Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 2 de junio de 2019

237. Microcósmicos


Cuestión de tiempo
   Ernesto Ortega 

   Cuando la vi por primera vez estaba tendida al sol, sobre la arena. Llevaba unas gafas oscuras y un bikini rojo, y bastaron un par de segundos para saber, sin ninguna duda, que quería pasar el resto de mi vida a su lado. Desde entonces, dedico todo mi tiempo a buscarla. Esta tarde la he encontrado. El sol ya comenzaba a ponerse en el horizonte y una brisa suave me acariciaba el rostro. Mientras corría hacia ella ha vuelto a suceder. La arena ha empezado a desaparecer bajo nuestros pies y nos hemos precipitado al vacío.
   Durante un instante he logrado agarrar su mano. Luego, todo ha sido muy rápido. Una montaña de arena se nos ha venido encima y nos hemos soltado. Alguien ha debido de darle la vuelta al reloj. Ahora tendré que encontrarla de nuevo.


El naufraguito
   Pablo Gonz

   Hoy llegó a mi botella una isla. Parece desierta.




Fragmento del Informe geográfico al Ilustrísimo Señor Don Casimiro de Arcos y Garrido, infante de Toledo, director del nuevo mapamundi de mundos raros y fantásticos
   Harold Kremer

   º..."Y cuentan los tripulantes de un navío que se extravió en una tormenta y por poco fue a dar al fin del mundo, que encontraron a un náufrago moribundo flotando sobre una tabla podrida, y este hombre alcanzó a vivir lo suficiente para contar que el capitán de la expedición se había propuesto navegar hasta el fin del mundo, ahí donde dicen los mapas que la Tierra termina y se vierten los mares en un profundo abismo, pero no había revelado a su tripulación sus planes y, engañados, navegaron hacia el occidente hasta que fueron arrastrados por la fuerza irrevocable de las cataratas del fin del mundo, pero el navío, antes de caer, se estrelló contra unas rocas y el náufrago logró aferrarse a una saliente, y luego esperó hasta que bajara la marea para acercarse al borde. Y dijo el náufrago que al asomarse vio, bajo las nubes, a otra Tierra, igual en forma y substancia a nuestra Tierra, pero más pequeña".
   "¿Hemos de creer, excelencia, estos informes? ¿De ser ciertos, cabe concebir que en aquella Tierra bajo la nuestra también existan hombres que se aventuran al fin de su mundo, y al asomarse al insondable precipicio distingan en la lejanía a otra Tierra, igual en forma y substancia a la Tierra de ellos y a la nuestra, pero más pequeña? ¿Y Qué nos impide pensar que bajo esa Tierra hay otra, y otra, hasta el infinito? ¿No es inevitable la conclusión de que el universo se apuntala en una interminable columna cónica inversa? ¿Qué hay en su inconcebible base? ¿El Alef?"
   "Soy un hombre simple, Don Casimiro. ¿Cómo he de mantener la cordura luego de haber profanado los secretos del Creador? He decidido irme a un monasterio. Tal vez ahí encuentre el perdón. No espere de mí más informes..."


Un cuento
   Armando Fuentes Aguirre

   Después de largos días de paciencia, logró armar un barquito de esos que se forman pieza por pieza dentro de una botella.
   Cerró la botella con un corcho y la puso en la sala de su casa, sobre la chimenea. Allí la mostraba orgullosamente a sus amigos.
   Un día, viendo el barquito, notó que una de sus pequeñas ventanas se había abierto, y a través de ella observó algo que lo dejó asombrado: en una sala como la suya, estaba otra botella igual a la suya, pero más pequeña, con otro barquito adentro como el suyo. Y la botella estaba siendo mostrada a sus amigos por un hombrecito diminuto que no parecía sufrir nada por el hecho de estar dentro de una botella.
   Sacó el tapón y con unas pinzas cogió al hombrecito, pero lo apretó de tal manera que lo ahogó.
   Entonces el hombre escuchó un ruido. Volvió la vista y descubrió asustado que una de las ventanas de la sala se había abierto. Un ojo enorme lo atisbaba desde fuera. Lo último que alcanzó a mirar fue unas enormes pinzas que avanzaban hacia él como las fauces de un animal monstruoso.


