Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 24 de diciembre de 2023

356. Navidad

 

Nochebuena
   Eduardo Galeano (Uruguay)

   Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
   En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso.
   Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano:
   —Decile a… —susurró el niño—. Decile a alguien, que yo estoy aquí.
(El libro de los abrazos, 1989)


Navidad
   Ramón Gómez de la Serna (España)

   Era la noche de Navidad y en el fondo de la inclusa los niños cantaban villancicos desesperadamente ante el nacimiento que habían improvisado las monjas. Eran las doce, y una monja comenzó a encender las velas rojas, rosas, azules y amarillas con esa lenta prosopopeya con que se encienden las arañas de las iglesias.
   En la sala del torno, la monja encargada de esperar, llena de nostalgia veía los nacimientos que vio en su infancia, y tenía los ojos llenos de pequeñas lucecitas. En eso sonó el timbre anunciador de que alguien había abandonado un niño en el torno. Ella volvió el torno y vio aparecer un recién nacido iluminado por un halo que brotaba de él como el que brota de la luciérnaga. No se atrevió a tocarlo y corrió en busca de la superiora como si fuese a avisarle un incendio.
   Volvió con ella y se quedaron igualmente deslumbradas. ¿Quién era aquel hijo del amor que así resplandecía? Algo hacía sospechar la solemnidad de la noche y de la hora, pero por si aquel era un pensamiento sacrílego y todo aquello era obra de Satanás, rechazaron la sospecha. Se avisó al obispo, y entre todos decidieron ocultar al resplandeciente para evitar el cisma.
(Disparates y otros caprichos)


Cuento de navidad
   Mario Mendoza Zambrano (Colombia)

   Faltan unos minutos para la medianoche. El lugar parece una bodega abandonada, unos talleres fuera de servicio o una antigua estación ferroviaria, pues a lo lejos se escucha el ruido característico de un tren de carga. Un hombre está amarrado a un asiento. Su rostro está descompuesto por el pánico: tiene la piel amarilla, los ojos están inyectados en sangre, una barba de varios días cubre sus mejillas, dos ojeras le hunden la mirada de mala manera y la comisura de los labios le tiembla nerviosamente. A su lado, un joven con pantalones anchos y gorro de lana hace el papel de guardián con un revólver en la mano.
   Una puerta se abre al fondo y entra otro muchacho. Dice con prisa, atropellando las palabras:
   —Listo, tenemos que hacerlo.
   —¿Dieron la orden? —pregunta el primero.
   —Sí, salgamos de esto rápido.
   El prisionero súplica, llora, ruega, ofrece dinero a sus victimarios. Los jóvenes se juegan con una moneda el papel de verdugo a un cara o sello. Pierde el joven guardián, revisa las balas en el tambor de su revólver y acerca el arma a la sien del prisionero. Cuando va a tirar del gatillo se escuchan fuegos artificiales y el lugar se ilumina de pronto con luces multicolores y fantasmagóricas. El sicario desvía la mirada y sus ojos se pierden allá lejos, detrás de la ventana. Baja el revólver y dice:
   —Lo hacemos mañana. Hoy es Navidad.
(Antología. 58 escritores colombianos, 2007)

Baltazar, Caspar y Melquior - Hortus deliciarum (siglo XII) 


Navidad en familia
   Rafael Escobar de Andreis (Colombia)

