Logia de maniáticos IV
Enrique Anderson Imbert (Argentina)
Muchas veces, en las breves y forzadas paradas en los urinarios, había leído en los tabiques frases escritas por otras manos; y también se había imaginado las pictografías de las cuevas prehistóricas, las inscripciones en las atalayas de los castillos, la literatura mural de calabozos y garitas. ¿Fue así como comenzó su grafomanía? Lo cierto es que cuando cayó enfermo y lo encerraron en su habitación, las recién blanqueadas paredes lo instigaron a anotar con carbón sus pensamientos: irremediablemente tuvo que escribir. Escribía todos los días en las cuatro paredes a la redonda, a la altura de los ojos. La cabeza se le fue ciñendo con una corona de palabras negras, gruesas y movedizas. Mientras su salud empeoraba —ya no podía levantarse de la cama— esas palabras se pusieron a pensar por su propia cuenta. Él, postrado, las miraba dar vueltas por las paredes, arañas de la inteligencia, tejedoras de apotegmas y silogismos. Al final alcanzó a comprender que ahora la habitación misma era su cabeza y que él, adentro, era menos que una pálida idea, apenas una burbuja sin fuerza para llegar a ser palabra.
(El gato de Cheshire)
Fábula graciosa
Georg Christoph Lichtenberg (Alemania)
Un profesor ruega a la Providencia que haga de él un nombre a imagen y semejanza de sus cánones psicológicos. Su deseo es atendido y tienen que internarlo en un manicomio.
(Aforismos, 1779)
Diario de un loco
Lu Hsun (China)
No logro ver el sol, la puerta no se abre; dos comidas al día.
Al tomar los palillos volví a pensar en mi hermano; ahora sé que fue él quien decretó la muerte de mi hermanita. Tenía entonces cinco años, era muy dulce y graciosa; me parece verla aún. Mi madre lloró durante diez días y diez noches, y mi hermano trataba de consolarla, tal vez por haber sido él quien se la había comido y aquellas lágrimas lo hacían sentirse avergonzado. ¡Si es que aún sabía lo que era la vergüenza!
Fue mi hermano quién devoró a mi hermanita, aunque no sé si mi madre llegó a saberlo.
Creo que mi madre lo sabía, pero mientras lloraba no le decía nada a nadie, tal vez porque le parecía natural. Recuerdo que en una ocasión en que estaba sentado en el pórtico tomando el fresco (tendría yo entonces cuatro o cinco años), mi hermano dijo que, si los padres se enferman, un hijo debe estar dispuesto a cortarse un pedazo de carne y cocinarla para ellos; sólo así demostraría tener nobles sentimientos, y mi madre no lo contradijo. Pero, si se puede comer un pedazo de carne humana, igualmente se puede comer a una persona entera. Sin embargo, al pensar en el llanto de entonces, mi corazón sangra todavía; eso es lo más extraño de todo…
(Diario de un loco, 1918)
Loco es…
Jacques Lacan (Francia)
Si un hombre que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey.
(«Acerca de la causalidad psíquica»)
Nada le pasa
Henry Marsh (Inglaterra)
—El paciente es un hombre de treinta y cinco años. Cree que tiene un insecto en la cabeza.
—¿Le hiciste una resonancia magnética? —pregunté.
—Sí, señor. No hay ningún insecto.
Autobús de cristal
Gabriel Jaime Alzate O. (Colombia)
La gente comenzó a llegar a la ciudad desde hace meses. El flujo no se detiene. Provienen de diferentes rincones del país. Buscan trabajo, comida, estudio, un amor extraviado, un familiar al que hace tiempo dejaron de ver. Esto ha suscitado problemas. Entre ellos la pérdida de la razón.
En los últimos tiempos, las autoridades alarmadas por el incesante desplazamiento de forasteros, han tomado medidas preventivas. Instalaron tribunas en uno de los parques principales. Las primeras filas siempre tienen localidades reservadas. Bajo el sol del mediodía llega el bus del manicomio. Un bus que tiene paredes de cristal.
En otras épocas no había tantos locos como ahora. Asimismo, nadie se preocupaba por la manera como iban a tranquilizarlos. Bastaba con suministrarles calmantes. Con el tiempo los problemas ocasionados por los enfermos mentales dentro del sanatorio fueron en aumento. La primera decisión fue que cada día arrojarían un loco al mar. Al más insoportable. Al que más alborotara. Frente a las ventanas del edificio que los albergaba, el mar se llenaba de tiburones. Cada tarde, como pájaros de sangre aguardaban su comida de huesos y carne enloquecida. Pero un médico se quejó ante el Estado. Pararon las ejecuciones. Alguien sugirió la idea de sacarlos a pasear desnudos.
