Mapamundi del imperio reúne, por primera vez, la totalidad de los minicuentos de Harold Kremer. |
La guerra de las damas
Cuando nació Leticia, lo primero que hizo Beatriz, la madre, fue leer la manito de la bebé. Enseguida, se puso a llorar. Después de tres días, anunció que el destino leído en la mano era suficiente para repudiarla. Los médicos pasaron por alto sus palabras, pues decidieron que era una crisis posparto. Sin embargo, ella cumplió su palabra: no la cuidaba ni la alimentaba. Mario se cansó de rogarle que le contara la razón; trató de convencerla de que era una niña inocente y, además, el fruto de su amor, pero Beatriz la volvió a rechazar. Entonces, la llevó donde su mamá, que se encargó de ella hasta que murió, cuando Leticia tenía diecisiete años. Mario no tuvo otra alternativa que llevarla a la casa.
Y fue cuando empezó la guerra de las damas.
Mario intentó convertirlas en amigas hasta que un día, después de sufrir un tajo que casi le corta un dedo, se dio cuenta que se estaba metiendo en un lío y decidió hacerse a un lado. La casa se dividió en dos partes con una línea de pintura dibujada en el suelo: Leticia vivía al lado izquierdo y Beatriz al lado derecho. El problema se acrecentó porque el único baño quedaba en el lado de Leticia y la cocina en el de Beatriz. Y cada vez que una de las dos pisaba el otro lado se desataba la guerra. Leticia empezó a cargar un cuchillo que se amarraba a la cintura, y Beatriz, siempre tenía a la mano un bate de béisbol. Cuando se enfrentaban volaban platos, asientos, cuadros, porcelanas y materas. Mario salía afuera de la casa y al volver siempre esperaba encontrar muerta a una de las dos. Pero no, apenas estaban heridas y él las curaba.
La guerra duró casi un año. Un día Mario las vio en la cocina preparando una comida: susurraban y se reían. Una noche se bebieron una botella de ron mientras ponían canciones y cantaban. Mario estaba tan contento que no vio venir lo que seguía: amaneció una mañana amarrado a la cama. Leticia cargaba el cuchillo y Beatriz el bate de béisbol. Le dijeron que el culpable de todo era él. Suplicó, lloró, exigió una explicación, pero todo fue inútil. El primer garrotazo en la cabeza lo mató.
Y cuando Beatriz servía dos copas de ron para celebrar no alcanzó a advertir el cuchillo que se apresuraba sobre su cuello y que, de alguna forma, cumplía con el destino que había leído en la mano de Leticia.
Desnudo sentado con cojines
El hombre va por la calle y se cruza con la mujer. Nota que ha llorado y se acerca sonriente. Ella, a pesar de todo, también le sonríe. Se van a un bar en San Antonio y se cuentan sus vidas. Ella es una ama de casa tiranizada por su marido. Él es un hombre solo: es pintor. La mujer se maravilla, nunca había conocido a uno y, de pronto, le da porque el hombre la pinte. Él dice que no, que ha tenido malas experiencias. Ella le pregunta cuáles, qué puede pasar si se pinta a alguien. Él calla, pide otra ronda de ron. Señala que prefiere no hablar de pintura. Entonces, la mujer, como está un poco ebria y feliz, habla de sus deseos: “Quiero viajar”, dice mirándolo coquetamente a los ojos. “Y me llamo Matilde”, agrega. El hombre ríe: “Me llamo Orlando”, y pide otra ronda. De repente la mujer dice que ya no quiere volver con su marido. Le pregunta si se puede ir a vivir con él. Orlando le recomienda no vivir con un artista porque todos son una porquería, incluido él. Pero Matilde insiste, se le acerca, lo besa apasionadamente. A él le gusta. Después de muchas rondas de licor se van por esas calles de San Antonio, abrazados, cantando y bebiendo.
Al llegar al apartamento del pintor, casi no logran entrar porque en el pasillo, la sala, la cocina, los cuartos, en todos los espacios están sus pinturas. Lo primero que hace Matilde es desnudarse porque piensa que esa relación tiene que empezar de una vez. El pintor va por una botella; a pesar de que ella se le insinúa, él le dice que espere, que beban unos tragos más. Entonces ella piensa que no debe presionarlo, que le debe dar su tiempo, su espacio, y se sienta en unos cojines. De pronto Orlando se queda mirándola: “Así desnuda estás muy bella y, aunque no quiero, me dan ganas de pintarte”. Ella lo entusiasma, le dice que la pinte de una vez. Él se resiste, pero ella insiste: “Quiero ser tu musa, tu modelo, tu puta”. Vuelven a beber y Matilde sigue insistiendo, hasta que el pintor va por una tela, la paleta y unas pinturas. Ella, entusiasmada, habla, habla y el pintor le dice que calladita porque se distrae. Ella sonríe. Él empieza a pintarla por partes: las piernas, el pubis, de abajo hacia arriba. Al rato, Matilde se da cuenta que no puede moverse, que no siente las piernas ni los muslos ni el pubis. Se mira y se da cuenta que ya no tiene ni piernas, ni pubis, que está desapareciendo, y empieza a gritar, pero el pintor le dice que se calle, que lo deje concentrar, y sigue pintándola hasta que Matilde desaparece por completo.
