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sábado, 3 de octubre de 2020

272. Rabelais

François Rabelais



Del origen de Pantagruel

   Al principio del mundo, cierto año fue tan fértil en toda suerte de frutos, especialmente de nísperos, que lo llamaron desde tiempo inmemorial “el año de los gruesos nísperos”. El mundo entero los comía con agrado. Pero a todos ellos les sobrevino una hipertrofia, aunque no a todos en el mismo sitio: en el vientre, la espalda, el miembro, los cojones, las piernas, la nariz, las orejas. Algunos, que crecieron en estatura, dieron origen a los gigantes. El primero fue Chalbroth, que engendró a Sarabroth, que engendró a Faribroth, que engendró a Hurtaly, gran comedor de sopas que reinó en tiempos del Diluvio… y, de estos gigantes, procede Pantagruel.
   Sospecho que, al leer este pasaje, os asaltará una duda razonable: cómo es posible que así sea, en vista de que en tiempos del Diluvio pereció todo el mundo excepto Noé y siete personas que estaban con él dentro del Arca, en el número de las cuales no está comprendido el dicho Hurtaly.
   La pregunta está bien hecha, sin duda, y es muy oportuna; pero la respuesta os contentará, o no tengo yo mi sentido bien calafateado. Y como yo no estaba allí para contestaros por mi cuenta, me remitiré a la autoridad de los masoretas, buenos vividores y famosos cornamuseros hebraicos, quienes afirman que, verdaderamente, dicho Hurtaly no estaba dentro del Arca de Noé; además, no habría podido entrar en ella porque era demasiado alto y corpulento; pero estaba encima, a caballo, una pierna aquí y otra allá, como hacen los niños de corta edad sobre los caballos de madera, y como el Toro de Berna, que fue muerto en Mariñán, cabalgaba sobre un cañón grande, que es una bestia de alegre y buena andadura, sin falta ninguna. En esta postura salvó, con ayuda de Dios, al Arca de naufragar, porque dominaba los vaivenes con las piernas y con un pie la guiaba como quería, sirviéndose de él como el piloto que sirve de timón. Los que estaban dentro le mandaban abundantes víveres por una chimenea, como gentes que reconocían el favor que les hacía, y a veces conversaban como hacía Icaromenipo con Júpiter, según testimonio de Luciano.


El buen sentido

   Un caballo era tan terrible y desenfrenado, que nadie se atrevía a montarlo; había derribado a todos sus jinetes, rompiendo a uno el cuello, a otros las piernas, a otro el cráneo, a otro las mandíbulas. Al observarlo Alejandro en el hipódromo, que es el lugar en donde se hace pasear y saltar a los caballos, advirtió que su furor no provenía sino del espanto que le producía su propia sombra. Entonces lo montó y lo hizo correr contra el sol, de forma que la sombra cayera detrás, y por este medio consiguió que el caballo se mostrara dócil y se dejara dominar perfectamente.


Seis peregrinos en ensalada

   Seis peregrinos que venían de San Sebastián, para albergarse aquella noche, por miedo a los enemigos, se ocultaron en la granja, entre las coles y las lechugas. Gargantúa se hallaba un poco irritado y preguntó si podrían traerle unas lechugas para hacer ensalada. Sabiendo que allí las había mucho más hermosas que en todo el país, porque eran grandes como ciruelos y nogueras, quiso ir él mismo a buscarlas. Trajo en las manos las que mejor le parecieron, y con ellas a los peregrinos, que ocultos entre sus hojas, tenían tanto miedo, que no se atrevían ni a toser ni a hablar. Al lavarlas primero en la fuente, los peregrinos se dijeron en voz baja: “¿Qué es esto? ¡Parece que nadamos entre estas lechugas! ¿Queréis que llamemos? Pero si gritamos, nos matarán como a espías”. Como acordaron callar, Gargantúa los echó con las lechugas en una cazuela y con aceite, vinagre y sal, se los comió para refrescar antes de la cena. Ya se había engullido cinco, y el sexto estaba oculto tras de una hoja, asomando solamente su bordón. “Me parece que hay ahí un cuerno de limaco; no te lo comas”, dijo el padre de Gargantúa. “¿Por qué?”, repuso éste, “todo es bueno”. Y cargando con todo, hasta con el bordón, se comió lindamente al peregrino.
   Bebió un larguísimo trago de vino seco para que le abriera el apetito. Los peregrinos se tendieron bajo las encías lo mejor que pudieron, y pensaron que los habían encerrado en algún sótano. Cuando Gargantúa bebió el gran trago, procuraron nadar en su boca, porque el torrente de vino los arrastraba, y saltando con sus bordones, se pusieron en salvo metiéndose entre sus dientes; pero, por desgracia, uno de ellos, tanteando el terreno para ver si estaban seguros, golpeó con su palo en el hueco de una muela cariada, hiriéndole el nervio de la mandíbula, con lo que ocasionó a Gargantúa fortísimo dolor y comenzó a gritar rabiosamente. Para buscar algún alivio, hízose traer su limpiadientes, y escarbándose con el grueso nogal, sacó de su boca a los señores peregrinos. A uno lo atrapó por las piernas, a otro por las espaldas, a otro por la alforja, a otro por la bolsa, a otro por los pies, y al que lo había herido lo agarró por la bragueta; que por cierto le hizo un gran favor, pues le reventó un bubón chancroso que lo martirizaba. Los peregrinos desaparecieron al trote largo y el dolor desapareció.


