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domingo, 9 de noviembre de 2025

406. Groucho Marx

 

Textos tomados de Memorias de un amante sarnoso (1963)

 
«Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo».
Groucho Marx



Bebiendo champán
   
   Hace unos años circuló el rumor de que me emborrachaba bebiendo champán en un zapato de Sofía Loren. Tal insensatez no era más que un chisme calumnioso e infamante. No me importa admitir que traté de beber el espumoso vino en uno de sus zapatos, pero el caso es que ella no quiso quitárselo del pie, de modo que, aprovechando que no miraba, me lo bebí en su monedero de charol.
(«Mi mejor amigo es el perro»)


Uno de los dos

   Personalmente, no veo por qué uno no puede tener un perro y una mujer. Pero si hay alguien que no puede mantener más que a uno de los dos, le sugiero que elija el perro. Por ejemplo, si el perro nos ve jugando con otro chucho, no corre al abogado a decirle que su matrimonio ha naufragado y que exige seiscientos huesos mensuales en concepto de alimento, más el coche bueno y la casita de cuarenta mil dólares sin su hipoteca de veinte mil.
(«Mi mejor amigo es el perro»)


Alonso

   Una vez solamente me decepcionó un perro. Fue cuando me llevé a casa a Alonso, un enorme San Bernardo que trabajaba en los estudios. Estaba trabajando en una película, ganando doce dólares de jornal, y parecía sentirse solitario. Hubiera preferido llevarme a un perro de los que ganan mil quinientos dólares semanales, como Lassie, por ejemplo. Pero éstos suelen ir con gente mucho más fina que mis amigotes. De todos modos, Alonso era un animal muy inteligente y supongo que su costumbre de salir corriendo con nuestro coñac era propia de su raza, aunque muchos de mis amigos bípedos han hecho lo mismo en más de una ocasión. Me fastidió un poco que Alonso se negara a tomar su pitanza en casa; prefería ir a comer a la tasca de la esquina. No es que la comida de casa no fuera buena. No quisiera que la gente pensara tal cosa, como alguno ha llegado a sugerir. Hubo una señora que me dijo: “No da usted a su perro una alimentación adecuada”. Casualmente, estaba presente Alonso y creo que fue aquello lo que le decidió a comer fuera de casa. Como es natural, el gesto de Alonso hirió mis sentimientos, pero cerré el pico. Al fin y al cabo, él ganaba doce dólares diarios, es decir ocho más que yo, en aquellos momentos. Después de tenerlo conmigo una semana, recibí la sorpresa más morrocotuda de mi vida. El sábado por la noche, en el preciso momento en que marcaba en la etiqueta el nivel de la botella de coñac, un hombrecillo asomó la cabeza por entre las mandíbulas de Alonso y me exigió que le pagara su salario: ¡doce dólares diarios! Desde luego, ya debí sospechar algo el día que mi amiguita llegó a casa con un gato, y Alonso, en vez de abalanzarse sobre éste, como hubiera hecho otro perro, se arrojó sobre la chica.
(«Mi mejor amigo es el perro»)


Véndelos

   Siendo niño, me regalaron una pareja de conejillos, a los que, con alguna dificultad, acabé por querer como hermanos. Los dos conejillos se instalaron en nuestra bodega y un día aciago descubrí que el suelo de la cueva se hallaba materialmente cubierto de diminutas criaturas. Entonces no tenía un corazón tan grande como ahora y sólo era capaz de amar un máximo de treinta o cuarenta conejillos. Me quedé perplejo. 
   —Véndelos —sugirió mi hermano Harpo—. Si es esto cuanto tienes que decir —repliqué— no es preciso que te molestes en volver a hablar.
   A partir de entonces, Harpo ha permanecido silencioso, cosa que me ha complacido como nadie pueda figurarse. Otro de mis hermanos, Gummo, bajó a la bodega y me dijo también:
   —Véndelos.
   Viendo el poco entusiasmo que en mis hermanos despertaban los minúsculos roedores, acepté sus sugerencias y fui a una cercana tienda de bichos, donde ofrecí mis noventa y seis conejillos por veinte miserables dólares. El tendero se rascó la cabeza y echó a andar de una punta a otra de la tienda, aprovechando para dar de puntapiés a dos conejillos que halló en su camino.
   —Te voy a hacer una proposición —dijo—. Te doy cien conejillos a cambio de nada, te regalo además una cacatúa y, por si te parece poco, te doy tres dólares en metálico.
(«Mi mejor amigo es el perro»)


