Un cuento
Fernando Pessoa
Fernando Pessoa - afiche Museo Genaro Perez |
Al niño, que nació y se crió a la sombra del ruido de las fábricas, se lo llevan al campo y allí sufre y muere en el exilio nostálgico del ruido de los grandes motores, del correr de las correas de transmisión, de los grandes palacios de hierros iluminados con grandes y blancas lámparas eléctricas.
—Pero, ¿es que no te gusta la serenidad del campo?
—¿Por qué tiene que gustarle a uno la serenidad?
—¿No te gustan la luz, el aire, los árboles, tan bonitos y tan verdes?
—A mí no, señora, ¿por qué habrían de gustarme las cosas verdes? ¿Por qué el sol ha de ser más bonito que las lámparas eléctricas? Si me dijesen el porqué, tal vez me gustaran.
Cuánto enfado ponían en su alma el horror de la noria, ¡tan de madera!, y los bueyes tirando del carro. Sólo a lo lejos el tren... el tren. Esta era la vela que cruzaba por el horizonte de su vida de exilio. El tren avanzó sobre él y todo su miedo le supo a orgullo. Esperó temblando, temblando, amándolo, amando la llegada férrea y tremenda desde lejos. Súbitamente, el tren sorteó la curva y se fue haciendo enorme. De pronto, se echó sobre él, siendo ya del tamaño del universo entero.
De esta forma, murió el niño superior que fue fiel a su origen urbano y prefirió la muerte al exilio de las máquinas y de las calles estrechas y de los grandes salones de las iluminadas fábricas con lámparas blancas, eléctricas, cuadrantes de luces por la negrura.
Le habrían asesinado el alma, poco a poco, con el sol y el paisaje. ¡La abominación de los faroles de petróleo en las noches odiosas de tanto silencio!
Si le hubieran dicho que el sol es una inmensa lámpara eléctrica, acaso lo hubiera amado. Pero es que nadie comprende a los niños.
—Pero, ¿es que no te gusta la serenidad del campo?
—¿Por qué tiene que gustarle a uno la serenidad?
—¿No te gustan la luz, el aire, los árboles, tan bonitos y tan verdes?
—A mí no, señora, ¿por qué habrían de gustarme las cosas verdes? ¿Por qué el sol ha de ser más bonito que las lámparas eléctricas? Si me dijesen el porqué, tal vez me gustaran.
Cuánto enfado ponían en su alma el horror de la noria, ¡tan de madera!, y los bueyes tirando del carro. Sólo a lo lejos el tren... el tren. Esta era la vela que cruzaba por el horizonte de su vida de exilio. El tren avanzó sobre él y todo su miedo le supo a orgullo. Esperó temblando, temblando, amándolo, amando la llegada férrea y tremenda desde lejos. Súbitamente, el tren sorteó la curva y se fue haciendo enorme. De pronto, se echó sobre él, siendo ya del tamaño del universo entero.
De esta forma, murió el niño superior que fue fiel a su origen urbano y prefirió la muerte al exilio de las máquinas y de las calles estrechas y de los grandes salones de las iluminadas fábricas con lámparas blancas, eléctricas, cuadrantes de luces por la negrura.
Le habrían asesinado el alma, poco a poco, con el sol y el paisaje. ¡La abominación de los faroles de petróleo en las noches odiosas de tanto silencio!
Si le hubieran dicho que el sol es una inmensa lámpara eléctrica, acaso lo hubiera amado. Pero es que nadie comprende a los niños.
(Cuentos. Páginas de espuma)
El alma humana: un abismo
Álvaro de Campos (heterónimo)
Se cruzó conmigo, vino a mi encuentro en una calle de la Baixa, aquel hombre mal vestido que tiene la profesión de mendigo retratada en la cara, que me es simpático y al que soy simpático; y en reciprocidad, con gesto de largueza, desbordante, le di cuanto tenía… excepto, naturalmente, cuanto tenía en el bolsillo donde llevo más dinero: no soy tonto, ni novelista ruso en ejercicio, y romanticismo sí, pero poco a poco...
