El violín
Leonard Michaels
No recuerdo que mi padre me haya golpeado nunca, pero sí recuerdo haber sido malévolo. Mi hermano, tres años menor que yo, practicaba escalas en el violín de mi padre. Al terminar, llevó el violín de un lado a otro del cuarto. Puse el pie. Él tropezó y cayó. Escuchamos al violín caer al suelo y resquebrajarse. Quise enmendar el daño de inmediato, que mi hermano no hubiera tropezado. Pero a lo hecho, pecho. Estaba atrapado en mí mismo. Creo que sonreí. Mi padre tomó el violín y dijo: “Lo tuve por más de 20 años”.
Tal vez hice tropezar a mi hermano porque soy sordo como una tapia. Nunca pude aprender a tocar un instrumento. No tengo remedio. Ojalá mi padre se hubiera enfurecido conmigo y me hubiera cortado la cabeza para que así yo pudiese olvidar el incidente.
Jamás me sentí falto de amor y, sin embargo, pienso: cuando Abraham levantó el cuchillo hacia Isaac, el niño se estaba divirtiendo.
(Escribir sobre mí. Cinco ensayos)
Por mucho
Jean Rhys
Por mucho, mi mejor recuerdo de Cambridge fue el día en que un estudiante me tumbó al suelo mientras yo cruzaba del camino. No estaba herida, pero él me levanto con tanto cuidado y se disculpó tan profusamente que seguí pensando en él durante mucho tiempo.
(Relatos de ancho Caribe)
Final postergado
Ernesto Sabato
Hace años me propuse escribir una historia sobre un hombre mayor, un artesano de pueblo, uno de esos hombres que son puro corazón y creyentes de la vida. Iba a tener como único familiar a una nieta a quien amaba y a quien le contaba hermosas leyendas. Mi intención era ponerlo en una situación límite: si perdía a su chiquita, por su gran bondad ¿seguiría creyendo en la vida? Yo no sabía cuál iba a ser la reacción de ese abuelo, esperaba que la intuición me guiara. Sin embargo, no llegué a escribirlo pues estaba tan inmerso en la pintura.
Pero hoy mi hijo ha muerto. Siento a pleno el límite de la vida y el dolor ha detenido el tiempo en un ardor eterno. Pavese decía que, al sufrir, aprendemos una alquimia que transfigura en oro el barro, la desdicha en privilegio. Pero la ausencia de mi hijo es irreparable. Supe que ninguna obra nacida de mis manos me podría aliviar, y me pareció hasta mezquino intentar distraerme, o aun pintar o escribir algo.
(Antes del fin)
Ernesto Sábato |
Fred Wander
Siempre era una hogaza para cinco o seis hombres.
Unos confeccionaban una balanza primitiva, con trocitos de madera que, atados a unas cuerdas, colgaban de la palanca y se pinchaban en los pedazos de pan para pesarlos y equilibrarlos hasta que todos quedaran parejos. Alrededor, los ojos ardientes de los interesados, contemplando la sagrada ceremonia y observando cada movimiento del que repartía. Otros, simplemente cortaban el pan en seis partes y las rifaban, pues eran de tamaño desigual. Los presos eran comprensivos, el perdedor no se quejaba, se escabullía debajo de su manta y esperaba ganar al día siguiente.
Luego estaban las distintas formas de ingerir el pan: engullirlo al instante y a bocados grandes, con avidez, o cortarlo en pequeños dados e ir sacándolo del bolsillo, a pedacitos, para comérselo despacio. Un ritual que cada uno se inventaba para sí mismo. Había muchas maneras de comer el pan, y hubiera sido revelador inferir de éstas el carácter de la persona. Yo me lo comía enseguida masticándolo con cuidado, una actividad realizada como bajo hipnosis. En el estómago, el pan quedaba a mejor recaudo, nadie podía quitártelo. A veces, si no estabas alerta, te lo robaban.
(La buena vida o de la serenidad ante el horror)
Escena de la revolución rusa
Józep Czapski
En el bar de una estación ferroviaria había un hombre comiendo. Se diferenciaba del resto por su vestimenta y sus modales, un ejemplo típico de la intelligentsia de antes de la guerra. Unos gamberros sentados en el restaurante se fijaron en él. Se sentaron a su mesa y empezaron a burlarse de él y a escupir en su plato. El hombre no se defendía; tampoco intentó ahuyentar a sus asaltantes. Estuvieron así bastante tiempo. De repente, el hombre sacó un revólver, se lo metió en la boca y apretó el gatillo. Parece como si este último suceso hubiese sido la gota que colmara el vaso, rebosante ya de torturas y obscenidades sin freno.
Clarice Lispector |
Clarice Lispector
Me habían avisado que una chica que conocía iba a tocar un concierto, transmitido por la cadena del Ministerio de Educación. Encendí el televisor. Yo la había conocido personalmente: era demasiado dulce, con voz de niña, de un femenino-infantil. Me preguntaba si tendría fuerza al piano.
Empezó. Y, Dios, tenía fuerza. Su cara era otra, irreconocible. En los momentos de efusión, apretaba violentamente los labios. En los instantes de dulzura, entreabría la boca, entregándose por entero. Y sudaba: desde la frente le corría el sudor por la cara. Con la sorpresa de descubrir un alma insospechada, se me arrasaron los ojos de lágrimas. Mi hijo —con entonces catorce años— lo notó.
—Estoy nerviosa —le aclaré—. Me voy a tomar un calmante.
—¿No sabes la diferencia entre emoción y nerviosismo? Estás sintiendo una emoción.
Lo entendí, lo acepté, y le dije:
—No voy a tomarme ningún calmante.
(Aprendiendo a vivir y otras crónicas)
Las carreras
Ernest Hemingway
El día en que dejé las carreras encontré a mi amigo Mike Ward.
—¿Quieres que comamos juntos? —le pregunté.
—Claro que sí, niño. Claro que quiero. Pero ¿qué le pasa hoy al niño? ¿No vas hoy a las carreras?
—No.
Comimos en un bistró sencillo muy bueno, y nos dieron un vino blanco espléndido.
—Tú nunca fuiste muy aficionado a las carreras —le dije.
—No. Hace mucho tiempo que no voy.
—¿Por qué lo dejaste?
—No sé —contestó Mike—. Bueno, sí que lo sé. Desde luego que lo sé. Una cosa en la que tienes que apostar para divertirte no merece la pena.
(París era una fiesta)