Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 5 de mayo de 2019

235. Ejecuciones III


Lamento comunicarles…
   Flóbert Zapata Arias

   Por una cómica equivocación, a un condenado a muerte, a su propia celda, le llega la invitación a presenciar su propia ejecución. El condenado se disculpa en una carta en la que explica (aceptemos la más pura ironía) que tiene cosas más importantes que hacer ese día.
(La bestia danzante, 1995)


[Sin título]
   Luis Britto García

   Ya no condenan a muerte, sino a saber todo lo que pasará hasta la muerte.
(Colección minúscula. Ricardo Sumalavia [comp.])


El verdugo 
  Diego Muñoz Valenzuela 

   El verdugo, ansioso, afila su hacha brillante con ahínco, sonríe y espera. Pero algo debe vislumbrar en los ojos de quienes lo rodean, que petrifica su sonrisa y se llena de espanto. 
   El Heraldo se acerca al galope y lee el nombre del condenado, que es el verdugo. 
(Ángeles y verdugos)


Revancha
   Giraldus Cambrensis (c.1146-1223)

   El señor de Château-roux en Francia mantenía en su castillo a un hombre al que había castrado y cegado. Este hombre, a fuerza de prolongados hábitos, conocía de memoria los largos pasillos del castillo y los escalones que conducían a las torres. Aprovechando el hecho de que todos lo consideraban un inválido, puso en efecto su plan para vengarse. Subió a las habitaciones y tomó a su único hijo y heredero del gobernador del castillo, y lo llevó a lo alto de la torre, no sin antes pasar los pestillos de las puertas desde adentro, impidiendo el acceso a la escalera. Desde la almena de la torre llamó la atención de los que estaban abajo, y amenazó con lanzar al niño si no venía el gobernador de inmediato.
   El gobernador del castillo llegó corriendo y, aterrorizado, procuró por todos los medios el rescate de su hijo, pero recibió por respuesta que eso sólo podría llevarse a efecto por la misma mutilación de las partes bajas, tal como el señor del castillo había infligido en él. El gobernador, luego de suplicar en vano por clemencia, finalmente accedió, e hizo que le fuera propinado un fuerte golpe en el cuerpo; la gente que presenciaba la escena irrumpió en gritos y lamentos, como si se hubiera mutilado.
   El ciego le preguntó dónde había sentido el mayor dolor. Cuando el gobernador le respondió que “en los riñones”, dijo que era falso y amenazó con lanzar al niño. Al hombre se le propinó un segundo golpe, y aseguró que lo que más le había dolido había sido el corazón. El ciego expresó incredulidad y volvió a acercar al niño al borde de la almena. La tercera vez, sin embargo, el gobernador, para salvar a su hijo, realmente se castró; y cuando exclamó que el mayor dolor lo había sentido en los dientes, el ciego dijo: “Es cierto, como ha de ser creído un hombre que haya pasado por tal experiencia. Tú has vengado, en parte, mis heridas. He de enfrentar la muerte con mayor satisfacción, y tú no podrás ni concebir otro hijo, ni ser reconfortado por este acto”.
   A continuación, se precipitó desde lo alto de la torre con el niño, y al caer al suelo se rompieron las extremidades y murieron en el acto. El señor del castillo ordenó la construcción en el lugar, por el alma del niño, de un monasterio, que todavía está en pie, y se llama De Doloribus.
(Tomado de The Norton Anthology of Short Fiction, R. V. Cassill, 1978)


El sueño
   O. Henry

   Murray soñó un sueño.
   La sicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro yo inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray.
   Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años ocurren en minutos o instantes.
   Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del corredor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado para otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocución tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
   En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba allí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en la trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya serían casi las nueve.
   Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
   La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
   —Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
   —Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
   —Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizá volvamos a jugar otra vez.
   La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
   Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank —no, eso era antes—, ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
   —Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel —dijo al estrechar la mano de Murray. En la mano izquierda tenía una pequeña Biblia entreabierta.
   Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban a este pabellón de veintitrés metros de largo y nueve de ancho, Calle del Limbo. El guardián habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky y se lo ofreció a Murray, diciendo:
   —Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
   Murray bebió profundamente.
   —Así me gusta —dijo el guardián—. Un buen calmante y todo saldrá bien.
   Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve y que Murray iría a la silla a las nueve. Hay también, en las muchas Calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso, de los siete condenados, sólo tres gritaron sus adioses a Murray, cuando se alejó por el corredor, entre los centinelas: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión había matado a un guardia, y Basset, el ladrón, que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban un humilde silencio.
   Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...
   Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por la muerte de O. Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y convicto del asesinato de su querida, enfrenta su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica. Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento lo electrocutan.
   La ejecución interrumpe el sueño de Murray.
(Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Cuentos breves y extraordinarios)