¡Pobre Álvaro de Campos, tan aislado en la vida, tan depresivo en las sensaciones! Pobre de él que, con lágrimas auténticas en los ojos, dio hoy, con gesto de largueza liberal y moscovita, todo cuanto llevaba en el bolsillo donde lleva poco, a aquel pobre que no es pobre, al de los ojos profesionalmente tristes.
¡Pobre Álvaro de Campos, tan aislado en la vida, tan depresivo en las sensaciones! Pobre de él que, con lágrimas auténticas en los ojos, dio hoy, con gesto de largueza liberal y moscovita, todo cuanto llevaba en el bolsillo donde lleva poco, a aquel pobre que no es pobre, al de los ojos profesionalmente tristes.
(Poesía. Madrid: Alianza)
Ante la puesta de sol
Alberto Caeiro (heterónimo)
Ayer por la tarde, un hombre de ciudad hablaba ante la puerta de la posada. También hablaba conmigo. Hablaba de la justicia y de la lucha por la justicia, y de los obreros que sufren, y del trabajo constante, y de los que pasan hambre, y de los ricos, que tienen anchas las espaldas por eso.
Y al mirarme vio lágrimas en mis ojos y sonrió complacido, creyendo que sentía el odio que él sentía y la compasión que él decía que sentía.
Pero yo apenas lo escuchaba. ¿A mí qué me importan los hombres y lo que sufren, o suponen que sufren? Que sean como yo, y no sufrirán. Todo el mal del mundo viene de que a unos les importen los otros, sea para hacer el bien, sea para hacer el mal. Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan. Querer más es perderlos y ser desgraciados.
Lo que estaba pensando mientras el amigo de los hombres hablaba (y eso me había conmovido hasta las lágrimas) era en cómo el murmullo lejano de los cencerros, aquel atardecer, no parecía las campanas de una ermita donde fueran a misa las flores y los regatos y las almas sencillas como la mía.
Alabado sea Dios, que no soy bueno y tengo el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino preocupados sin saberlo tan sólo por florecer e ir discurriendo. Es ésta la única misión que hay en el mundo, ésta: existir claramente y saber hacerlo sin pensar en ello.
El hombre había callado, y miraba la puesta del sol. Pero ¿qué tiene que ver con la puesta del sol quien odia y ama?
Y al mirarme vio lágrimas en mis ojos y sonrió complacido, creyendo que sentía el odio que él sentía y la compasión que él decía que sentía.
Pero yo apenas lo escuchaba. ¿A mí qué me importan los hombres y lo que sufren, o suponen que sufren? Que sean como yo, y no sufrirán. Todo el mal del mundo viene de que a unos les importen los otros, sea para hacer el bien, sea para hacer el mal. Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan. Querer más es perderlos y ser desgraciados.
Lo que estaba pensando mientras el amigo de los hombres hablaba (y eso me había conmovido hasta las lágrimas) era en cómo el murmullo lejano de los cencerros, aquel atardecer, no parecía las campanas de una ermita donde fueran a misa las flores y los regatos y las almas sencillas como la mía.
Alabado sea Dios, que no soy bueno y tengo el egoísmo natural de las flores y de los ríos que siguen su camino preocupados sin saberlo tan sólo por florecer e ir discurriendo. Es ésta la única misión que hay en el mundo, ésta: existir claramente y saber hacerlo sin pensar en ello.
El hombre había callado, y miraba la puesta del sol. Pero ¿qué tiene que ver con la puesta del sol quien odia y ama?
(El guardador de rebaños)
Intromisión
Bernardo Soares (heterónimo)
Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada al mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.
Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente —con una tensión de homicidio latente— la voz que va a gastar para decirme alguna cosa. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo.
Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mozo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente —con una tensión de homicidio latente— la voz que va a gastar para decirme alguna cosa. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo.
(Libro del desasosiego)
Incomparecencia
Doctor Pancracio (heterónimo)
[Escrito a los 14 años]
Hacía una bonita tarde de abril, domingo.