El convicto ilustrado
El condenado a muerte por haber asesinado a una mujer que lo acusó de tener pactos con el diablo, y que era un prisionero tranquilo, no ponía problemas a los guardias ni a los otros condenados, siempre estaba sereno, sin que nada lo alterara ni le molestara y, además, cuando le contaban sus historias, él las escuchaba en silencio, sin juzgar ni condenar, y todos quedaban tan contentos que lo tomaron por un hombre ilustrado, de esos que dan consejos y todas esas cosas, hasta que al hombre le llegó el día de responder al juicio final por sus pecados y como los guardias lo querían tanto, le preguntaron qué quería de comer, el hombre pidió chuleta bugueña, arroz, dos rodajas de tomate maduro, tostadas de plátano, jugo de mora helado, manjarblanco de postre, y como le seguían preguntando qué más deseaba, él dijo que bueno, que así estaba bien pero que, si querían, con el dinero que entregó cuando entró a prisión compraran uno de esos juegos de armar para niños, un barco o un avión o un cohete, lo que quisieran, que él quería llevarse algo de su infancia, pues el papá siempre le compraba juguetes, y, aunque era prohibido, los guardias le trajeron al escondido un avión de plástico, y el hombre pasó toda la noche armando el avión, ajustando aquí y allá, hasta que lo terminó, se montó en él y desapareció sin que nadie pudiera explicar lo sucedido.
Torre de pájaros
En el centro del parque Cabal hay una torre en la que un señor, muy pequeño, convive con los pájaros. No habla con nadie. A media mañana, sale a una cornisa y se sienta a tomar el sol. Cuando alguien intenta llamar su atención y le pregunta por qué vive ahí, el señor lo ignora. Pero cuando la gente insiste, se pone de mal humor y los pájaros atacan. Así, han muerto varios peregrinos de la Basílica a los que se les advirtió, en un letrero grande, que no intentaran dirigirse al señor o tirarle cosas, como pedazos de pan, piedritas o bolas de papel.
Últimamente, en Buga se han visto miles de pájaros. Y como no caben en la torre, permanecen en el techo del Tribunal de Justicia, mirando hacia la torre. Se murmura que esperan una orden, que algo va a suceder. Los magistrados se han quejado con el alcalde porque los zureos de los pájaros los tienen enloquecidos, además del olor de los excrementos, que ha contaminado el edificio. También a los magistrados se les advirtió que no intentaran nada contra los pájaros, pero ninguna autoridad los hace entrar en razón. Lo cierto es que contrataron una agencia de fumigación para limpiar el techo.
Ahora el hombre que vive en la torre toma el sol en dirección al Tribunal y cada vez que sale un magistrado lo observa con unos prismáticos.
Y los hombres, que a diario se sientan en las bancas del parque Cabal, esperan ansiosos el día y la hora del ataque.
Invasión
El primer día apareció en la sala un cuadro en el que había una foto de una mujer que, sonriente, mira la cámara. Moisés cayó en cuenta, al llegar al apartamento en la noche, lo miró con extrañeza y, como estaba cansado, siguió de largo a la cama.
Al día siguiente encontró en el baño un jabón que él no había comprado. En la noche, al entrar al garaje, vio una bicicleta. Los días siguientes aparecieron más cosas: un anillo, un cepillo de dientes, un billete de 20 dólares, una botella de vino. Hasta que un día, al volver del trabajo, se encontró con una mujer. La miró y pasó por encima de ella porque tenía urgencia del baño, y cuando salió ya no estaba. La buscó por todos lados y no la encontró. Esperó a que apareciera, pero el cansancio lo venció.
El sábado se despertó con unos ruidos que venían de la cocina. Se asomó y era la mujer, la misma de la foto del cuadro colgado en la sala. Preparaba café.
—¿Quién eres tú? —le preguntó.
Ella lo miró sorprendida y le hizo la misma pregunta.
—Yo vivo aquí —le dijo Moisés.
—No. Yo, Julieta, soy la que vive aquí.
—Estás loca. Yo llevo veinte años viviendo en este apartamento.
—Que coincidencia —dijo ella con un tono casi de burla—. Yo llevo el mismo tiempo viviendo aquí.
