«Bartleby el escribiente»
—Novela de Herman Melville—
Resumen: Czeslaw Milosz
Bartleby rechaza participar en la vida y decide retirarse de ella. Es un funcionario, un copista (por entonces no había máquinas de escribir) encerrado en una lúgubre oficina neoyorquina, y que se comporta como un insecto paralizado ante el peligro. Le resulta desagradable reclamar sus derechos y se podría decir que siente una repugnancia absoluta hacia la existencia entendida como una lucha. En vez de tomar parte en la vida, prefiere morir.
(Abecedario. Diccionario de una vida)
«Las ruinas circulares»
—Cuento de Jorge Luis Borges—
Resumen: Isar Hasim Otazo
Un hombre llega a las ruinas de un templo que antaño había sufrido conflagración. Se le impone la tarea de soñar allí a un hombre. Imagina un colegio, del cual escoger un candidato. Sin embargo, fracasa. Decide, entonces, soñar al hombre fibra por fibra. Una vez logrado, lo impone a la realidad, le instila el olvido de sus años de aprendizaje y lo envía a otro santuario. Tiempo después, le cuentan que, en un templo del Norte, hay un hombre que desafía el fuego. Una serie de signos naturales le anuncian la culminación de sus días al hacedor. Finalmente, su santuario se incendia de nuevo. Él no se resguarda, se resigna a su hado. Pero las llamas no lo tocan. Con alivio, con humillación, con terror, comprende que él también es una apariencia, que otro lo está soñando.
«Píramo y Tisbe»
—Mito griego—
Resumen: Wikipedia
Eran dos jóvenes babilonios que vivieron durante el reinado de Semíramis. Habitaban en viviendas vecinas y se amaban, a pesar de la prohibición de sus padres. Se comunicaban con miradas y signos hasta descubrir una grieta en el muro que separaba las casas. Sólo la voz atravesaba tan estrecha vía y los tiernos mensajes pasaban de un lado a otro por la hendidura. Así pudieron hablarse, enamorarse y desearse cada vez más intensamente, hasta que un día acordaron que a la noche siguiente, huirían y se encontrarían junto al monumento de Nino, al amparo de un moral de moras blancas que allí había, al lado de una fuente.
Tisbe llegó primero, pero una leona que regresaba de una cacería a beber de la fuente la atemorizó y huyó, buscando refugio en el hueco de una roca. En su huida, dejó caer el velo. La leona jugueteó con el velo, manchándolo de sangre. Al llegar, Píramo descubrió las huellas y el velo; creyendo que la leona había matado a su amada, sacó su puñal y se lo clavó en el vientre. Su sangre tiñó de púrpura los frutos del árbol. Tisbe salió cuidadosamente de su escondite y vio a su amado con el puñal en el pecho, cubierto de sangre. Le abrazó, sacó el puñal y se suicidó a su vez, clavándoselo ella misma.
Los dioses, apenados por la tragedia, hicieron que los padres de los amantes permitiesen incinerarlos y guardar sus cenizas en la misma urna. Desde aquel día, los frutos de la morera quedaron teñidos de púrpura.
«Sensación de poder»
—Relato de Isaac Asimov—
Resumen: Piergiorgio Odifreddi
En cierto mundo, después de que los cálculos aritméticos se han convertido en monopolio de las máquinas, ¡un hombre descubre que puede hacer operaciones a mano! Y poco a poco se va abriendo camino la idea de que los hombres son capaces de hacer todo aquello que saben hacer las máquinas. He aquí, el revés, la idea de la inteligencia artificial.
(Diccionario de la estupidez)
«Diario de un loco»
—Relato de Lu Hsun—
Resumen: Juan Manuel Roca
¿Qué le pasaría a usted si al despertar se encuentra con que ha vivido toda la vida entre gente que come carne humana desde hace varios milenios atrás, por una multitud de generaciones, y que esa comunidad quiere hacerlo partícipe como comensal o como alimento en una cena?
