Hans Christian Andersen |
Justa verbal
Según el edicto, cualquier joven que hablara de forma que quedara claro que era digno de palacio y que hablara con la princesa mejor que nadie, se casaría con ella. Acudió un tropel de gente: había una cola desde la puerta de la ciudad hasta el palacio. Allí no les daban ni siquiera un vaso de agua, de manera que algunos llevaban bocadillos, pero no los compartían, pensando: “Mejor que tengan pinta de hambrientos, así la princesa no los querrá”.
Cuando los pretendientes entraban y veían la guardia vestida de plata y las escaleras llenas de lacayos vestidos de oro y los grandes salones iluminados, quedaban confundidos. Ante la princesa, sólo repetían la última palabra que ella había dicho, y ella no tenía ninguna gana de volver a oírla. Era como si hubieran tomado rapé y les hubiera entrado sueño. Pero cuando volvían a salir, entonces sí que sabían hablar.
El tercer día, llegó un muchacho sin caballos ni carro, marchando gallardo. Sus ojos brillaban, su pelo era largo y precioso, pero sus ropas eran pobres. Cuando entró y vio a los guardias de plata y a los lacayos de oro no se sorprendió y los saludó con la cabeza. En menoscabo de la solemnidad, sus botas rechinaban, pero él no se arredró. Entró airoso en el salón de la princesa, que estaba sentada sobre una perla tan grande como una rueda, con todas las damas con sus doncellas y las doncellas de sus doncellas a su alrededor, y también todos los caballeros con sus criados y los criados de sus criados. Habló muy bien, pero no había venido como pretendiente sino sólo para comprobar cómo hablaba la princesa.
(«El príncipe y la princesa»)
El ave Fénix
El ave Fénix se prendió fuego en el nido y ardió como la viuda de un hindú. ¡Cómo crepitaban las ramas secas, qué humo y qué olor! Todo quedó envuelto en llamas; la vieja ave Fénix se convirtió en ceniza y su huevo parecía una roja brasa en medio del fuego; luego se rompió con un gran chasquido, el polluelo salió volando y ahora es el regente de todos los pájaros y la única ave Fénix del mundo.
(«El jardín del Edén»)
La fortaleza
Durante siete años, el príncipe ordenó construir barcos para navegar por el aire y mandó fundir rayos del más duro acero, porque quería derruir la fortaleza del cielo. De todas sus tierras reunió grandes ejércitos, que cubrían un perímetro de varias millas cuando formaban hombro con hombro. Subieron a bordo de los barcos, el príncipe mismo se aproximó al suyo. Entonces Dios envió un pequeño enjambre de mosquitos, que voló alrededor de la cabeza del príncipe y le picó en la cara y las manos. Éste, indignado, sacó su espada, pero sus estocadas herían sólo el aire vacío. No podía golpear a los mosquitos. Entonces mandó que trajeran varias alfombras, que lo envolvieran en ellas y así no habría mosquito que pudiera atravesar el tejido, e hicieron lo que ordenaba. Pero un mosquito se coló hasta debajo de la última alfombra, se metió en el oído del príncipe y le picó; quemaba como el fuego, el veneno le entró en el cerebro, enloqueció, apartó las alfombras, desgarró sus ropas y bailó desnudo delante de los fieros y duros soldados, que ahora se burlaban del príncipe loco que quería atacar a Dios y había sido vencido por un solitario mosquito.
(«El príncipe malo»)
Las anguilas y el pescador
Madre anguila les dijo a sus hijas, cuando le pidieron permiso para subir solas por el río un poquito: «No os alejéis demasiado, porque puede venir el pescador de anguilas y llevaros a todas». Pero se alejaron demasiado y de las ocho hijas sólo volvieron tres, que dijeron llorosas a su madre: «No habíamos hecho más que salir por la puerta cuando llegó el horrible pescador de anguilas y se llevó a nuestras hermanas». «Ya volverán», dijo la madre. «No», dijeron las hijas, «porque las despellejó, las cortó en pedazos y las frió. «Ya volverán», dijo madre anguila. «Pero es que se las comió». «Ya volverán», dijo madre anguila. «Pero es que luego se bebió un trago de aguardiente», dijeron las hijas. «Ay, ay, entonces no volverán», gimió madre anguila, «el aguardiente entierra las anguilas».
—Siempre hay que beber un poco de aguardiente para bajar la grasa de la anguila —dijo el pescador.
(«Una historia de las dunas»)
Fuegos fatuos
Cuando la luna está precisamente donde estaba ayer y el viento sopla precisamente como soplaba ayer, se les concede a todos los fuegos fatuos que han nacido en esa misma hora y en ese mismo minuto, el poder de convertirse en personas y ejercer su influencia a lo largo de un año entero. El fuego fatuo puede recorrer todo el país, incluso todo el mundo, si no tiene miedo de caerse al mar o que lo apague un chaparrón. Incluso puede entrar directamente en una persona, hablar por ella y hacer cualquier movimiento. Los fuegos fatuos pueden adoptar cualquier figura, de hombre o de mujer, pueden actuar como si fueran ellos, pero sin dejar de ser lo que son, de manera que hacen lo que quieren; pero al cabo de un año tienen que haber conducido por mal camino a 365 personas y lo tienen que hacer a lo grande, apartándolos de la verdad y la justicia, y entonces consiguen el más alto honor a que puede aspirar un fuego fatuo: un vestido llameante de color amarillo incendio, con llamas hasta el cuello. A cualquier fuego fatuo se le hace la boca agua de pensarlo. Pero también hay un peligro, y es algo molestísimo para cualquier fuego fatuo ambicioso: si una persona descubre quién es y lo apaga de un soplido, desaparece y tiene que regresar a la ciénaga. Y además, si antes de que acabe el año el fuego fatuo es presa de añoranza y desea volver con su familia, desaparece también, no puede seguir ardiendo con brillo, se consume enseguida y no puede volver a encenderse. Y si el año acaba y aún no ha conseguido apartar a 365 personas del camino de la verdad, la bondad y la belleza, se le condena a permanecer en un árbol podrido y a brillar sin moverse, castigo horrible para los fuegos fatuos, pues nunca están quietos.
(«Los fuegos fatuos están en la ciudad…»)
Cartas viejas
Cuando cogemos cartas viejas de los tiempos de la juventud y las leemos, surge algo así como una vida entera con todas sus esperanzas, con todas sus penas. Cuántas personas con las que tantas cosas compartimos entonces tan intensamente están ahora como muertas para nosotros, aunque sigan viviendo, pues nosotros no hemos pensado en ellas durante mucho tiempo, aunque una vez creímos que nunca nos separaríamos, que compartiríamos penas y alegrías.
(«El libro mudo»)
La ayudante
Ella le ayudaba fielmente, se sentaba en la puerta a vender entradas para la representación, lo que no resultaba demasiado agradable en invierno. También le ayudaba en uno de los números artísticos: él la colocaba en un cajón, un cajón grande. Ella se metía entonces en el doble fondo del cajón, de modo que no se la veía en la parte delantera. Era como una ilusión óptica.
Pero una noche, al abrir el cajón, resultó que tampoco él la pudo encontrar. No estaba en la parte delantera, ni en el doble fondo, ni en ningún sitio de la casa; no había forma de encontrarla, no se la oía. Aquel fue el número que hizo ella sola: nunca regresó.
(«La pulga y el profesor»)