Antón Chéjov |
Entre 1881 y 1883, cuando Antón Chéjov tenía sólo 21-23 años, el entonces desconocido autor escribió una serie de ejercicios que nunca fueron publicados en español. Estos textos aparecieron recientemente en el libro Cuentos Completos [1880-1885], de la editorial Páginas de espuma, del cual tomamos estas joyas de la minificción chejoviana.
Los temperamentos
El sanguíneo
Todas las impresiones repercuten en él de modo ligero. En la juventud es un bebé y un bribón. Les dice groserías a los maestros, no se corta el cabello, no se afeita, usa lentes y mancha las paredes. Estudia mal, pero termina los cursos. No obedece a los padres. Cuando es rico, es un petimetre; siendo ya pobre, vive como un cerdo. Duerme hasta las doce, se acuesta a una hora indefinida. Escribe con faltas. La naturaleza lo trajo al mundo sólo para el amor. Nunca está en contra de beber hasta perder el sentido; tras embriagarse por la noche hasta los diablitos verdes, se levanta animado, con una pesadez en la cabeza apenas notable, sin necesitar de la similia similibus curantur [“lo similar cura lo similar”]. Se casa sin intención. Lucha con la suegra eternamente. Se pelea con la parentela. Miente a lo loco. Ama terriblemente los escándalos y los espectáculos aficionados. En la orquesta, es el primer violín. Siendo ligero, es liberal. O nada lee en absoluto, o lee con pasión. Le gustan los periódicos, y él mismo no está en contra de ser un poco periodista. El buzón de correo de las revistas humorísticas ha sido inventado, exclusivamente, para los sanguíneos. Es constante en su inconstancia. En el servicio, es un funcionario de encargos especiales, o algo semejante. En el gimnasio, enseña literatura. Rara vez sirve hasta consejero civil activo; si sirve hasta eso, se hace flemático y a veces colérico. Los granujas, los bribones y los tunantes son sanguíneos. Dormir en una habitación con un sanguíneo no se recomienda: cuenta chistes toda la noche y, si no hay chistes, censura a los allegados o miente. Muere de enfermedad de los órganos de digestión y de extenuación prematura.
El colérico
Bilioso y de rostro amarillo-grisáceo. La nariz un poco torcida, y los ojos le dan vueltas en las órbitas, como los lobos hambrientos en la jaula estrecha. Irritable. Por la picada de una pulga o el pinchazo de un alfiler, está dispuesto a hacer todo trizas. Cuando habla, salpica y muestra sus dientes cafés o muy blancos. Está profundamente convencido de que, en invierno “sabe el diablo qué frío hace...”, y, en verano, “sabe el diablo qué calor hace...”. Cambia de cocinera cada semana. Al almorzar, se siente muy mal, porque todo está refrito, resalado... En su mayor parte, es soltero; y, si está casado, pues encierra a la mujer bajo llave. Es celoso, hasta el diablo. No entiende las bromas. No soporta nada. Lee los periódicos, sólo para injuriar a los periodistas. Ya en el vientre de la madre, estaba convencido de que todos los periódicos mienten. Como marido y amigo, es imposible; como subordinado, apenas es pensable; como jefe, es insoportable y bastante indeseable. No raras veces, por desgracia, es pedagogo: enseña matemática y lengua griega. Dormir con él en una habitación no lo aconsejo: tose toda la noche, gargajea y maldice en voz alta a las pulgas. Al oír por la noche el canto de los gatos o los gallos, tose y, con una voz trémula, manda al lacayo al tejado a agarrar y, sea como sea, ahorcar al cantor. Muere de tuberculosis o enfermedad del hígado.