Le brindó un café que él aceptó con cautela; se sirvió uno para ella y lo invitó a sentarse en la sala. Se presentaron con discreción y terminaron hablando de ellos, de sus gustos, de los trabajos y hasta de sus películas favoritas. Y coincidieron en muchas cosas. De pronto ella puso un bolero y le ofreció un whiskey. Luego bailaron y, bueno, las cosas se fueron dando sin esfuerzo. A la noche ya se habían bebido casi una botella y, al salir ella del baño, él se atrevió y la besó. Luego, otro bolero, otros vasos de whiskey, más besos y acabaron en la cama.
Hoy en la mañana Julieta se levantó a preparar el desayuno. Llamó a Moisés, pero no contestó. Se dijo que estaba en el baño y esperó. Al rato volvió a llamar, y nada. Lo buscó por todo el apartamento y no lo encontró. Pasó por la sala y se detuvo unos momentos en el cuadro de la foto que apareció en la casa y donde Moisés, sonriente, mira la cámara. Entonces, se sentó a comer sola, frente al plato con el desayuno que le preparó y que Moisés nunca tocó.
De copas
15 de diciembre: espero que esta navidad sea más alegre que la del año pasado. Simón me escribió diciendo que llegaba el 24.
20 de diciembre: mi papá se fue de la casa con la vecina a la que mamá acusaba de ser su amante. Papá todo el tiempo lo negaba.
24 de diciembre: Simón llamó y dijo que por un inconveniente familiar no podía venir. Le iba a preguntar qué sucedía pero colgó.
25 de diciembre: mamá lloró todo el día, no por papá, decía, sino por ella misma, por imbécil, por confiar en un don nadie. Dijo que iba a hacer “algo”.
29 de diciembre: Me llamó mi amiga Ximena. Me contó que vio a Simón entrar a un hotel con Lucía, su exnovia.
30 de diciembre: lloré todo el día, no por Simón, sino por mí, por confiar en un imbécil. Tengo que hacer “algo”.
31 de diciembre: Mamá y yo nos emborrachamos y cuando llegó el año nuevo lloramos como dos condenadas.
Enero 2: Mamá recibió a papá con una sonrisa. Se sentaron a hablar y ella lo tranquilizó diciéndole que lo sucedido era lo que tenía que pasar. Lo invitó a comer cazuela de camarones.
Enero 5: Papá murió en el hospital de una intoxicación y hoy lo estamos enterrando. Simón, tan bello, vino a darnos el pésame. Del cementerio nos acompañó a casa y lo invitamos a comer camarones.
Enero 7: Nos informaron que Simón murió en casa de Lucía. Quise llamar, ir al velorio, pero, mejor, me vestí como una reina y me fui de copas, al mismo bar donde conocí a Simón.
El fin de la felicidad
El bandido de los ojos verdes se acercó, le apuntó con una pistola y le pidió el dinero de la caja. Julieta lo empacó en una bolsa y la entregó. Antes de marcharse, le dijo que también le daban ganas de robársela a ella. Julieta sonrió, lo miró y le dijo que por qué no, que ella estaba aburrida en ese pueblo de mierda, del gerente del banco, de la gente y hasta del vigilante. El bandido le dijo que saliera y cuando estuvo frente a ella, se subió la máscara, la tomó por la cintura y la besó. Tenía barba de tres días, una mandíbula cuadrada y dientes relucientes.
Huyeron en el carro que manejaba su compinche, perseguidos por la policía. Julieta iba atrás, con algo de miedo. El bandido de los ojos verdes apuraba al otro a manejar más rápido, a esquivar los otros carros y a meterse por caminos peatonales y parques. Pero el otro parecía no escucharlo. Entonces le disparó y, en un ágil movimiento, de una patada lo sacó del carro que iba a toda velocidad. El bandido pisó el acelerador y se metió al parque Cabal para tomar un atajo, pero una piedra hizo saltar el carro y terminó estrellado contra uno de los árboles del parque. Se bajó del carro, arrastrándose, con una pistola en una mano. La policía no esperó a que se rindiera y dispararon hasta que el bandido de los ojos verdes, después de mirar a Julieta, murió.
Julieta, arrastrándose, se acercó al hombre. Como no sabía su nombre lo sacudió, gritándole que despertara, que como así que la dejaba abandonada y con ilusiones. Le susurró al oído que no se muriera, que lo visitaría en la cárcel y lo esperaría los años que fueran. Y como no contestó, tomó la pistola que estaba a un lado y, sin querer, apuntó a la autoridad que se acercaba.
Los policías se tiraron al suelo y dispararon a discreción hasta que Julieta soltó la pistola y maldiciéndolos por dañar su felicidad, cerró los ojos y murió.