(Presentación al Diario de un loco)
Fragmento de «Arcana coelestia»
—Obra de Emanuel Swedenborg—
Resumen: Germán Espinosa
Sobrevenido el fallecimiento de Felipe Melanchton, le fue suministrada en el otro mundo una casa
aparentemente igual a la que habitaba en vida, de suerte que, creyendo despertar sólo de un sueño, reanudó sus tareas doctrinales y apologéticas, y escribió varios días acerca de la justificación por la fe, sin incluir, como tampoco lo había hecho cuando se encontraba verdaderamente vivo, palabra alguna sobre la caridad, omisión que los ángeles al rompe advirtieron y, como Melanchton se obstinara, cuando lo interrogaron disfrazados de teólogos luteranos, en haber demostrado en forma irrefutable que el alma podía prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo bastaba la fe, entonces decidieron abandonarlo a su suerte fantasmagórica y, en cuestión de semanas, los muebles de la casa empezaron a afantasmarse hasta hacerse invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel, el tintero, para que continuara escribiendo, a pesar de que su ropa parecía de pronto mucho más ordinaria, de que las paredes del aposento mostraban manchas de cal, de que el piso parecía enmohecerse, de que el frío aumentaba sin causa aparente, de que los demás aposentos poco a poco divergían de la realidad, de que las puertas y ventanas daban no ya hacia la tranquila Wittenberg, sino hacia un paisaje de grandes médanos, hasta cuando, alarmado finalmente por aquel cúmulo de arbitrariedades, convino en redactar un elogio de la caridad, pero con tan escasa convicción que las páginas hoy escritas aparecían mañana borradas, razón por la cual acabó perdido como una sombra en las dunas y pasó a ser más tarde un sirviente de los demonios.
aparentemente igual a la que habitaba en vida, de suerte que, creyendo despertar sólo de un sueño, reanudó sus tareas doctrinales y apologéticas, y escribió varios días acerca de la justificación por la fe, sin incluir, como tampoco lo había hecho cuando se encontraba verdaderamente vivo, palabra alguna sobre la caridad, omisión que los ángeles al rompe advirtieron y, como Melanchton se obstinara, cuando lo interrogaron disfrazados de teólogos luteranos, en haber demostrado en forma irrefutable que el alma podía prescindir de la caridad y que para ingresar en el cielo bastaba la fe, entonces decidieron abandonarlo a su suerte fantasmagórica y, en cuestión de semanas, los muebles de la casa empezaron a afantasmarse hasta hacerse invisibles, salvo el sillón, la mesa, las hojas de papel, el tintero, para que continuara escribiendo, a pesar de que su ropa parecía de pronto mucho más ordinaria, de que las paredes del aposento mostraban manchas de cal, de que el piso parecía enmohecerse, de que el frío aumentaba sin causa aparente, de que los demás aposentos poco a poco divergían de la realidad, de que las puertas y ventanas daban no ya hacia la tranquila Wittenberg, sino hacia un paisaje de grandes médanos, hasta cuando, alarmado finalmente por aquel cúmulo de arbitrariedades, convino en redactar un elogio de la caridad, pero con tan escasa convicción que las páginas hoy escritas aparecían mañana borradas, razón por la cual acabó perdido como una sombra en las dunas y pasó a ser más tarde un sirviente de los demonios.
(La tejedora de coronas - 1982)
«El fin»
—Novela de Ray Bradbury (fragmento)—
Resumen: Cecilia O’Neill De La Fuente
La gente se despertó una mañana sabiendo que el mundo terminaría esa misma noche. No acabaría ni por una guerra, ni por un ataque biológico ni por una bomba atómica. Simplemente terminaría.
Nadie se aturde ni se alarma, porque el fin inesperado de la humanidad es asumido como lógico. ¿Qué harán las personas en su última noche? Nada especial: ir al teatro, cenar, acostar a los niños, ver televisión. Se dicen buenas noches, se tienden en la cama, se toman de las manos y duermen con las cabezas juntas.
(El Comercio - Perú)