Los dioses hacen como Poincaré
   Nicolas Bourbaki

   Los hombres juzgaron que sus dioses eran infinitos; y que el universo, por ser su obra, también era infinito. Una pretensión ingenua, claro está, pero los dioses también tienen sus debilidades y, en lugar de dejar que los hombres cayeran en cuenta de su error tarde o temprano, dispusieron que cada paso en dirección al límite redujera las dimensiones a la mitad. En un espacio finito, los hombres viven el infinito.


El gigante
   Juan Manuel Montes

   El gigante llegó cierto día a las costas de Liliput. Los sorprendidos habitantes lo encontraron encallado en la playa y, mientras dormía, lo ataron con sogas de barcos y cables telefónicos. Fue una noticia nacional que el gigante despertara. 
   Los habitantes de Liliput estaban maravillados con el fenómeno y no tardaron en salir a la venta muñecos de peluches, stickers, vasos y hasta una película que ganó muchos premios. Con el pasar del tiempo, cada vez menos personas iban a las visitas guiadas o lo invitaban a la radio para dar conferencias. 
   De vez en cuando el gigante se sienta a mirar el atardecer en las playas de Liliput. Los habitantes cortésmente le piden que se mueva porque les tapa el sol. Cuando se marcha, se sienten aliviados ya que ahora el pobrecito estorba tanto como un perro muy viejo y enfermo.


Día de lluvia
   Carlos Fernando Cobo

   La inquietud con que despertó de la siesta, lo siguió molestando después de la ducha fría, la colonia y el traje limpio que vistió a prisa. Aunque no recordaba el sueño, una extraña sensación lo intranquilizaba. Va a ser una tarde difícil, pensó pasando al comedor. Como de costumbre, el café no estaba puesto en la mesa. Ya casi está listo, gritó la mujer desde la cocina previendo el disgusto. Le molestaba que las cosas no estuvieran en su lugar en el momento preciso: ¿cómo es posible que después de tantos años de casados, no tenga servido el café a la hora de salir a trabajar? Dónde están los niños, preguntó. Salieron, contestó la mujer colocando la taza sobre la mesa, juegan en los charcos que formó la lluvia. Hizo una mueca de desaprobación, tomó el café y salió; la mujer apenas alcanzó a entregarle el pañuelo recién planchado.
   Los muchachos no lo vieron salir; miraban entretenidos al pirata audaz y sus corsarios de cartón, navegar plácidamente en sus barquitos de papel por los encantados mares de la tarde de invierno. El mayor se levantó asustado al sentir el tironazo en la oreja y el feroz grito del papá. ¡Les he dicho que no jueguen en la calle! Sí papá, pero... son los barcos... los piratas, el mar... ¡Qué mar ni qué carajo...! No tienen consideración, con todo lo que trabajo para ustedes. Vayan a...
   No alcanzó a terminar el regaño. La ofuscación que tenía le impidió reparar en las malas condiciones del andén; cuando se abalanzaba amenazante sobre sus hijos, pisó la parte deteriorada, resbaló y cayó. Pataleó en el aire antes de hundirse en el agua. Sorprendido salió a flote lo más rápido que pudo, buscó el andén, buscó a sus hijos, pero sólo vio agua y un lejano acantilado. Trató de mantener la calma, aunque no entendiera nada de lo que pasaba, por más vueltas que le daba al asunto. De pronto vio los barcos que se acercaban y sintió pánico: eran enormes y sus corazas parecían hechas de papel cuadriculado. Nadó desesperadamente hasta llegar al pie del acantilado; los piratas habían dispuesto sus naves en posición de ataque. Sin perder tiempo buscó la parte más fácil de escalar y empezó el ascenso. Faltaba poco para alcanzar la cima, cuando un certero cañonazo lo derribó. Y, ya sin vida, se sumergió en el mar.