Homo Cavus
 
   El hombre de la caverna dejó de andar sobre sus cuatro extremidades, pues andando sólo con los pies, se necesitaba un par de zapatos en lugar de dos. Así se inventó también la economía, ciencia lógica y necesaria en aquellos lejanos tiempos. La vida era más sencilla, sí, pero seguía siendo difícil, azarosa e insegura. Los elementos de la naturaleza aterrorizaban al hombre. Se estremecía asustado bajo el destello del relámpago y culpaba a los dioses del fragor del trueno. En los días tempestuosos, se sentía sombrío y acobardado. Cuando llovía se quedaba en la cueva. Para cobrar ánimos, empuñaba sus toscas armas, pero el viento aullaba y la lluvia caía implacable, y el hombre primitivo sucumbía al miedo. En la cueva, acababa por aburrirse. Todavía no había aprendido a discutir con su pareja. Y el amor era algo de lo que nada sabía. Por eso, él y su pareja se miraban y gruñían, mientras esperaban a que cesase la lluvia. Esperaron un día, dos, tres, una semana, pero el furioso temporal no amainaba. Y se agotaron las provisiones. Tenían hambre. Ella permanecía callada, seguramente porque aún no se había inventado el lenguaje. El macho la miraba ceñudo. Si no paraba pronto de llover, se vería obligado a devorarla. Ella con un tierno gruñido, le dio a entender que esperaba que encontrara alguna otra cosa para satisfacer su apetito… pero la lluvia seguía y seguía. Llegó el instante y, con un fiero rugido, Homo Cavus se lanzó sobre su mujer, hincándole los dientes. Al mismo tiempo, su garra entró en contacto con la piel de la mujer, lo que le produjo una extraña reacción. Volvió a morderla, pero esta vez había cierta ternura en el mordisco. Hundió sus manos en la cabellera de la hembra y sintió una rara comezón. Luego, rodeó con sus velludos brazos, semejantes a los de un mono, los blancos y suaves hombros de la mujer, hasta sentir aquel cuerpo palpitante junto al suyo. También ella estaba sorprendida ante la nueva sensación. Extasiados en el abrazo, exhalaron un jadeo que nosotros calificaríamos de gruñidos naturales, pero que fueron, sin duda, los dulces murmullos de amor que se registraron por vez primera.
(«El amor a través de las edades»)


El Hombre Glaciolítico

   El Hombre Glaciolítico suscita escaso interés. No tenía en torno suyo más que hielo, desprovisto de valor al no existir la cerveza y el whisky, y lo más corriente era que, al regresar a casa por la noche, hallara a su mujer fría como un témpano. Las mujeres encontraban igualmente helados a sus consortes. La tarea de calentarlos resultaba tediosa y no era precisamente un incentivo para el amor. El profesor H.M.S. Wimpble se ha referido a una mujer glaciolítica, que, al entrar en su iglú, halló a su compañero congelado en brazos de otra mujer. Después de calentarlos hasta que recobraron el sentido, le preguntó a su marido:
   —¿Quién era esa señora con quien te helaste? La respuesta del marido no quedó registrada porque aún no había magnetófonos. De todos modos, debió de ser un período muy poco agradable.
(«El amor a través de las edades»)


Lenguaje manual

   Al no disponer de lenguaje, el hombre de las cavernas sólo podía hablar con las manos. Cuando quería decir a su compañera que la quería, le daba un golpe en la mandíbula. Cuando le quería decir que tenía hambre, le daba un golpe en la mandíbula. Otras veces le daba un golpe en la mandíbula por simple curiosidad de ver cómo lo encajaba. Todo esto contribuía a confundir a la callada mujer, que raramente hacía un comentario. Cuando lo hacía, el marido replicaba con otro golpe en la mandíbula. Esta clase de conversación dio lugar a los «argumentos contundentes».
(«El amor a través de las edades»)