La sonrisa insinuada
Flóbert Zapata Arias
Para ejecutar a alguien allí, los procedimientos resultan imaginativos y benévolos. Al condenado, que no sabe que lo es, y cuyo proceso ha corrido por completo en silencio, le es suministrada una cápsula del tamaño de una cabeza de alfiler. La droga, camuflada en el pan, surte efectos extraordinarios en la percepción, sin que opere como alucinante, sino como facilitador de una especie de laberinto que desvía y cruza los estímulos y las definiciones. Libre también de toda sensación de dolor, el condenado acariciará el lomo de una tarántula, como si se tratase de un pollito o un conejo; colgará alrededor de su cuello un collar que, en realidad, es una serpiente; o se acostará sobre un tendido de cuchillos que tomará por las caricias de una ducha de agua tibia. Lo que se espera es que las mordeduras de la araña o de la serpiente, o las heridas de los cuchillos, o los efectos de otro instrumento cualquiera, resulten letales en medio de un estado de completa calma o de alegría. Para garantizar aún más la muerte dulce (así es conocida popularmente), el condenado, y esta es otra de las virtudes suavizante de la droga, hace el amor con la mujer que ha deseado toda su vida y, justo en el momento del orgasmo, expira. Por eso la sonrisa insinuada y el rictus de éxtasis en el rostro de quienes dejan la vida mediante este procedimiento.
(La bestia danzante. Manizales: Centro de escritores de Manizales, 1995)
Una historia quebrada
Paul Valéry
El rey ordenó: (Te condeno a morir, pero a morir como Xios y no como Tú) que Xios fuera llevado a un país enteramente distinto. Cambiado su nombre, artísticamente mutilados sus rasgos. La gente del país obligada a crearle un pasado, una familia, talentos muy diversos de los suyos.
Si recordaba algo de su vida anterior, lo rebatían, le decían que estaba loco, etcétera...
Le habían preparado una familia, mujer e hijos que se daban por suyos.
En fin, todo le decía que era el que no era.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares [ant.]. Cuentos breves y extraordinarios)
El verdugo
Arthur Koestler
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él. Practicó y practicó y finalmente, en su año sesenta y seis, realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
—¿Por qué prolongas mi agonía? —le preguntó—. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
—Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
Tormento I
Luis Britto García
Al preso a quien se insinuaba que en aquella prisión se aplicaba siempre la ley de fuga, y a quien luego se daba a entender, ambiguamente, que estaba libre, para que por una eternidad dudara si era infundado el terror que le impedía moverse, que le impedía franquear la puerta perennemente abierta.
(Rajatabla)
Aprender a morir
Michel de Montaigne
Con frecuencia, nuestros órganos judiciales envían a ejecutar a los criminales al lugar donde se cometió el crimen. Durante el camino, se pasea al reo por casas hermosas y se les ofrecen banquetes. ¿Acaso crees que son capaces de disfrutarlo? La intención final del viaje —que no dejan de tener ante los ojos— les altera y embota el gusto para todos estos placeres.
(Los ensayos)
Juan Carlos Céspedes A.
El verdugo confesó al hacha su soledad, pero ésta estaba ocupada cortándole la cabeza.
(Muchas historias/pocas palabras)
El mayor tormento
El falso Swendenborg
Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y los pedantes. Allí los abandonan en un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas. Los condenados lo recorren como si buscarán algo y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste no participar de la visión de Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera. Entonces los demonios los echan al mar de fuego, de donde nadie los sacará nunca.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares [ant.]. Cuentos breves y extraordinarios)
El cielo ganado
Gabriel Cristián Taboada
El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres.
Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:
—Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.
—Oh, Señor —contesta Cruz—, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.
Tras escucharlo, Dios responde:
—Bien, hijo mío, entrarás en el cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.
(J. L. Borges y A. Bioy Casares [ant.]. Cuentos breves y extraordinarios)
[Sin título]
Hernando Urrutia Vásquez
Aquel hombre sí anhelaba un poco de tierra, pero no la que le estaban echando encima.
(Textos cáusticos)