Pero aún más bonito era el pensamiento de que vería a Raquel. Ella solía pasar por allí diariamente, pero sólo los domingos podía verla, pues, en los días de semana, a esa hora estaba en el reparto... Pero iba a verla hoy y sólo de pensar en eso me alegraba. Todo hombre que ama sabe que nada hay superior al amor... Pero cuesta esperar y ya había pasado una hora, dos, tres, cuatro... ¡ven que se va a hacer tarde! Era ya una noche de abril que se trataba de convertir en un otro día de abril y sin que apareciera Raquel. Estaba dispuesto a marcharme, pero el amor me rogó que esperara... y esperé.
Hasta que, ¡al fin! Oigo pasos desde el otro lado de la esquina. Me apresuro, corro, tuerzo la esquina y caigo en los brazos... ¡de un lotero!: «Oh, Dios mío, me queda sólo el mil quinientos cincuenta y cuatro y mañana es el sorteo».
¡Faltar a la cita! ¡Desilusión! Pero, para hacer algo, acabé comprándole el décimo y continué hacia mi casa.
Al día siguiente, ¡me vino la gran suerte! ¡Ah!, ¡se me presentó la Providencia! Claro, tuvo que ser la Providencia la que, a cambio de aquella incomparecencia de Raquel, me mandó al lotero en su lugar. ¡Ah, Dios es bueno!
Hace poco traté de engañarme, amigos míos. Hay algo superior al amor, y eso es la pasta.
(Cuentos. Páginas de espuma)
Bernardo Soares (heterónimo)
El hombre delgado sonrió indolentemente. Me miró con una desconfianza que no era malévola. Después sonrió de nuevo, pero con tristeza. Bajó, después, otra vez, los ojos al plato. Continuó cenando en silencio y absorción.
(Libro del desasosiego)
Cuento del hombre que esperaba el tranvía
Botelho (heterónimo)
Era una vez un hombre que esperaba el tranvía.
Estaba esperando al tranvía que llevase el letrero exacto hacia su destino.
Esperó mucho tiempo, como si ya no hubiera tranvías.
Al fin, apareció un tranvía por el final lejano de la calle. Corrió hacia él y era el primero que aparecía. No llevaba el letrero de su destino, pero era el primero que aparecía y ya comenzaba a estar harto de esperar. No venía, ni lleno, ni vacío; no venía, ni rápido, ni lento; era sólo el primer tranvía después de esperar mucho rato al tranvía. Dudó pero, al fin, lo dejó pasar.
Al poco, pasó otro tranvía. Ya no era el primero, porque el primero se marchó ya. Venía despacio y vacío. El hombre tuvo la tentación de entrar en aquel tranvía vacío que andaba despacio y había de ser tan cómodo, después de tanto esperar. El letrero no indicaba su destino, pero iba en la misma dirección y vacío y agradable. Dudó, pero también lo dejó pasar.
Al poco, estando más cansado todavía, vio de golpe otro tranvía que llegó a su lado antes de detenerse. Venía lleno y corría muy deprisa. Tampoco éste ostentaba el letrero de su destino. Aquel que subiera en él no llegaría con retraso, aunque no lo condujera a donde quería. El hombre dudó, pero también a éste lo dejó pasar.
Seguidamente, vino otro tranvía, y de lejos el hombre que esperaba reconoció al guardafrenos y al conductor que venían charlando de nada en la cabecera del tranvía. El vehículo no traía letrero, pues recogía al depósito. El hombre dudó, puesto que conocía al guardafrenos y al conductor e ir con ellos era lo mismo que ir en el tranvía con el letrero de su destino. Pero, tras dudar un momento, dejó de dudar y también lo dejó pasar.
Por fin, cuando el hombre, cansado de esperar, ya se encontraba fatigado, vio un tranvía que portaba el letrero de su destino. No venía ni lento, ni rápido; ni lleno, ni vacío; y no traía gente conocida o desconocida. Para él, sólo contaba que traía el letrero de su destino. El hombre no dudó y entró en él. Con ese tranvía llegó a su casa, porque era justamente ése el tranvía que lo llevaba a su casa.
(Cuentos. Páginas de espuma)