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domingo, 19 de mayo de 2019

236. Mario Benedetti - A diez años de su muerte



   Mario Benedetti (Paso de los Toros, 14 de septiembre de 1920-Montevideo, 17 de mayo de 2009)​ fue un escritor, poeta, dramaturgo y periodista uruguayo. Su prolífica producción literaria incluyó más de ochenta libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de veinte idiomas.
   El pasado 17 de mayo se cumplieron 10 años de su muerte, motivo por el cual e-Kuóreo le dedica esta entrega, con minicuentos publicados en su libro Despistes y franquezas, de 1989.


El hombre que aprendió a ladrar

   Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
   ¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
   Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo.
   Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: “Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano.”



Bestiario

   La asamblea anual de la Fauna Artística y Literaria fue convocada, en primera citación, a las 20 horas, y en segunda a las 21, pero sólo se logró el quorum necesario en el segundo llamado.
   Faltaron con aviso el Mastín de los Baskerville, el Cisne de Saint Saëns y Moby Dick de Melville; sin aviso, las Moscas de Sartre y la Trucha de Schubert. Estuvieron presentes: el Loro de Flaubert, el Asno de Buridán, la Paloma de Picasso, los Centauros de Darío, el Cuervo de Poe, el Rinoceronte de Ionesco y las Avispas de Aristófanes.
   En el Orden del Día figuraba un punto único: la designación del Rinoceronte de Ionesco como presidente vitalicio y omnímodo.
   El Centauro (Orneo) de Darío comenzó diciendo: «Yo comprendo el secreto de la bestia.»
   El Asno de Buridán no pronunció palabra pero dio a entender que ni fu ni fa.
   El Loro de Flaubert tuvo una intervención tripartita e insólita: «Cocu, mon petit coco», «As-tu déjeuné, Jako?», «J'ai du bon tabac».
   Otro Centauro (Caumantes) de Darío apoyó a su congénere Orneo: «El monstruo expresa un ansia del corazón del Orbe.»
   El Rinoceronte de Ionesco movió lentamente el cuerno pálido y manchado, como un modo sutil de darse por aludido.
   La Paloma de Picasso se acercó volando y su breve excremento cayó como un decisivo comentario sobre la impenetrable testa del candidato.
   No obstante, la propuesta de los Centauros de Darío flotaba en el aire, de modo que las Avispas de Aristófanes opinaron a cappella: «No, nunca, jamás, mientras me quede un soplo de vida.»
   El Loro de Flaubert, reiterativo, pretendió intervenir:
   «Cocu, mon petit coco», pero el Cuervo de Poe abrió por fin su pico. Todos callaron, hasta el Loro.
   Dijo el Cuervo: «Nunca más.»


El sexo de los ángeles

   Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.
   Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.
   Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.
   Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: “Semilla”, Ángela, para atizarlo, responde: “Surco”. El dice: “Alud” y ella, tiernamente: “Abismo”.
   Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.
   Ángel dice: “Madero”. Y Ángela: “Caverna”.
   Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.
   Él dice: “Manantial”. Y ella: “Cuenca”.
   Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.
   Ángel dice: “Estoque”, y Ángela, radiante: “Herida”. El dice: “Tañido”, y ella: “Rebato”.
   Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo.


Su amor no era sencillo

   Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella, agorafobia. Era solo por eso que fornicaban en los umbrales.


Lázaro

   Un tal Lázaro Vélez se incorporó en su tumba, se despojó lentamente de su sudario, abandonó el camposanto y empezó a caminar en dirección a su casa. A medida que iba siendo reconocido, los vecinos se acercaban a abrazarlo, le daban ropas para que cubriera su desnudez, lo felicitaban, le palmeaban la espalda huesuda.
   Sin embargo, a medida que la voz se fue corriendo, la bienvenida ya no fue tan cálida. Un hombre que había ocupado su vacante en la sucursal de Correos le increpó duramente: «Tu regreso no me alegra. Vas a reclamar tu puesto y quizá te lo den. O sea que yo me quedaré en la calle. Recuerda que en mi casa tengo cinco bocas para alimentar. Prefiero que te vayas».
   La viuda de Lázaro Vélez, que, pasado un tiempo prudencial, se había vuelto a casar, le incriminó: «¿Y ahora qué? ¿Acaso pretendes que me condenen por bígama? Si quieres que sea feliz, desaparece de mi vida, por favor».
   Un sobrino, que en su momento había heredado sus cuatro vacas y sus seis ovejas, le reprochó airado: «No pretenderás que te devuelva lo que ahora es legalmente mío. Vete, viejo, y no molestes más».
   Lázaro Vélez resolvió no seguir avanzando. Más bien comenzó a retroceder, y a medida que desandaba el camino se iba despojando de las ropas que al principio le habían brindado.
   Por fin, un viejo amigo que lo reconoció y no le reprochó nada (quizá porque nada tenía) se acercó a preguntarle: «Y ahora, ¿a dónde irás?» Y Lázaro Vélez respondió: «A recuperar mi sudario».


