Textos desagregados de Gargantúa y Pantagruel
Her Tripa
Her Tripa predice todas las cosas futuras por arte de astrología, geomancia, quiromancia, metopomancia y otras por el estilo.
Un día, mientras hablaba con el rey de cosas celestiales y trascendentales, los lacayos de la corte, en las escaleras y detrás de las puertas, se revolcaban a placer con su esposa, que era muy hermosa. Y él, que veía todas las cosas etéreas y terrestres sin anteojos, que discurría sobre todos los casos pasados y presentes prediciendo el porvenir, lo único que no veía era a su mujer zarandeándose y jamás se enteró de ello.
La carta
Yendo un día a visitar al filósofo Demócrito, Hipócrates escribió una carta a Dionisio, su antiguo amigo, en la que le rogaba que, durante su ausencia, llevara a su mujer a casa de sus padres, los cuales eran gente honorable y de buena fama, no queriendo que ella se quedara sola. Pero que, a pesar de ello, velara cuidadosamente por ella y espiara cuantos lugares frecuentaba con su madre y a cuantas personas le visitaran en casa de sus padres. «No es que desconfíe de la virtud y el pudor —le escribía—, que me tiene demostrados hasta ahora, sino que no olvido que es mujer, eso es todo».
Remedios
Un hombre, que se había casado con una mujer muda, quiso que ella hablara y habló por arte de un médico y un cirujano, que le cortaron un enciligloto que tenía en la lengua. Recobrada el habla, habló tanto que el marido recurrió de nuevo al médico para pedirle un remedio que la hiciera callar; pero éste repuso que en su arte tenía buenos remedios para hacer que las mujeres hablaran, pero que en cambio no tenía ninguno para hacerlas callar. Añadió que el único podría consistir en la sordera del marido contra el interminable parloteo de la mujer. Al infeliz le hicieron no sé qué herejías y quedó sordo. Entonces la mujer, al ver que cuando, a causa de su estado, le hablaba en vano, sufrió una rabia incontenible. A continuación, cuando el médico pidió sus honorarios, el marido le repuso que cómo estaba realmente sordo, no entendía su demanda; el médico, a fin de vengarse, le echó no sé qué clase de polvos que le volvieron loco y el marido loco y la mujer rabiosa se unieron para vapulear al médico y al cirujano hasta dejarlos medio muertos.
Veredicto
Un muchacho se comía su pan al humo de los asados, encontrándolo así más perfumado y sabroso. El encargado del asador le dejó hacer y, cuando se hubo comido todo el pan, le exigió al pillastre que le pagara el humo consumido. El muchacho le contestó que no había causado daños a las carnes, que no había robado nada y que, por consiguiente, nada le debía. Dicho aroma iba al exterior y se evaporaba; jamás había oído que nadie vendiera el humo de los asados. El patrón replicó que el humo de sus asados no tenía por misión alimentar mozos de cuerda y que, si no le pagaba, le quitaría la carretilla. Entonces, el muchacho enarboló un palo y se puso a la defensiva. El altercado produjo un gran estruendo y el populacho corrió al debate desde todas partes. Entre el gentío se encontraba, por casualidad, Seigny el loco; al verle, el patrón preguntó al muchacho:
—¿Aceptas el juicio que dicte sobre nuestra diferencia el noble Seigny?
—Sí, por el corazón de Dios —respondió el muchacho.
Entonces el aludido, enterado de la cuestión, mandó al mozo de cuerda que le entregará una moneda de plata. La hizo sonar repetidas veces sobre el mostrador y, acto seguido, con majestad presidencial y sosteniendo su garrote en la mano como si fuera un cetro, afirmando en su cabeza el bonete de piel de marta con orejas de papel cortadas en pico de flauta, y carraspeando previamente dos o tres veces, dijo en voz alta:
—La Corte os dice que el mozo que ha comido su pan con el humo del asado ha pagado civilmente al patrón con el sonido de su plata. Ordena la referida Corte que cada uno se vaya a su casa sin gastos ni gabelas.
