Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 17 de noviembre de 2019

249. Mujeres IV


Eugenesia
   Drummond

   Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que les permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo; pero, concedida la avenida, el parto fue normal.
(Borges y Bioy. Cuentos breves y extraordinarios)


Se prohíbe mirar el césped
   Alejandra Pizarnik

   Maniquí desnudo entre escombros. Incendiaron la vidriera, te abandonaron en posición de ángel petrificado. No invento: esto que digo es una imitación de la naturaleza, una naturaleza muerta. Hablo de mí, naturalmente.
(Revista Sur, Buenos Aires, 1963)



Cuento judío conocido
   David Cooper

   Un joven estaba enamorado de una hermosa princesa que vivía en una ciudad próxima. Él quería casarse con ella, pero la princesa le puso como condición que le llevara el corazón de su madre. El joven volvió a su casa y le arrancó el corazón a su madre mientras ésta dormía. Alegremente, atravesó los campos en busca de la princesa pero, como iba corriendo, tropezó y cayó. El corazón saltó de su bolsillo y, mientras estaba caído en el suelo, le preguntó: “¿Te has hecho daño, hijo querido?”.
(La muerte de la familia)


Fábula del mar en los ojos
   Marco Tulio Aguilera Garramuño

   Un hombre que era extranjero hasta de sí mismo se enamoró de una mujer extraña. Y se lo dijo. Pero ella era una mujer extraña, muy solitaria, indiferente, con pájaros en la cabeza. Si me quieres —le dijo—, yo no sé si pueda quererte. —Y, ¿cómo podré convencerte de que me quieras? —preguntó el hombre. —Yo no conozco el mar —dijo la mujer—, no conozco el bosque ni la selva. Sueño con orquídeas desde que las oí mencionar. He vivido en mi casa desde que nací. No he ido más allá de los límites de mi jardín.
   En los ojos de la mujer había algo semejante a una tristeza serena, a un aburrimiento domesticado, a una desesperanza ya vieja y sin solución. Y, sin embargo, como quien trata de pescar ballenas en el manantial del traspatio, se atrevió a pedir:
   —Llévame a ver el mar.
   —De acuerdo —dijo el hombre—. Toma tus cosas y vamos.
   —Pero quiero ir a pie, desnuda y con una venda sobre los ojos.
   —No verás el camino.
   —Tú me guiarás.
   —Pero entonces no podrás ver el bosque y las selvas, no conocerás las orquídeas. No gozarás al contemplar por primera vez el mar.
   —Quizá sí pueda verlos y conocerlos a través de tus ojos.
   —Y entonces, ¿me amarás?
   —Antes de quitarme la venda me describirás el mar. Luego, cuando yo lo vea con mis propios ojos, sabré si puedo amarte o no.
(Antología del cuento corto colombiano)




Siempre perfecta
   Ana María Intili

   Ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni linda ni fea… pero sus ojos: expresivos, color del tiempo. Nunca dejaba de saludarme.
   —Hola M, ¿cómo estás? Saludos a tu mamá.
   ¿Ven?, ni qué reprochar. Siempre perfecta, pero nada para mí. Desde el colegio. En el grupo, si yo entraba, ella salía; si me veía, evitaba la invitación. Siempre con sus amigas. Pero llegó el momento de la venganza. En la graduación. Durante el baile. La invité. No sé cómo. Aceptó. La dejé en la pista. Simulaba ir al baño. No voy a regresar. Menos ahora que escribo este relato.
(El hombre roto)


Me la pela
   Isabel González

   Miro mi pierna depilada, la derecha. Mi pierna depilada, la derecha, es tecnología punta. Brilla, resbala, se expone segura, enardecida por la cera. Me acabo de enamorar de mi pierna derecha. Quiero chuparla, vaya lamerla, pero no. No lo hago. Me detengo porque ahí está mi pierna izquierda. Acusatoria y velluda. Todavía hosca, tenebrosa, confusa. El águila y la mosca sobrevuelan la fronda de la rodilla; el sudor y el río cimbrean pantorrilla abajo entre la maleza; hocicos de roedor asoman por los poros y traen noticias desde lo más hondo. Negro en la broza. Lobos en lo negro. Qué boca feroz te besará a ti, pierna izquierda, pierna umbrosa, pierna indómita. La cera borbotea. Amenaza. La pierna izquierda llora su destino pompeyano. La pierna derecha ríe con esa risa fea de los que conocen lo inexorable. Yo estoy hasta las narices. No quiero elegir. Me pongo la falda y salgo a la luz de agosto doblemente mujer.
(Ginés S. Cutillas [ed.] Los pescadores de perlas)


Una y otras muertes de Rosalía Santoque
   María Eugenia Rojas

   Mi primer trabajo como periodista de “El Ciclón” me llevó por fin hasta el puerto de Bahía Silencio, para conocer la verdad de lo ocurrido acerca de la muerte de Rosalía Santoque.
   El marido, don Justo, sus amigos y el cura mantuvieron siempre la versión de su tranquila muerte matinal acontecida en su lecho, horas después de aquella otra propagada y comentada muerte al final de la noche, cuando la luna desapareció en el mar y ocurrieron misterios de los que nadie o, mejor, casi nadie quiso hablar en voz alta, pero que todos transmitieron en murmullos, de boca en boca, hasta que el cuchicheo se hizo insoportable y se escuchó por fin el grito desgarrado, el grito de miedo, el grito de rabia de todo un pueblo que clamaba venganza.
   Tantos testigos dignos de crédito que nunca fueron escuchados, como Santiago “el bobo” que la seguía siempre de lejos, cuando ella con la complicidad del pueblo caminaba desnuda y febril por la playa. Playita de arena blanca donde todas las noches a las once descubría su cuerpo en el encuentro con aquel otro cuerpo del bello Esteban, que le enseñó por fin que morir de orgasmo era mejor que morir de muerte. Muerte lenta vivida tantas veces en las tardes de lluvia, cuando sus pies descalzos recorrían los cuartos de la vieja casona de don Justo, y sus manos ardientes se recorrían toda.
   Tantos testigos idóneos como la mujer ciega que la llevó después hacia su otra muerte junto al cadáver del bello Esteban, del perdido Esteban, mutilado e inmóvil en el mismo lecho de la playita. Playita de arena blanca donde todas las noches a las once se encontraban sus cuerpos.
   A pesar de todo, don Justo, sus amigos y el cura no sólo desmienten el hallazgo del cuerpo mutilado de Esteban, sino también todos los hechos de aquella noche memorable, cuando Santiago “el bobo” presenció cómo Rosalía Santoque, desnuda y con mirada sonámbula, se sumergió en el mar.
   Y exhiben victoriosamente el certificado de defunción firmado por el médico. De esta manera tratan de borrar la afrenta, tal vez el crimen de don Justo y la revancha del pueblo por las horas intensas que Rosalía vivió por ellos cada noche en la playa de Bahía Silencio.


(Ekuóreo # 10)