El flemático
Es un hombre gentil (hablo, se entiende, no del inglés, sino del flemático ruso). El aspecto más ordinario, grosero. Siempre está serio, porque le da pereza reírse. Come cuando sea y lo que sea; no bebe, porque le teme a la apoplejía. Duerme veinte horas al día. Miembro seguro de todas las comisiones, asambleas y reuniones urgentes posibles, en las que nada entiende, dormita sin escrúpulo de conciencia y espera el final con paciencia. Se casa a los treinta años, con la ayuda de los tíos y las tías. Es el hombre más cómodo para el casamiento: conviene con todo, no murmura entre dientes y es complaciente. A la mujer la llama “almita”. Le gusta el cerdo con rábano, las canoras, todo lo amarguito y friecito. La frase Vanitas vanitatum omnia vanitas [“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”] fue inventada por un flemático. Se enferma sólo cuando lo eligen para jurado. Al divisar a una mujer gorda, grazna, mueve los dedos e intenta sonreír. Se enfada porque, en la revista ilustrada de la vida moderna a la que está suscrito, no colorean los cuadritos y no escriben nada cómico. Considera que los escritores son las personas más inteligentes y, al mismo tiempo, las más perniciosas. Lamenta que no zurren a sus hijos en el gimnasio, y él mismo no está en contra de cortarlos. En el servicio, es dichoso. En la orquesta, es el contrabajo, el fagote, el trombón. En el teatro, es el cajero, el lacayo, el apuntador y, a veces —para comer—, el actor. Muere de parálisis o hidropesía.
El melancólico
Los ojos grises-azules, dispuestos a lagrimear. En la frente, y junto a la nariz, las arrugas. La boca, un poco torcida. Los dientes, negros. Propenso a la hipocondría. Siempre se queja de la punzada de hambre, la punzada en el costado y la mala digestión. Ocupación preferida: pararse frente al espejo y examinar su lengua flácida. Como piensa que es débil de pecho y nervioso, toma una fuerte infusión de hierbas y raíces, en lugar de té; y, en lugar de vodka, elixir vital. Asegura a sus allegados —con pesar y lágrimas en la voz— que las gotas de laurel y de valeriana ya no le ayudan... Supone que no molestaría tomar un purgante, una vez a la semana. Hace tiempo decidió que los doctores no lo entienden. Sus bienhechores son curanderos, curanderas, murmuradores, enfermos borrachos y, a veces, las comadronas. Se pone la pelliza en septiembre, se la quita en mayo. Sospecha que cada perro tiene rabia. Desde que un amigo le informó que los gatos están en condición de ahorcar a una persona dormida, los considera enemigos implacables de la humanidad. Hace tiempo que tiene preparado el testamento espiritual. Jura y rejura que no bebe nada. Rara vez toma cerveza caliente. Se casa con la huérfana. A la suegra, si la tiene, la llama hermosa y sabia; escucha sus sermones callado, ladeando la cabeza; besar sus manos rollizas, sudorosas, olorosas a pepino en salmuera, lo considera su más sagrado obligación. Mantiene activa correspondencia con tíos, tías, madrina y amigos de infancia. Durante la lectura de un periódico, sintió pesares, palpitación y una nebulosa en los ojos; entonces, lo dejó y no lee periódicos. Lee, calladito, ginecólogos franceses. Sufre de lagrimeo y pesadillas. En el servicio, no es dichoso en particular: más allá de ayudante de jefe del despacho no llega. En la orquesta, es la flauta y el violonchelo. Suspira día y noche y, por eso, dormir con él en una habitación no lo consejo. Presiente los diluvios, los terremotos, la guerra, la caída definitiva de la moralidad y su propia muerte de alguna enfermedad terrible. Muere de una lesión de corazón, de la cura de una curandera y, a menudo, de hipocondría.
Novelas
Novela de un médico
Según certifican mis respetables colegas, nueve décimas partes de las mujeres padecen una temible enfermedad a la que Charcot dio el nombre de hiperestesia del centro rector del habla. Como medio seguro de combatirla, este ilustre doctor sugirió la amputación de la lengua.
