La broma póstuma
Virgilio Díaz Grullón (Republica Dominicana)
Aquel día en que visitaba el museo de figuras de cera recién instalado en el pueblo y se encontró frente a frente con una copia exacta de sí mismo, concibió de inmediato la más estupenda de sus bromas. La figura representaba un oficial del ejército norteamericano de principios del siglo pasado y formaba parte de la escenificación de una batalla contra indios pieles rojas. Aparte de que el color de sus propios cabellos era algo más claro, el parecido era tan completo que solo con teñirse un poco el pelo y maquillarse el rostro para darle la apariencia cetrina del modelo, lograría una similitud absolutamente perfecta entre ambos. En la madrugada del siguiente día, luego de haberse transformado convenientemente, se introdujo a escondidas en el museo, despojó a la figura de cera de su raído uniforme vistiéndose con este y escondió aquella, junto con su propia ropa, en una alacena del sótano. Luego tomó el lugar del soldado en la escena guerrera y, asumiendo su rígida postura, se dispuso a esperar los primeros visitantes del día anticipándose al placer de proporcionarles el mayor susto de sus vidas.
Cuando, al cabo de dos horas, tomó conciencia de su incapacidad de movimiento la atribuyó a un acalambre pasajero. Pero al comprobar que no podía mover ni un dedo, ni pestañar, ni respirar siquiera, adivinó, presa de indescriptible pánico, que su parálisis total duraría eternamente y que ya el soldado que había encerrado en el sótano, después de vestirse con la ropa que estaba a su lado, había abierto la puerta de la alacena e iniciaba los primeros pasos de una nueva existencia.
Raúl Brasca (Argentina)
Me abandoné a la placidez del sueño y, cuando regresé a la vigilia, me vi empapado y temblando de miedo. Me perdí detrás de una mujer y, cuando me di cuenta, estaba desnudo y sin un centavo. Me dejé flotar en el vaivén de las olas y, cuando volví en mí, me hacían respiración artificial.
Definitivamente, no puedo dejarme solo.
(Microficciones. Antología personal)
Mystic
Etgar Keret (Israel)
El hombre, que sabía lo que yo iba a decirle, estaba sentado a mi lado en el avión y sonreía estúpidamente. Eso era lo más desesperante de él, el hecho de que, aunque no fuera inteligente ni sensible, todo el rato conseguía decir lo que yo quería decir tres segundos antes que yo.
—¿Tienen ustedes Mystic de Garlain? —le preguntó a la azafata un momento antes de que a mí me diera tiempo a hacerlo, y ella, con una sonrisa de dientes perfectamente alineados, respondió que le quedaba el último—. Es que a mi mujer le encanta ese perfume. Hasta diría que es adicta. Si vuelvo del extranjero sin un frasco de Mystic del duty-free me dice que ya no la quiero. Si se me ocurre entrar en casa sin, por lo menos, un frasco, me la arma.
Esa es la frase que yo debería haber dicho, pero el hombre que sabía lo que yo iba a decir me la robó sin tan solo pestañear. En cuanto las ruedas del avión tocaron la pista de aterrizaje, encendió el móvil un segundo antes que yo y llamó a su mujer.
—Acabo de aterrizar —le dijo—. Lo siento, ya sé que tenía que haber sido ayer, pero cancelaron el vuelo. ¿No me crees? Pues compruébalo por ti misma. Llama a Arik. Ya sé que no lo tienes. Pero te puedo dar su número ahora mismo.
Yo también tengo un agente de viajes que se llama Arik y que también está dispuesto a mentir por mí.