   Se esperaba una gran fiesta, las frescas brisas de diciembre así lo presagiaban. Era Navidad: el día del año escogido por los familiares de afuera, para visitar a sus viejitos en el ancianato.
   Sofía distribuía bombas multicolores por las paredes, atravesaba serpentinas en el salón y por último colocó dos cremosas tortas sobre la mesa principal. Además acicalaba a los que hoy serían privilegiados anfitriones: limpiaba unos mocos acá, apaciguaba unos ralos pelos sobre una calva, secaba diferentes texturas de babas, colocaba pañales para evitar sorpresas incómodas y repartía pócimas para calmar las toses cavernosas.
   Algunos familiares llegaron tarde, como a veces sus mensualidades, pero al fin terminaban por cumplir. Sus retrasos venían justificados por los variados compromisos que trae el último mes del año. De cualquier forma hacían lo posible por ver a sus viejitos aunque fuera sólo en Navidad. Allí se encontraban padres con hijos, nietos y abuelos, hermanos, sobrinos con tíos y hasta alguna esposa o esposo con su antiguo cónyuge.
   A las cinco de la tarde la organización era casi completa: cada anciano fue rodeado por su grupo familiar entre besos y abrazos —efusivos o resignados—. Estaban recién bañados, recién peinados, medianamente afeitados y con trajes limpios.
   Hubo diálogos donde era posible, algunos ancianos sólo balbuceaban o experimentaban el dialecto que sólo entienden los que están cercanos al más allá. Otros no oían ni a los gritos, a dos o tres se les escurrían las salivas por las comisuras y a unos pocos, el familiar menos impresionable les sostenía un brazo o la pierna para tratar de apaciguar el espasmo persistente. Muchos, indiferentes a la celebración, miraban hacia el reino de las tinieblas.
   La voz de doña Bárbara, dueña del establecimiento, rompió la monotonía, a las seis de la tarde en punto: 
   —Sofía llegó la hora de las tortas, recuerda que a la derecha está la de los abuelitos —y agregó con precisión—: por favor no te vayas a confundir, ya sabes que ésta es la primera que se reparte para que los familiares puedan ayudarnos.
Los viejitos comieron con sus apetitos de pájaro y diez minutos después cayeron en un profundo sueño —demasiado profundo para ser natural.
   —Ahora sí —dijo doña Bárbara— reparta la torta a los demás. 
   Mientras estos comían con avidez y los durmientes eran llevados a sus habitaciones, fueron llegando las notas de una música festiva.
(Segunda antología del cuento corto colombiano, 2007)


Cuento de Navidad
   Ana María Shua (Argentina)

   El mundo está lleno de tipos así. Usa el pelo largo y canoso como un jipi viejo o un mendigo. No tiene familia. Le faltan dientes. Si Jesús hubiera llegado soltero a los cincuenta, se parecería a él. De vez en cuando los muchachos le pagan un vino para escucharlo hablar en arameo. El problema es el barrio, la solidaridad de esquina. El día de Nochebuena se esconde para evitar que le festejen el cumpleaños en vez de crucificarlo decentemente, como a otros más afortunados.
(Temporada de fantasmas, 2004)



Solsticio de invierno
   José María Merino (España)

   En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable
   –Mi capitán– transmitió el cabo. –Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
   El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.
   –Registradlo todo con cuidado. 
   –Mi capitán –transmitió otra vez el cabo–, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.
   –A ese me lo traéis bien sujeto.
   –Mi capitán –añadió el cabo, con la voz alterada–, la mujer se ha puesto de parto.
   –Bienvenido al infierno– murmuró el capitán, con lástima.
   A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
   –Abrid fuego –ordenó al fin. –No quiero sorpresas.



Noches de Reyes
   Rafael Reig (España)

   Ya había cumplido once, pero se negaba a aceptar la realidad. No existen los Reyes. ¡Cómo que no! Yo he visto que se han bebido el agua y se han comido los mazapanes. El agua me la bebo yo, le decía Gerardo. Y yo los mazapanes, explicaba Carmen. La niña se resistía. Prefería seguir sin saberlo. Juraba que había oído las pisadas de los camellos. Nosotros somos los Reyes. No puede ser. ¿Y por qué no puede ser? Pues… porque… ¿entonces quién es el tercero? ¡Falta un Rey! De pronto, la niña se rindió y dijo desilusionada: Es verdad. El tercero es el tío Julio, ¿a que sí? Por eso viene cuando no está papá, ¿verdad? ¡Basta de tonterías! Los Reyes somos papá y mamá. Ahora vete a tu cuarto. Gerardo no miró a Carmen, que se había puesto muy roja. Él también prefería no saber. ¿Para qué perder la ilusión? Julio era el hermano pequeño de Gerardo, el tercer Rey Mago.