El samuraicito
Juan Miguel Villegas (Colombia)
Tengo un samuraicito. Lo compré hace como tres meses en la tienda de un oriental, un chino gordo y casi sin ojos que de lo borracho no se dio cuenta, creo, de lo que perdía. Todavía lo guardo en la misma caja en que lo puse desde el primer día, cosa que le incomoda de manera terrible, pero qué puedo hacer, no tengo dinero para comprarle una jaula para tucanes con un bonsái adentro.
Duerme, me da la impresión, casi todo el día, pero cuando despierta transpira furia y remata a golpes las paredes de cartón. Chilla, y a veces alcanza incluso a perforar la caja con su lancita. Por los orificios saca la lengua, grita, y creo que me insulta, pero no le entiendo lo que dice.
No me arriesgo a dejarlo salir, no me inspira confianza un samurái. A pesar de todo lo quiero, es mi mascota y a las mascotas con el tiempo se les quiere, no importa si son peces, gatos o samuraicitos. Me da un poco de lástima su condición: un samurái no nació para estar encerrado sino para cumplir delicadas misiones, asesinar primeros ministros o degollar generales. Y es algo triste que un guerrero de su clase no pueda superar una estructura tan simple como una caja de cartón. Y, sin embargo, parece no estar interesado en terminar con su vida.
Sólo espero que cuando por fin logre comprar la jaula que me permita ver sus maniobras de combate, mi samuraicito aún no haya comenzado a volverse viejo.
Ella debe crecer y yo disminuir
André Gide (Francia)
Y como Prometeo se aburría, a la caída de la tarde llamó a su águila. El águila vino.
—Hacía tiempo que te esperaba —dijo Prometeo.
—¿Por qué, entonces, no me llamabas antes? —repuso el águila.
Por primera vez, Prometeo se fijó en su águila, inseguramente posada sobre las rejas torcidas de la celda. En el dorado crepúsculo parecía aún menos lúcida; era gris, fea, desmirriada, malcarada, resignada, mísera; parecía demasiado débil para volar; al verlo, Prometeo lloró de la lástima por su águila.
—Ave fiel —le dijo—, parece que sufres, dime: ¿qué te ocurre?
—Tengo hambre —dijo el águila.
—Come —dijo Prometeo, descubriendo su hígado.
El ave comió.
—Me haces daño —dijo Prometeo.
Pero el águila no dijo nada más ese día.
Mito
Edmundo Domínguez Aragonés (España)
Un hombre había cometido un crimen sangriento. En el fondo de su ser no existían los datos que en el exterior —a decir de Lombroso— revelan al criminal y, a pesar de no ser un asesino, en un momento en que las circunstancias se lo se lo exigieron, había matado a otro hombre. Acongojado por la culpa, sin tener a mano un confesor, ni siquiera un espejo, y ante el temor de delatarse durante el sueño, salió al campo, hizo un hoyo, de una anchura tal en la que apenas su boca cupiera y ahí, de hinojos, con un gran grito que le salió quién sabe dónde, confesó a la tierra su crimen. Descargado de su yerro, volvió al hogar. Iba contento y el aire le acariciaba el pelo, ensortijádolo; pero ese mismo aire le llevó una voz, que él creyó reconocer como suya. Una voz que relataba su delito. Cuando descubrió que el hoyanco que había heredado tenía una salida —“quizá coincidió con el túnel de un topo”—, el hacha del verdugo cercenaba su cuello.
Nerón
Geoffrey Chaucer (Inglaterra)
Había en Nerón tales vicios que sólo el mismo diablo era capaz de poseerlos, mas —nos asegura Suetonio—, a pesar de ellos, era tan grande su poder que se extendía por el mundo en sus cuatro partes. Amante de joyas, sus ropas estaban recamadas de rubíes, zafiros y perlas blancas. No había en el mundo emperador que fuera tan suntuoso en el vestir, ni más vano, ni tampoco más irritable y enojoso. Nunca llevaba un traje más de una vez y guardaba gran cantidad de redes de oro, por si acaso sentía el deseo de pescar en el Tíber. Y era siempre su palabra ley y la misma Fortuna, como buena amiga, no dejaba de obedecerle.
Mas, para buscar nuevos alicientes a su diversión, quemó la ciudad de Roma. Y como sus senadores lamentaran y deploraran aquel acto, les dio Nerón muerte, asesinando también a su propio hermano.