Cuando el avión llegó a la puerta, él todavía seguía hablando por el móvil. Daba todas las respuestas que yo hubiera dado. Sin sentimiento, como un loro. Como un loro en un mundo en el que el tiempo fluyera al revés, repetía lo que iba a ser dicho en lugar de lo que ya había sido dicho. Sus respuestas eran las más adecuadas a la situación. Y su situación no era nada del otro mundo. Tampoco lo era la mía. Mi llamada todavía no había encontrado respuesta, pero solo con oír al hombre que sabía lo que yo iba a decir se me quitaron las ganas de hablar por teléfono. Solo con oírlo podía entender perfectamente que desde ese pozo, en el caso de que lograra cavarme un túnel que me sacara de él, solo podría escapar hacia otra realidad. Ella nunca iba a perdonarme, nunca confiaría en mí. Los próximos viajes serían un infierno y el tiempo entre ellos todavía peor. Él seguía diciendo una tras otra todas esas frases que yo había compuesto pero que no había dicho. Y no paraba. Aceleraba el ritmo, cambiaba de entonación, como el que se está ahogando y bracea con todas sus fuerzas por mantenerse a flote. Los pasajeros habían empezado ya a bajar. Él se levantó de su asiento todavía hablando, recogió con la mano libre la maleta del ordenador y empezó a andar hacia la salida. Vi cómo la olvidaba, la bolsita, arriba, en el maletero. Vi cómo se la dejaba, y no dije nada. Seguí allí sentado. Poco a poco el avión se fue vaciando. Al final quedamos solamente una mujer ultraortodoxa con un millón de niños, y yo. Me levanté y abrí el compartimento del equipaje, como si nada. Saqué de allí la bolsa del duty-free, como si siempre hubiera sido mía. Bajo el transparente plástico se veía el ticket y el frasco de Mystic de Garlain. A mi mujer le encanta ese perfume. Hasta diría que es adicta. Si vuelvo del extranjero sin un frasco de Mystic del duty-free, me dice que ya no la quiero. Si se me ocurre entrar en casa sin, por lo menos, un frasco, me la arma.
Anécdota III
Ambrose Bierce (USA)
El general H.H. Wolherspoon, director de la Escuela de Guerra del Ejército, tiene como mascota un babuino, animal de extraordinaria inteligencia, aunque nada hermoso. Al volver una noche a su casa el general descubrió con sorpresa y dolor que Adán (así se llamaba el mono, pues el general era darwinista) lo aguardaba sentado ostentando su mejor chaquetilla de gala.
—¡Maldito antepasado! —tronó el gran estratega—. ¿Qué haces levantado después del toque de queda? ¡Y con mi uniforme!
Adán se incorporó con una mirada de reproche, se puso en cuatro patas, atravesó el cuarto en dirección a una mesa y volvió con una tarjeta de visita: el general Barry había estado allí y a juzgar por una botella de champán vacía y varias colillas de cigarros, había sido amablemente atendido mientras esperaba. El general presentó excusas a su fiel progenitor y se fue a dormir. Al día siguiente se encontró con el general Barry, quien le dijo:
—Oye, viejo, anoche al separarme de ti olvidé preguntarte por esos excelentes cigarros. ¿Dónde los consigues? El general Wotherspoon sin dignarse responder se marchó.
—Perdona por favor —gritó Barry corriendo tras él—. Bromeaba, por supuesto. Anda, si no había pasado quince minutos en tu casa y ya me di cuenta de que no eras tú.
(Diccionario del Diablo, 1911)
[Sin título]
Idea Vilariño (Uruguay, 1920-2009)
Uno siempre está solo, pero a veces está más solo.
(No, 1980)
Yo y mi cara
Adolfo Bioy Casares (Argentina)
Pensé alguna vez que mi cara no era la que yo hubiera elegido. Entonces me pregunté cuál hubiera elegido y descubrí que no me convenía ninguna. La del joven de guante, de Tiziano, admirable en el cuadro, no me pareció adecuada, por corresponder a un hombre cuyo género de vida no deseaba para mí, pues intuía que en él la actividad física prevalecía en exceso. Los santos pecaban del defecto opuesto: eran demasiado sedentarios. A Dios padre lo encontré solemne. Las caras de los pensadores se me antojaron poco saludables y las de los boxeadores, poco sutiles. Las caras que realmente me gustan son de mujer: para cambiarlas por la mía, no sirven.
Después de esta indagación de preferencia, me resigné a la cara heredada. Vista de frente, en el espejo, me resultaba aceptable, con algo de leonino que, si bien no aseguraba una voluntad o un poder efectivo, los prometía en vagas reservas.
En cuanto a esa promesa, me he llevado una desilusión. Los años infundieron en los ojos un debilitamiento que aparentemente los ha licuado y que volvió su luz más oscura y triste. La mímica, propia de mi natural nervioso, dibujó a los lados de la boca arrugas en forma de arcos, o de paréntesis, que transformaron el león joven en perro viejo. Nunca me avine a mis perfiles. Creo que el izquierdo expresa alguna recóndita debilidad de mi espíritu, que me repele. En el otro, la nariz crece groseramente y, no sé por qué, se encorva.
(Retratos y autorretratos, 1973 [Sara Facio y Alicia D’Amico, eds.])
Extrávica
Hoover Delgado (Colombia)
El niño bizco busca una silla que es dos: la real y la irreal. Halla la silla real y se sienta a esperar. Horrorizado descubre que quien está sentado es su cuerpo irreal, y que su parte real anda extraviada en la realidad buscando una silla.
(Segunda antología del cuento corto colombiano, 2007)