Papeles familiares
Marguerite Yourcenar (1903-1987)
En diciembre de 1948, recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: “Querido Marco…”. Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de unos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido de las Memorias de Adriano. Desde ese momento, me propuse reescribir este libro, costara lo que costare.
(Cuadernos de notas a las Memorias de Adriano, 1951)
El mito de Sísifo
Albert Camus (1913-1960)
Cuando estaba a punto de morir, Sísifo quiso poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí, irritado por una obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
(El mito de Sísifo, 1942)
Visón
Christiane Rochefort (1917-1998)
Lo tendrás —le dice Julia—. Si comienzas a trabajarle desde ahora, podrás tenerlo para la Navidad próxima. Con la posición que tiene Philippe, no puede llevar mucho tiempo a su mujer sin visón: daría de qué hablar.
—El visón me importa un comino, no lo quiero.
—Vamos, no digas eso; no seas injusta. El visón está lleno de cualidades: es caliente, es ligero, es bonito, le va a todo el mundo y, además, es sólido. Y, en ciertos casos, puede durar más que el matrimonio.
(Celine y el matrimonio)
El bebé
Pascal Quignard (1948)
Muchos años después de que San Brice se convirtiera en obispo, una religiosa de Tours, que resultaba ser lavandera en su convento, dio a luz un hijo y señaló a San Brice como padre. La ciudad de Tours se reunió, rugió, recogió piedras, las arrojó contra San Brice. El pueblo gritaba:
—Eres lujurioso. Mancillaste a una hermana lavandera. No podemos besar un dedo que se ha ensuciado. Devuélvenos el anillo.
Brice respondió sencillamente:
—Tráiganme al niño.
Trajeron al niño, que sólo tenía treinta días. Estaba en brazos de su madre, a medias dormido. No lloraba.
San Brice hizo que los dos fueran debajo de la bóveda, en el ábside.
El obispo de Tours se inclinó hacia el niño y le preguntó delante de todos:
—¿Acaso yo te engendré?
El bebé abrió bien grandes sus ojos, pero no contestó.
San Brice hizo su pregunta en latín:
—¿An ego te genui?
El niño, de treinta días, respondió entonces enseguida:
—Non tu es pater meus (Tú no eres mi padre).
Entonces el pueblo le preguntó al niño quién era su padre. Pero el niño dijo, también en latín, que si bien recordaba el rostro del hombre que estaba subido sobre su madre en el momento en que había sido concebido, ¿cómo conocería su nombre? Dijo además: No era exactamente su nombre lo que mi padre susurraba entonces en el oído de mi madre.
(Las sombras errantes, 2002)
Cheque humillante
Régis Jauffret (1955)
Es como mucha gente, odia la verdad. Me dijo que podía irme. Le pedí una indemnización por los dos años que perdí en su compañía. Me firmó un cheque humillante. Le pregunté si se burlaba de mí.
Sí.
Sonreía, sonreía demasiado. Me mantuve calmada. Le arranqué la chequera de las manos. Tiró su bolígrafo por la ventana, y se rió mientras yo buscaba desesperadamente otro en los cajones de su oficina.
No estoy acostumbrada a las armas.
En una caja había un revólver. Un revólver cromado. Sólo quería hacer ruido. Sí, tal vez también rasguñarlo. Aun así, era una mujer abusada. Tenía derecho a enfadarme. No le apunté a la cabeza, sólo quería una disculpa. Dinero también, pero creo que me lo merecía.
—Puede condenarme a una pena de principio.
Siempre y cuando pague su deuda conmigo. Cuando salga de la cárcel, tendré gastos. Nunca me compró un apartamento, apenas un coche pequeño.
—Usted ve que reconozco mis errores.
De todos modos, ni siquiera está muerto. Está en coma, pero es viejo. Cuando pierdes la juventud, te duermes poco a poco. Si hubiera tenido 20 años, habría resistido mejor. Le disparé al aire, así que tuvo que correr tras la bala, para atraparla en la mitad del cráneo. No soy psiquiatra, pero creo que estaba deprimido o loco. Nunca le perdonaré por convertirme en el instrumento de su fallido suicidio.
(Microfictions, 2007)
Señuelos
Éric Chevillard (1964)
Evidentemente, los altos funcionarios no nos dijeron nada y fue pensando en ello que descubrí la verdadera razón del tráfico aéreo y, sobre todo, por qué sigue intensificándose. El turismo y los negocios son sólo pretextos, señuelos. En realidad, la población humana se ha vuelto tan numerosa que el globo no puede contenerla toda y entonces debe haber varias decenas de miles de personas en el aire en todo momento.
(L’autofictif au petit pois, 2015)
Cortesía
Leo Campion (1905-1992)
Sabed comportaros en el mundo.
Si se os ocurre deslizar la mano bajo las faldas de la vecina, con el fin de romper hielo, hacedlo con la suficiente discreción para que su marido no se dé cuenta. Hay gente que es susceptible y a la que esto podría molestar.
Si, por casualidad, la dama pareciera encontrar un poco osada vuestra actitud, explicadle que sois tímido y que tratáis con ello de dominar vuestros complejos.
Si vuestra mano se encuentra bajo las faldas de vuestra vecina con la mano de otro invitado, colaborad cortésmente con él, así como el rey Salomón os lo hubiera equitativamente aconsejado. Entre gentes bien educadas, siempre hay modo de arreglarse.
(El libro de la imaginación, 1970. Compila Edmundo Valadés)