Destinos contradictorios
Para vengarse de los tebanos, Baco tenía un zorro encantado: aunque hiciera daños y estragos, no podía ser cazado ni inquietado por ninguna bestia del mundo. Por su parte, el noble Vulcano había hecho un perro de bronce monesiano al que había dado vida y movimiento a fuerza de soplar. Estaba encantado, de modo que —a ejemplo de los abogados de ahora— se apoderaba de toda bestia que encontraba, sin que se le escapase ninguna.
Sucedió que ambos se encontraron. ¿Qué hicieron? El perro, por su fatal destino, debía apoderarse del zorro; y el zorro, por su destino, no debía ser cazado.
El caso fue sometido al consejo de los dioses, pues no se podían contravenir los destinos, los cuales eran contradictorios. La verdad, el fin y el efecto de las dos contradicciones juntas fue declarado imposible ante la naturaleza. Júpiter sudó de fatiga. De su sudor, al caer a tierra, nacieron los repollos. Todo este noble consistorio, por falta de resolución categórica, adquirió una sed mirifica, y en aquel consejo se vieron más de setenta y ocho toneles de néctar.
La conclusión: Júpiter convirtió al perro y al zorro en piedras y así quedó libre de toda perplejidad.
El hachero
Couillatris, que se ganaba la vida cortando leña, perdió su hacha. En medio de este apuro, comenzó a gritar, implorar y rogar:
—¡Mi hacha, Júpiter! ¡Mi hacha, oh, Júpiter, o el dinero para comprar otra!
Las invocaciones eran tan fuertes que fueron oídas en pleno consistorio divino.
—¿Qué diablo está ahí que aúlla tan horriblemente? ¿No tenemos a estas horas nada más que hacer que devolver hachas perdidas? —exclamó Júpiter—. No obstante, es preciso devolvérsela: su hacha tiene para él tal precio y estimación como tendría un reino para su rey.
Y, dirigiéndose a Mercurio, le ordenó:
—Dale a escoger entre su hacha, una de oro y otra de plata. Si se conforma con la suya, dadle las otras dos; pero si toma otra, cortadle la cabeza con la suya propia. Haced así con todos los que pierdan sus hachas. ¿En dónde estábamos?
Mercurio arrojó a los pies del leñador las tres hachas. Couillatris tanteó las de oro y plata y dijo que ninguna era la suya. Luego cogió el hacha de madera, miró el extremo del mango en el cual reconoció su marca y, temblando de alegría, dijo:
—¡Madre de Dios, ésta es la mía! Si me la queréis dar, os sacrificaré un enorme pote de leche muy bien cubierto de hermosas fresas en los idus de mayo.
—Tómala —dijo Mercurio—. Y puesto que has escogido la mediocridad en materia de hachas, por la voluntad de Júpiter te ofrezco las otras dos.
En poco tiempo, el leñador llegó a ser el hombre más rico del país. Pero sus vecinos, que antes le tenían conmiseración, ahora lo envidiaron, y comenzaron a investigar cómo le había llegado aquel tesoro. Al saberlo, pensaron que era un método fácil y de poco costo para enriquecerse. Entonces, ya no se cortó ni se hendió más leña en la comarca, pues los leñadores perdieron sus hachas; y otros vendieron sus espadas para comprar hachas a fin de perderlas. Pronto empezaron a repercutir sus gritos y lamentos. Mercurio acudió pronto y a cada uno le ofreció tres hachas, tal como había ordenado Júpiter que se hiciera en adelante. Todos escogían la de oro, dando gracias al gran donante Júpiter; pero, en el instante en que la levantaban del suelo, encorvados e inclinados, Mercurio les cortaba la cabeza.
El número de cabezas cortadas fue igual y correspondiente al de hachas perdidas.
Un cerdo
Del lado de la Tramontana apareció un grande, graso, grueso y gris cerdo, con alas largas y amplias como las aspas de un molino de viento. Tenía un penacho rojo carmesí como el de un fenicóptero lo que en Languedoc se llama flamenco. Tenía los ojos encarnados llameantes, como un carbunclo; los ojos verdes como una esmeralda; los dientes amarillos como un topacio; la cola larga y negra como mármol luculiano; los pies blancos, diáfanos y transparentes como un diamante, ampliamente palmeados, como las ocas y como antiguamente en Tolosa los tenía la reina Pedauca. Llevaba al cuello un collar de oro con una inscripción en letras góticas que dice: “Conócete a ti mismo”.