Traducciones

   Siempre le pasaba lo mismo. Cuando alguien traducía uno de sus poemas a una lengua extranjera (al menos, de las que él conocía), sus propios versos le sonaban mejor que en el original. Por eso no le sorprendió que la versión francesa de su poema «El tiempo y la campana» le pareciera estupenda, grácil, sustanciosa.
   Dos años más tarde, un traductor italiano, que no sabía español, tradujo aquella versión francesa, y aunque él nunca había sido partidario de las versiones indirectas (no olvidaba, sin embargo, que muchos años atrás había conocido a través de ellas a Tolstoy, Dostoievsky y también a Confucio), disfrutó grandemente de su poema «in italico modo».
   Transcurrieron otros tres años y un traductor inglés, que, como la mayoría de los traductores ingleses, no sabía español, se basó en la versión italiana, basada a su vez en la versión francesa. Pese a tan lejano origen, fue la que mayor placer le produjo al primigenio autor hispanoparlante. Sólo le asombró un poco (en realidad, lo atribuyó a una errata de tantas) que esta nueva versión indirecta se titulara «Burnt Norton» y que el nombre del presunto autor fuera un tal T. S. Eliot. Sin embargo, le gustó tanto que decidió encargarse personalmente de traducirla al español.


Un boliviano con salida al mar

   Cuando algún boliviano llega al mar, aunque éste sea ajeno, siempre se trata de un blanco, nunca de un indio. Hubo un indio, sin embargo, nacido junto a las minas de Oruro, que por un extraño azar pudo alcanzar el mar prohibido.
   Debió ser un niño simpático y bien dispuesto, ya que una dama paceña, que estaba de paso en Oruro y pertenecía a una familia acaudalada, lo vio casualmente y se lo trajo a la capital, allá por los años cincuenta. Rebautizado como Gualberto Aniceto Morales, aprendió a leer y aprendió a servir. Y tan bien lo hizo, que cuando sus patrones viajaron a Europa, lo llevaron consigo, no precisamente para ampliar su horizonte sino para que los auxiliara en menesteres domésticos.
   Así fue como el muchacho (que para ese entonces ya había cumplido quince años) pudo ir coleccionando en su memoria imágenes de mar: desde la tibieza verde del Mediterráneo hasta los golfos helados del Báltico. Cuando al cabo de un año sus protectores regresaron, Gualberto Aniceto pidió que lo dejaran viajar a su pueblo para ver a su familia.
   Allí, en su pobreza de origen, en la humilde y despojada querencia, ante la mirada atónita y el silencio compacto de los suyos, el viajero fue informando larga y pormenorizadamente sobre farallones, olas, delfines, astilleros, mareas, peces voladores, buques cisternas, muelles de pescadores, faros que parpadean, tiburones, gaviotas, enormes transatlánticos.
   No obstante, llegó una noche en que se quedó sin recuerdos y calló. Pero los suyos no suspendieron su expectativa y siguieron mirándolo, esperando, arracimados sobre el piso de tierra y con las mejillas hinchadas por la coca. Desde el fondo del recinto llegó la voz del abuelo, todavía inexorable, a pesar de sus pulmones carcomidos: “¿Y qué más?”.
   Gualberto Aniceto sintió que no podía defraudarlos. Sabía por experiencia que la nostalgia del mar no tiene fin. Y fue entonces, sólo entonces, que empezó a hablar de las sirenas.