sonido que ilustre mejor el desgarro de su corazón que el de la cinta de embalaje.
Una vez empaquetado todo, oye a través del fino tabique que los separa cómo un desconocido entra en la habitación de matrimonio y lo carga en una carretilla. En un ataque de dignidad se revuelve intentando zafarse del cautiverio, pero es inútil. Escucha la puerta del ascensor y tras unos metros de sacudidas, la del trastero. Cuando la luz se apaga apenas ve, a través del agujero que ha hecho para respirar, que hay más cajas allí. Algunas noches, también las oye llorar.
Ahora que nuestros nombres se escriben en piedra
¡Qué raro que me llame Federico!
Hasta los once años me llamé Federico, a pesar de que a mis padres no les convencía mucho el nombre. No está formado, decían. Cuando se le escriba en la cara, le pondremos uno más afín. Y así fue: a los doce, con el cambio de voz, decidieron que Federico ya no correspondía con mi talante, que el mejor nombre que me podía ir para la adolescencia recién estrenada era el de Francisco, Paco para los amigos. Este nombre me duró justo hasta la noche de bodas, cuando en pleno éxtasis, mi mujer me llamó Carlos. «Me casé con Paco y me desvirgó Carlos», era la típica broma que solía hacer a los conocidos.
Desde entonces, he cambiado de nombre en cuatro ocasiones más. A veces incluso solapando épocas: en la oficina y en el gimnasio me sentía Luis, pero el cuerpo me pedía ser Raúl para echarme los faroles en la partida de póquer de los jueves.
Mis amigos, los de toda la vida, se confundían. Para no marearlos demasiado y evitar malentendidos, consentí en colgarme al cuello una medalla bien visible con el nombre vigente grabado. Aun así les costaba, decían que no era normal, que ellos habían nacido con uno y que el mismo les habría de durar toda la vida. Yo les decía que habían tenido suerte, que sus rostros se habían amoldado a sus nombres, que los habían aceptado. Para tranquilizarlos les decía que algún día, todos nos llamaríamos igual.
Una historia doméstica
Descubrir las plantas fue extraño pero agradable al fin y al cabo. Siempre había pensado que al estudio de soltero le hacía falta un toque femenino.
Menos agradable fue encontrar tampones usados en la papelera del baño. No porque no fuera normal encontrarlos allí –no quisiera ofender a nadie con mis palabras–, sino porque vivía solo y, que yo supiera, sin pareja estable ni de las otras.
Que cambiara el color de la pared de un día para otro fue inquietante, pero enseguida le pillé su aquel. Daba cierta calidez al piso.
Al poco, los muebles cambiaron de lugar. Eso me molestó. No obstante tuve que admitir cierta lógica en la nueva distribución. Le siguieron otra cortina de baño, una alfombra en el salón, estores en las ventanas, una vajilla nueva, pero también pelos largos en la ducha, montañas de braguitas por los cajones y elementos de un estuche de maquillaje desparramados por toda la casa.
Cuando sopesé qué hacer con la intrusa comenzaron las cenas románticas. Llegaba de la oficina y solo tenía que sentarme a disfrutar de la música, las velas y los exquisitos platos que ignoraba que mi precaria cocina pudiera arrojar.
En agradecimiento, he comenzado a dejarle notas cariñosas en la nevera y rosas sobre la almohada que más tarde aparecen en los jarrones.
Yo trabajo. Ella me cuida. Me consta que somos la envidia de los vecinos: jamás nos han oído discutir.
No la conozco. Y creo que es mejor así.
Los cantones de mi casa
Mis padres no se entienden: mi padre habla chino y mi madre habla sueco. Nos dimos cuenta mi hermana y yo esta mañana en el desayuno, cuando ninguno de los dos comprendíamos lo que estaban diciendo. Laura se dirigió a mí en suajili, nuestra lengua secreta, para hacerme partícipe de esta observación. Yo no tardé en comentárselo a mi madre en francés, la lengua que uso exclusivamente con ella porque sé que nadie más nos entiende, ganándome ipso facto una patada por debajo de la mesa de mi hermana. Acto seguido, creo, se ha chivado a mi padre en alemán, a sabiendas de que mi madre y yo sabemos decir guten morgen y poco más.
Al llegar al colegio les he contado todo esto a mis amigos en arameo –el idioma oficial del patio–, y también que anoche pillé a mi madre en el rellano susurrando polaco con el vecino a espaldas de mi padre. Dicen que esto no pinta bien.
***
Notas falsas, Los bárbaros y El equilibrio del mundo son del libro Un koala en el armario (Cuadernos del Vigía, 2010).
Ahora que nuestros nombres se escriben en piedra y Encajar la ruptura son del libro Vosotros, los muertos (Cuadernos del Vigía, 2016).
