Este teatro podría llamarse The Mutual Death
Alphonse Allais (1854-1905)
Como en todos los teatros, en el del señor Bigfun (gran empresario australiano) se representan dramas humanos y melodramas sobrehumanos. Pero hay un detalle que añade interés al espectáculo: las víctimas son verdaderas víctimas, y no transcurre una sola representación sin que haya al menos un crimen real o un suicidio de verdad.
Lo más extraño de esta extraña empresa es que, desde la apertura de su teatro, el señor Bigfun nunca tuvo inconvenientes para encontrar víctimas voluntarias. Al principio se trató de pobres diablos que, para dejar un dinero a su familia indigente, no dudaban en sacrificar sus vidas. Después vinieron los desesperados de ambos sexos; amantes infelices, muchachas abandonadas, todos desempeñaron una mala actuación en la puesta en escena de su muerte.
Finalmente, llegó el turno del esnobismo y mucha gente, sin una profunda razón, se ofreció para el papel de víctima por el mero placer de impactar al público. Pronto aparecieron los apostadores y hoy no resulta extraño ver en los bares de Melbourne o de Sydney a unos borrachos haciendo apuestas en las que está en juego su muerte violenta, pero estética, en el escenario del querido Bigfun.
Pese a los enormes gastos (algunos de los macabros protagonistas cobran hasta un millón de libras), nuestro empresario ha amasado una fortuna considerable.
Cuando la víctima voluntaria posee algo de talento y, sobre todo, una bella voz, el precio de las entradas no tiene límites.
(Pour cause de fin de bail, 1899)
El informe
Jules Renard (1864-1910)
—Dispense, amigo, ¿cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien?
El picapedrero levanta la cabeza y, apoyándose sobre su maza, me observa a través de la rejilla de sus gafas, sin contestar.
Repito la pregunta. No responde.
“Es un sordomudo”, pienso yo, y prosigo mi camino.
Apenas he andado un centenar de pasos, cuando oigo la voz del picapedrero. Me llama y agita su maza. Vuelvo y me dice:
—Necesitará usted dos horas.
—¿Por qué no me lo ha dicho usted antes?
—Caballero —me explica el picapedrero—, me pregunta usted cuánto tiempo se necesita para ir de Corbigny a Saint-Révérien. Tiene usted una mala manera de preguntar. Se necesita lo que se necesita. Eso depende del paso. ¿Conozco yo su paso? Por eso le he dejado marchar. Le he visto andar un rato. Después he calculado, y ahora ya lo sé y puedo contestarle: necesitará usted dos horas.
(La linterna sorda, 1893)
Electoral
Marcel Proust (1871-1922)
¡Ese pobre general!, otra vez lo han derrotado en las elecciones.
—¡Oh!, eso no es grave, no es más que la séptima vez —dijo el duque que, como había tenido que renunciar también a la política, se complacía bastante en los reveses electorales de los demás—. Se ha consolado queriendo hacerle otro chico a su mujer.
—¡Cómo! ¿Vuelve a estar encinta esa pobre señora de Monserfeuil?
—¡Pues claro! —respondió la duquesa—, ése es el único distrito en que no ha fracasado nunca el pobre general.
Historia del joven celoso
Henri Pierre Cami (1884-1958)
Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
Un día le dijo:
—Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
—Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo —se dijo— estaré más tranquilo”.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea —pensaba—, pero al menos será mía hasta la muerte”.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.
(El libro de la imaginación, 1970. Compila Edmundo Valadés)
El gesto de la muerte
Jean Cocteau (1889-1963)
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan.
Habitación 35
André Breton (1896-1966)
Un señor se presenta en un hotel y pide una habitación. Le dan la 35. Al bajar, unos minutos después, y mientras devuelve la llave en la recepción, dice:
—Perdone, tengo muy mala memoria. Si no tiene inconveniente, cada vez que vuelva, yo le diré mi nombre: “Señor Delouit”, y usted me repetirá el número de mi habitación.
—Está bien, señor.
Poco después, se asoma a la oficina:
—Señor Delouit.
—Es la número 35.
—Gracias.
Un minuto más tarde, un hombre extraordinariamente agitado, con la ropa cubierta de barro, ensangrentado y casi sin aspecto humano, se dirige al conserje:
—Señor Delouit.
—¿Cómo que “Señor Delouit”? No se burle de mí. El señor Delouit acaba de subir.
—Perdone, soy yo... Acabo de caerme por la ventana. ¿Cuál es el número de mi habitación, por favor?
(Nadja, 1928)
Los hivinizikis
Henri Michaux (1899-1984)
Los hivinizikis siempre están afuera. No pueden quedarse en casa. Si ven uno de ellos dentro de algún sitio, esa no es su casa. No hay duda: están en casa de un amigo. Todas las puertas están abiertas, todos están afuera.
El hiviniziki vive en la calle. El hiviniziki vive a caballo. Podrá reventar tres en un solo día. Siempre montando, siempre galopando. Así es el hiviniziki.
Este caballero, lanzado como una flecha, de pronto se detiene. La belleza de una joven transeúnte le ha sorprendido. De inmediato le jura amor eterno, apela a los padres, que no le prestan ninguna atención, toma a toda la calle por testigo de su amor, habla de cortarse el cuello si ella no le es concedida, y golpea a su criado para dar más peso a su afirmación. Entre tanto su mujer pasa por la calle, y con ella el recuerdo de que ya está casado. Y he ahí que decepcionado, pero no sosegado, se vuelve, sigue su carrera a galope tendido, se larga a casa de un amigo, donde encuentra a la mujer. “¡Ah, la vida!”, dice, y se echa a llorar. La mujer apenas le conoce. No obstante le consuela, se consuelan, él la abraza. “No me rechaces o voy a dar, por así decirlo, mi último suspiro”, suplica. La lanza sobre la cama como se echa un cubo a un pozo y entregado a su sed amorosa, olvida, olvida, pero de pronto se enardece, salta hacia la puerta, con el traje aún desabrochado y ella, deshecha en llanto, grita: “No me has dicho que te gustan mis ojos, no me has dicho nada”. El vacío que sucede al amor los empuja al distanciamiento. Entonces ella ordena que le enganchen los caballos y le preparen el coche: “¡Qué he hecho, qué he hecho! ¡Mis ojos, en otro tiempo tan hermosos, y no me ha dicho nada! Tengo que ir corriendo a la granja, de pronto el lobo se ha comido alguna oveja: tengo una corazonada”.
Y volando su coche la lleva, pero no con sus ovejas, puesto que todo se lo ha jugado y perdido el marido esa misma mañana: la casa de campo, los campos, todo, excepto el lobo, que no ha sido apostado a los dados. Ella misma ha sido apostada... y perdida, y hela aquí que llega, rota, a casa de su nuevo dueño.
(En otros lugares, 1948)