Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 1 de octubre de 2023

350. De antología I

Antología de cuentos e historias mínimas (Miguel Díez)



Salomón y Azrael
   Yalal Al-Din Rumi (Persia, 1273)

   Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos. Salomón le preguntó: —¿Por qué estás en ese estado? Y el hombre le respondió: —Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma! Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael: —¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria. Azrael respondió: —Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?


Accidente
   Fernando Savater (España)

   Despierto después del tremendo choque entre los restos retorcidos de mi coche. Sobre mí se inclina Frank, mi amigo de la infancia, tratando de reanimarme.
   —Pero, Frank —murmuro débilmente—, si tú estás muerto…
   Frank me responde, sonriendo con amable embarazo:
   —Y tú también.

Miguel Díez
 (Colección Austral, España)

El espejo del alma
   Pere Calders (España - 1919-2000)

   No nos habíamos visto nunca, en ningún sitio, en ninguna ocasión, pero se parecía tanto a un vecino mío que me saludó cordialmente: él también se había confundido.


El tapiz del virrey
   Pedro Gómez Valderrama (Colombia, 1923)

   Cuando el virrey subió a su coche con la virreina, para dirigirse al baile en casa del marqués, el criado mulato se quedó escondido en un rincón del patio, hasta que cesaron todos los ruidos del palacio. Sacó entonces una inmensa llave, y abrió la puerta del salón central. Encendió una antorcha y se situó ante el gran tapiz que adornaba el fondo del salón, y que representaba una hermosa escena de bacantes y caballeros desnudos. El mulato extendió las manos y acarició el cuerpo de una Diana que se adelantaba sobre el tapiz. Murmuraba en voz baja, hasta que de pronto gritó: —¡Venid! ¡Danzad! Los personajes tomaron movimiento y fueron descendiendo al salón. Comenzó la música del sabbat, y la danza de los cuerpos en medio de las antorchas. Ante el mulato, los personajes del tapiz iban cumpliendo el rito de adoración al macho cabrío. Diana permanecía a su lado, besándole de vez en cuando con golosa codicia. Después de consumidas las viandas del banquete, vino el momento de la fornicación, hasta que sonó el canto del gallo y los personajes se fueron metiendo uno tras otro en el tejido. Sólo quedaron, trenzados en el suelo, Diana y el mulato, al cual encontraron a la mañana siguiente desnudo y muerto en el suelo con unos desconocidos pámpanos manchados de sangre en la mano. Diana no estaba en el tapiz.



El espejo chino
   Jean-Claude Carrière (Francia)

   Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su mujer le dijo: —Por favor, tráeme un peine. En la ciudad, vendió su arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de regresar se acordó de su mujer. Ella le había pedido algo, pero ¿qué? No podía recordarlo. Compró un espejo en una tienda para mujeres y regresó al pueblo. Entregó el espejo a su mujer y salió de la habitación para volver a los campos. Su mujer se miró en el espejo y se echó a llorar. Su madre, que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas. La mujer le dio el espejo diciéndole: —Mi marido ha traído a otra mujer. La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija: —No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.


Las estatuas
   Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)

   En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos estatuas: la de la fundadora y la del profesor más famoso. Cierta noche —todo el colegio, dormido— una estudiante traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas. Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las caras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la señorita fundadora.


Amores
   Luis Mateo Díez (España, 1942)

   Cuando Amparo me dijo que no me quería, después de seis meses de tenaz noviazgo, me recluí en casa de mi tía Eredia por espacio de tres meses. El amor de Luisina un año más tarde vino a curar aquella herida que seguía sin cerrarse. Fue un tiempo corto, eso sí, de felicidad e ilusiones. Entender la decisión de Luisina de abandonar el mundo para profesar en las Esclavas me costó una úlcera de duodeno. A mi natural melancolía se unió esa tristeza sin fondo que ni los auxilios espirituales logran paliar. Irene llegó a mi vida en un baile de verano al que mi amigo Aurelio me llevó como quien dice a punta de pistola. Que dos años más tarde aquella tierna seductora se fuese precisamente con Aurelio, yugulando a un tiempo amor y amistad, fue lo que provocó, en el abismo de la desgracia sentimental, mi hospitalización. Antonia era una enfermera compadecida que me sacó a flote usando todos los atributos que una mujer puede poseer. El amor del enfermo es un amor sudoroso y lleno de pesares, más frágil que ninguno. Cuando una tarde vi a Antonia y al doctor Simarro besándose en el jardín me metí para el cuerpo un tubo de aspirinas. Gracias como siempre a mi tía Eredia, culminé tras la crisis la desolada convalecencia y, cuando definitivamente me sentí repuesto, comencé a considerar la posibilidad de retirarme del mundo, habida cuenta de que mis convicciones religiosas se habían fortalecido. Fue entonces cuando me escribió Amparo reclamando mi perdón y reconociendo la interpretación errónea que había hecho de su amor por mí. Nos casamos en seguida y todo iba bien hasta que Luisina, que colgó los hábitos, volvió para recuperar mi amor e Irene y Antonia, bastante desgraciadas en sus respectivos derroteros sentimentales, regresaron para restablecer aquella fidelidad herida convencidas, cada una por razones distintas, de que el único amor verdadero era el mío. Mi tía Eredia anda la mujer muy preocupada y yo, como dice mi amigo Gonzalo, sobrellevo con astucia y aplomo desconocidos mi destino, trabajando en tantos frentes a la vez. Y me voy convenciendo de que existe una rara justicia amorosa que nos hace cobrar los abandonos, aunque su aplicación puede acabar resultando perjudicial para la salud.