Con semejante operación, prometía liberar al género humano de una de sus más funestas dolencias, pero, ¡ay!, Billerot, que la practicó en multitud de ocasiones, consigna en sus clásicas Memorias que las mujeres sometidas a tales intervenciones aprenden después hablar con los dedos y, de tal manera, el efecto que producen a sus maridos es muchísimo peor, llegando, incluso, a hipnotizarlos (Memorias de la Academia, 1878).
A mí se me ha ocurrido un procedimiento distinto (véase mi tesis doctoral). Sin rechazar la extirpación de la lengua, propuesta por Charcot, y dando pleno crédito a las afirmaciones de una autoridad tan competente como el doctor Billerot, recomiendo añadir a la amputación del órgano del habla, el uso de manoplas. Mis observaciones han demostrado que los sordos que llevan manoplas de un solo dedo callan hasta cuando tienen hambre.
Novela de un periodista
Nariz recta, busto divino, maravillosos cabellos; ojos adorables: ni una sola errata. Después de corregidas convenientemente las primeras pruebas, me casé.
—Has de pertenecerme sólo a mí —le advertí el día de nuestro himeneo—. ¡Queda terminantemente prohibida la venta al detalle! Tenlo en cuenta.
Al día siguiente, ya noté en ella ciertos cambios: la cabellera, menos espesa; las mejillas, sin aquella palidez tan sugestiva; y las cejas, rojizas en lugar de aquel color negro diabólico que tenían antes. Ya no me parecían tan plásticos sus movimientos, ni tan dulces sus palabras. ¡Ay, una esposa es una novia medio tachada por la censura!
Ya en el primer semestre, la sorprendí un día con un adorador que la estaba besando. (A los adoradores les gustan los placeres gratuitos). Hice a mi mujer la primera advertencia y le prohibí, por segunda vez, con toda severidad, la venta al por menor.
En el segundo semestre, me trajo un regalo. Me miré al espejo, miré al regalo y declaré a mi mujer:
—El argumento de este artículo es un plagio, hermana. La cara lo denuncia. No creas que me la vas a dar con queso.
Dicho esto, le di el segundo aviso, con prohibición de presentarse ante mi vista durante tres meses.
Mas tampoco estas medidas surtieron efecto. Al segundo año no era ya un adorador, sino unos cuantos. En vista de su pertinacia y no deseando tener socios en aquella empresa, le di el tercer aviso y la mandé con el regalo a su tierra, bajo la vigilancia de sus padres, donde se encuentra hasta hoy.
Todos los meses, envió mis honorarios a los padres para que la mantengan.
Novela de un abogado
Con fecha diez de febrero de mil ochocientos setenta y ocho, en la ciudad de San Petersburgo, barrio Moskovski, sector segundo, casa del comerciante Zhivotov, de la Segunda Corporación, sita en la calle Ligovka, el abajo firmante encontró a María Alexeievna Barabanova, hija de un consejero titular, de dieciocho años, religión ortodoxa, que sabe leer y escribir. Al encontrar a la susodicha Barabanova, me sentí atraído por ella. Como, en virtud del artículo 994 del Código de Justicia Civil, la convivencia ilegítima trae consigo, amén de la excomunión eclesiástica, la multa prevista por el artículo citado (véase la sentencia recaída en el caso del comerciante Solodovnikov en 1881, Recopilación de Decisiones del Tribunal de Casación), le ofrecí mi mano y mi corazón. Nos casamos, pero no viví con ella mucho tiempo, porque dejé de amarla. Después de traspasar a mi nombre toda su dote, comencé a rodar por tabernas, lugares de placer y Eldorados, durando esta delicia cinco años. Y cómo, en virtud de lo dispuesto por el artículo 54X del Código, la ausencia ininterrumpida de uno de los cónyuges durante cinco años da derecho al divorcio, tengo el honor de solicitar de V. E. se sirva considerar invalidado mi matrimonio.