Y así, siguiendo su monstruosa inclinación, a su hermana la honra arrebató e hizo de su madre cruel espectáculo, abriendo las entrañas que lo habían concebido, y no sintió por ella compasión alguna; mas, al verla ante él, sin verter ni una lágrima, sólo pudo decir: “En verdad que era una mujer hermosa”.
(Cuentos de Canterbury. Siglo XIV)
El amigo
Camilo José Cela (España)
El rabí don Sem Tob, judío de Carrión, cantó al amigo claro, leal y verdadero. No es fácil cantar ni pintar al amigo claro, leal y verdadero; lo difícil es disecarlo a tiempo, para que no pueda escapársenos jamás. En la cultura sumeria, a los amigos claros, leales y verdaderos se les enterraba en el barro para que la sequía que, tarde o temprano, siempre acaba por llegar, devolviese a la luz del precavido amigo enterrador el molde exacto de la amistad. Con esta paciente técnica, los próceres sumerios llegaron a gozar de la compañía de legiones enteras de amigos claros, leales y verdaderos, cortados todos por el prudente y exacto patrón de la claridad, la lealtad y la verdad. Después, la costumbre comenzó a caer en desuso y acabó, para desgracia de todos, perdiéndose entre las farragosas páginas de los tratados de arqueología, su sumeriología y ciencias conexas.
(Gavilla de fábulas sin amor, 1962)
Historias de diablos
Baltasar Porcel (España)
Existe, claro, el problema de los diablos que van detrás de las mujeres. Todavía no ha podido estudiarse bien el asunto. Si se trata sólo de un diablo que se enamora y le da por cortejar, nada. Pueden convencer a la novia —cosa poco fácil porque ellas son, en Mallorca, espantadizas—, huyen a Francia y se casan por lo civil, porque satanases y clericalla son materias opuestas. La complicación surge cuando el espíritu infernal va de mala fe y, a base de concienzudos y exaltados magreos en los puntos neurálgicos, arrastra a la bella bajo una higuera o a un pajar, y se la tira. Después escapa y ella pare un diminuto monstruo. Se afirma que, si un demonio puede mezclar su saliva, por medio de besos o escupitajos, con la de una mujer, esta se enamora con alelamiento total. Comúnmente, cuando un diablo tiene ganas de hembra, va a una casa de prostitución, y listo. Les gustan las morenas de aspecto absolutamente canalla y las rubias de presencia frágil y angelical. Los términos medios, no.
El mercado
Juan Carlos Onetti (Uruguay)
Por exceso de festejos Martha se despertó en medio de la noche, trajinó y no quiso llorar como acostumbraba para conquistar los mimos de Helena. Trató de recuperar su sueño de felicidad y fracasó. Ahora sí lloró, pero con la cara dolida contra la almohada, tan sola y sin dicha en la noche negra.
Pero Helena supo, presintió sin oír y vino desde el otro dormitorio. Paciente, estuvo escuchando la tragedia.
—Que me robaron la mitad de un sueño feliz con una playa y un mar con sus caballos de tiza.
La otra niña, Judith, se agregó al desconsuelo.
—Yo tuve un buen sueño raro, pero cuando me despertaron se fue, lo perdí, no me acuerdo de nada.
Así que en la mañana Helena vistió a las niñas y fueron al mercado.
La entrada era ancha, pero al poco andar se tropezaba con gruesas columnas de mármol veteadas de intensos colores como en la mezquita de Córdoba y que obligaban, al avanzar, a desfilar y hombrearse e intentar caminos tortuosos hasta alcanzar el gran patio de azulejos con una fuente incesante de agua. Junto al techo revoloteaban lentas marmotas aladas y semidormidas. Una de ellas descendió y, sin mirar a Helena, mordisqueó suavemente las cabezas de las niñas y las fue llevando a través de un nuevo bosque de columnas hasta un pequeño altar donde un serafín las recibió sonriente y no necesitó preguntas para saber qué querían.
Helena aún en la puerta, quién sabe, olvidada, e impedida por columnas que se elevaban, enormes y gruesos cilindros jaspeados, surgiendo a cada paso, ordenándose para obligarla a seguir un sendero viboreante, que se transformó en laberinto imperioso y desembocó, guiándola sin violencia hasta la puerta sin hojas, hasta la acera donde ya la esperaban las niñas con los conocidos pétalos de amapola que garantizan el sueño y su intocable absurdo.