Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 31 de mayo de 2020

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Afiche conmemorativo - Orlando López Valencia

El escalón
   Alfred Polgar

   La niñera acusó a Hans, un niño de cinco años, de haber mentido. Pero él no quería admitirlo.
   —Piénsatelo bien: ¿de verdad no has mentido?
   —No.
   —Bueno, como quieras. De todas maneras pronto lo sabré con seguridad.
   —¿Cómo lo sabrás?
   Los métodos educativos de la niñera eran anticuados.
   —Ahora vamos a casa. Si has mentido, el tercer peldaño de la escalera desaparecerá bajo tus pies en cuanto lo pises y te hundirás más de mil metros.
   Hans palideció. En todo el camino de vuelta no musitó palabra. Reflexionaba si no sería mejor admitir que había dicho una mentira. Pero era un niño con mucho carácter y no conseguía decidirse.
   Ahora habían llegado a la escalera.
   —Te lo pregunto por última vez: ¿has mentido?
   El crío meneó la cabeza. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho.
   Antes de llegar al tercer escalón se paró un instante. Lentamente, con muchas dudas, alargó la punta del pie hacia el escalón, probó con precaución, volvió a probar con un poco más de fuerza, apoyó el pie entero en el escalón y finalmente, con heroica determinación puso también el otro. No sucedió nada.
   El niño, indicando el escalón, gritó con cara radiante:
   —¡Debe estar estropeado!
(La vida en minúscula)


[Sin título]
   Max Aub

   Estaba leyéndole el segundo acto. La escena entre Emilia y Fernando es la mejor: de eso no puede caber ninguna duda, todos los que conocen mi drama están de acuerdo. ¡Aquel imbécil se moría de sueño! No podía con su alma. A pierna suelta, se le iba la morra al pecho, como un badajo. En seguida volvía a levantar los ojos, haciendo como que seguía la intriga con gran interés, para volver a transponerse, camino de quedar como un tronco. Para ayudarle, lo descabecé de un puñetazo; como dicen que algún Hércules mató bueyes. De pronto me salió de adentro esa fuerza desconocida. Me asombró.
(Crímenes ejemplares)


El secreto de la muerta
   Lafcadio Hearn

   Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, un rico mercader juzgó inoportuno brindarle a su hija sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales y la envió a Kyõto. En cuanto completó su educación, la cedió en matrimonio a un mercader. Pero, al cuarto año de matrimonio, cayó enferma y murió. En la noche siguiente al funeral, su hijito dijo que la madre había vuelto. Algunos miembros de la familia subieron, y no poco se asombraron al ver su imagen ante la cómoda. Se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo, la madre del esposo declaró:
   —Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas. Si regalamos al templo sus ropas y adornos, es probable que su espíritu guarde sosiego.
   A la mañana siguiente, vaciaron los cajones y llevaron todo al templo. Pero la mujer regresó. Entonces, la madre del esposo acudió al templo y le contó al sumo sacerdote lo sucedido. Éste prometió montar guardia esa noche. A la Hora de la Rata, surgió la imagen de la mujer. El sacerdote pronunció una fórmula sagrada y le dijo:
   —¿Algo en la cómoda despierta tu ansiedad?
   La sombra asintió mediante un leve movimiento de cabeza. El sacerdote abrió los cajones: estaban vacíos. La imagen permanecía erguida, ansiosa. De pronto se le ocurrió que acaso hubiera algo oculto bajo el papel que revestía los cajones. Bajo el forro del cajón inferior, halló una carta.
   —¿Era esto lo que te inquietaba?
   La sombra se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara. 
   —¿Quieres que la queme?
   La imagen se inclinó ante él, sonrió y se disipó. Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante.
   —Cálmense —les dijo—, no volverá a aparecer.
   Y la sombra, en efecto, jamás regresó. La carta fue quemada. Era una carta de amor, de la época de sus estudios en Kyõto.


Otra versión
   Manuel Mejía Vallejo

   Repetidamente sueño con un dragón espeluznante. En los últimos sueños aprendí a conocerle sus resabios y a domarlo después de una sufrida paciencia, aunque a veces me despierta el crepitar de las llamas que arroja por boca y narices, porque se ha rebelado contra la jaula de mi conciencia donde trato de retenerlo.
   Ahora me he quedado dormido de verdad y he perdido mi ascendiente sobre el dragón. Ya es muy tarde para avisar a las gentes el peligro que las acecha.
(Otras historias de Balandú)


El encontrador
   Evelio José Rosero Diago

   Yo puedo encontrarlo todo, si me lo propongo. Un día encontré una hormiga, una sola entre todas las hormigas de este mundo y del otro: puede hallarla en la axila de la más bella muchacha muerta. He encontrado corazones que llevaban siglos perdidos, joyas y cartas que decidieron más de una guerra, y piedras y restos de comida, soy el encontrador, famoso en este mundo y en el otro, no cobro por mis servicios, vivo de lo que me den —en los entierros y en los bautizos—, puedo encontrarlo a usted —si usted quiere—, encuentro vidas que se pierden, gatos, ollas y niños. Luces, ríos, astros y momias, letras y números, puedo encontrarlo todo, y es por eso que nada en este mundo se ha perdido, ni en otro, excepto yo mismo, pues no sé quién soy ni para qué diablos sirvo, y no estoy satisfecho conmigo, ni con mis encuentros, quisiera encontrarme, sé que estoy perdido, en cualquier esquina de este mundo —y del otro— y soy, sin embargo, El Encontrador.
(34 cuentos cortos y un gatopájaro)


Sueño
   Eduardo Serrano Orejuela   

   Ahora sólo me resta esperar que quien me sueña no despierte antes de mi cita con la bella Andrea.


La misa del perro
   Manuel Hidalgo

   Sucedió el día de Año Nuevo, muy temprano. La mujer menudita y el perro menudito entraron en el templo a escuchar la Santa Misa. La mujer tomó agua bendita de la pila, se persignó y también hizo la señal de la cruz en la frente del perrillo, que iba protegido del frío por un abrigo escocés. Se sentaron en el último banco, a mi lado. Llegado el momento de darnos la paz, la mujer me extendió una mano y el perro me dio una patita. ¿Qué iba a hacer yo? “La paz sea contigo”, le dije al perro, que me miró con agradecimiento. Cuando llegó la hora de comulgar, la mujer me pidió que cuidara del chucho hasta su regreso, y allí nos quedamos, el perro y yo, lejos ambos del estado de gracia exigido. Que recuerde, yo nunca he mordido a nadie, pero el perro quizá tuviera ese pecadillo sin confesar. En fin, eso no era asunto mío, del mismo modo que mis asuntos no parecían ser de la incumbencia de aquel perro, el cual, al término del oficio, se mostró huidizo.