¿Doncellas?

   Esta mañana he encontrado un buen hombre que en un zurrón, como el de Esopo, llevaba dos niñas de dos o tres años de edad a lo sumo. Me pidió limosna y yo le contesté que tenía más cojones que dinero y después le pregunté:
   —Buen hombre, ¿estas dos niñas son doncellas?
   —Hermano —dijo él—, hace dos años que las llevo así, y, en lo que toca a la de adelante, como la veo continuamente, creo que es doncella. Sin embargo no pondría la mano en el fuego. En cuanto a la que llevo atrás, nada sé.


Pleito costoso

   Las señoritas de esta ciudad habían adoptado, por instigación de todos los diablos del infierno, una especie de pañoletas o escondecuellos que les tapaban tan bien los senos, que no se podía meter la mano en ellos, pues tenían la abertura por detrás y estaban cerrados por delante, con lo cual los pobres amantes, dolientes, contemplativos, estaban muy descontentos. Un hermoso día de marzo, presenté una demanda al Tribunal, constituyéndome parte contra dichas doncellas, señalando los grandes intereses que defendía, y alegando que por la misma razón, si el Tribunal no me atendía, me haría coser la bragueta en la parte posterior de mis calzas. Finalmente, las señoritas formaron un sindicato, mostraron sus fundamentos y confirieron poderes para que fuera defendida su causa; pero yo las perseguí con tanto brío que, por sentencia el Tribunal, se decretó que se desterraran esas pañoletas, a menos que estuvieran un poco abiertas por delante. Pero esto me costó muy caro.


Las alforjas

   Cada hombre viene al mundo llevando bajo el brazo unas alforjas en cuyo saco delantero se hallan los males y desgracias de los demás, siempre expuestos a nuestra vista y conocimiento; en el saco que cuelga sobre la espalda se encuentran los males y desgracias propios, que jamás son vistos ni conocidos, excepto por aquellos que gozan del favor de los cielos.


La monja y el fraile

   La monja Fessue fue embarazada por el fraile Roidmet. Una vez conocido el embarazo, fue llamada por la abadesa a capítulo y acusada de incesto. Ella se excusó alegando que aquello había ocurrido sin su consentimiento, que había sido por la violencia y por la fuerza del fraile. La abadesa replicó diciendo:
   —Malvada, si esto sucedió en el dormitorio, ¿por qué no gritaste? Todas nosotras habríamos corrido en tu ayuda.
   Ella repuso que no osó gritar en el dormitorio porque en él siempre reina un completo silencio.
   —Pero —dijo la abadesa—, ¿por qué no hiciste signos a tus vecinas de habitación?
   —Yo les hice señas con el culo tanto como podía, pero nadie me socorrió.
   —Pero, malvada —preguntó la abadesa—, ¿por qué no viniste enseguida a decírmelo y a denunciarle? Así habría yo procedido, si me hubiera encontrado en el mismo caso, para demostrar mi inocencia.
   —Porque temiendo quedar en pecado y condenarme, por miedo a que muriera de repente, me confesé al hermano Roidmet antes de que saliera de la habitación y me impuso como penitencia que no dijera nada a nadie. Demasiado grande habría sido el pecado si yo hubiera revelado mi confesión y altamente detestable ante Dios y los ángeles. Quizá esto habría sido causa de que el fuego del cielo hiciera arder toda la abadía y de que todas nosotras cayéramos en el abismo con Dathan y Abiron.