Al principio la idea pareció disparatada. Sin embargo, no había alternativa posible. La desnudez, dijeron los médicos, era no sólo un escarmiento para los cuerdos, sino una posibilidad de refrescarles un poco la carne demente que apiñada olvidaba las delicias de otros tiempos.
Cuando el transporte se detiene en un extremo de la plaza, la gente que ocupa la parte reservada de las tribunas se dirige hacia el bus y lo rodea a prudente distancia. Son los familiares de los locos. Cada día acuden para saber de ellos. Da comienzo un muy particular ritual de comunicación: los enfermos muerden sus dedos y con la sangre que mana escriben, para los suyos, mensajes en las paredes de vidrio: “Café en la estufa”, “La puerta abierta”, “Por la noche vemos”, “Las flores para padre”, “Mamá olvidó las llaves”, “Por fin la he visto”, “Hoy no. Mañana”, “Todo va muy bien”. Los familiares toman atenta nota de los mensajes con el único fin de presentarlos a los médicos al día siguiente como prueba de la mejoría de sus parientes.
El chirrido vítreo del bus nos dice que la visita a los enfermos mentales ha terminado. El transporte se pierde por una calleja rumbo al sur con su humana carga de peregrinos de la lucidez. Sus familiares, entre tanto, se abrazan alborozados. Una mujer comenta a otra que su hijo cada vez escribe mejor. No había un solo error de ortografía. La caligrafía, por otra parte, ha embellecido de manera notable, acaso no se dio cuenta de los adornos en las letras, esa manera tan suya de rematar el vuelo de las mayúsculas. Parecía que escribiera con pluma: ligero al subir y grueso y firme al bajar. Qué perfección.
El agua de la locura
Cuento sufí
En tiempos antiguos vivió un misterioso profeta y santo llamado Khadr, que salvó a muchos e hizo muchos milagros. Dicen que el mar y el cielo se rendían a su voluntad y que podía aparecer en cualquier lugar y en todo lugar al mismo tiempo, y cuentan que su inmortalidad provenía del Agua de la Vida, que encontraba usando una joya luminosa que había caído del Paraíso. Cuando la hallaba, se sumergía en el agua y su cuerpo y su vestimenta se volvían verdes, y donde quiera que hollaban sus pies la tierra reverdecía.
Un día Khadr fue al pueblo con una advertencia. Se presentó ante el consejo y les dijo que toda el agua del mundo desaparecería y sería renovada con otras aguas. “Esas aguas los enloquecerán”, vaticinó. “Para salvaros, debéis almacenar el agua aquí en la Tierra. Si la salváis, seréis salvos”.
Pero sólo un hombre le hizo caso. Fue a los ríos y a los arroyos, a los lagos y a las cascadas, a los pozos y a las albercas, y llenó botellas, jarros, baldes y barriles, que escondió en una cueva. A nadie le mencionó esa cueva ni dónde se encontraba.
Un día, tal como predijo Khadr, las vertientes, los lagos y las cascadas se secaron. El hombre que había escuchado a Khadr permaneció oculto en la cueva y bebió sólo del agua que había guardado, mientras esperaba la llegada de las nuevas aguas. Éstas no tardaron en llegar. Los ríos volvieron a fluir hacia los lagos y las cascadas de nuevo retumbaron contra las rocas. El agua volvió a todos los lugares de donde se había ido. La gente del pueblo se llenó de alegría y todos bebieron hasta hartarse.
El hombre de la cueva, creyendo que había pasado el peligro, salió de su escondite y volvió al pueblo. Pero cuando vio a la gente bebiendo alegremente en la plaza y los saludó, todos se quedaban mirándolo sin contestar. Trató de hablar con algunos y descubrió que habían enloquecido. Hablaban un idioma diferente y no tenían memoria de los tiempos de antes de la sequía.
“¿No recuerdan que se secaron los ríos, los lagos y los pozos? ¿No recuerdan la profecía de Khadr?”, les decía. Pero ellos lo miraban como si él fuera el loco.
“¿Qué está diciendo?”, preguntaban ellos, pero él no entendía qué querían. Entonces comenzaron a mostrarle los puños y a gritarle. Él comprendió que no podría explicarles lo que había ocurrido, así que volvió a esconderse en su cueva y a beber el agua de la cordura.
Al cabo de un tiempo, sin embargo, comenzó a sentirse muy solo. Una noche se acercó al pueblo y escuchó de lejos las conversaciones y las risas de los hombres, y deseó poder volver a ellos, aunque para ello debiera perder la cordura.
Al día siguiente, fue al pozo que estaba en medio de la plaza y bebió del agua nueva, para poder ser tan loco como los demás. Al instante se olvidó la advertencia de Khadr y comenzó a entender el lenguaje de los demás. Cuando se volvió a ver con los que habían sido sus amigos, éstos le dijeron: “Te habías vuelto loco, pero has recuperado tu cordura”.
Traducción de Henry Ficher