Canción italiana
Fred Wander
Recuerdo una noche en Buchenwald en la que, de repente, alguien se puso a cantar en el barrancón oscuro. En el barrancón abarrotado, apestoso a suciedad, orines y pus, donde los hombres lanzaban ayes, gemidos y suspiros, de pronto uno arrancó a cantar: ¡una canción de amor italiana! Con una maravillosa voz de tenor y lleno de calidez entrañable… Y los presos dejaron de lamentarse para escuchar el canto. Les llegó un soplo de vida de más allá de la tumba, una idea de aquella vida viva de cósmica lejanía, donde seguía habiendo canciones y árboles floridos, mujeres… y un rincón caliente con olor a buena comida.
(La buena vida o de la serenidad ante el horror)
El bienestar de los objetos
Norah Lange
Cuando ejecutaba alguna cosa con orden, no era por prolijidad, sino debido al impulso obsesivo de procurarle un bienestar a cualquier objeto y, si fuese posible, que se hallase en contacto con otro similar. Los lápices de colores, las palabras recortadas, los juguetes, no conocieron ninguna soledad, pues siempre se encontraba situados uno al lado del otro, como si hablasen en secreto.
Recuerdo que la institutriz nos habituó a que ordenásemos nuestra ropa. Yo colocaba los camisones, unos encima de otros, procurando que no se rozaran con las bombachas, y nunca pude dejar una enagua sola, alejada de las otras, porque me parecía que se quedaba triste.
Antes de acostarnos debíamos poner los juguetes en su sitio. A mí no me bastaba agrupar las muñecas, procurarles la ternura suficiente del contacto de sus brazos. Cuidaba, además, sus posturas. A veces era necesario que me levantase de noche, para ir, a escondidas, al cuarto de los juguetes y cerciorarme de que ninguna mantenía un brazo en alto, la cabeza agachada o dada vuelta hacia atrás. No habría podido dormir pensando en que se pasaría toda la noche con una pierna encogida, sentada de costado en una posición incómoda. Esta costumbre me siguió mucho tiempo. Más tarde, al visitar alguna casa donde hubiera criaturas, permanecía hasta que se hallaran acostadas para aproximarme a las muñecas, disimuladamente, y con un gesto distraído bajar un brazo, enderezar una pierna.
(Cuadernos de infancia)
Marzo 6 de 1984
Sándor Márai
Nuestra vieja criada en Buda era una excelente cocinera, aunque con los años fue perdiendo vista. Un día que vino a comer un invitado quisquilloso, ella nos sirvió una ensalada en la que se escondía un gusano. Cuando mi esposa se lo advirtió, la vieja le contestó avergonzada: “Entonces tendré que irme”. Y se marchó. Medio ciega y muy mayor, se fue al asilo.
(Diarios 1984-1989)
Sueño
Nathaniel Hawthorne
La otra noche soñé que el mundo estaba tan insatisfecho con la escasa precisión con que se da cuenta de los acontecimientos, que me ofrecían mil dólares a cambio de que narrara todos los hechos de importancia pública tal como ocurrieron realmente.
(Cuadernos norteamericanos)
Momento de una travesía en barco
Janusz Korczak
Una niña pequeña permanece en la cubierta con un mar zafíreo al fondo. De repente, una fuerte ventolera. La niña entorna los ojos y se los tapa con las manitas. Pero la curiosidad es más fuerte y la obliga a mirar. ¡Qué extraño! Por primera vez en su vida un viento limpio. No lanza polvo a los ojos. Hace dos intentos para asegurarse bien y luego apoya las manos en la barandilla. El viento y su pelo. Asombrada, abre los ojos de par en par. Sonríe, desconcertada.
(Diario del gueto)
Sueño recurrente
Eduardo Chirinos
Recibo una carta del Ministerio de Educación. Luego de revisar mis certificados se ha descubierto que nunca aprobé matemáticas en primero de primaria. Este inconveniente invalida —según la carta— todos los títulos obtenidos, incluyendo los universitarios. Para regularizar la situación, debo aprobar ese curso y, para eso, tengo que matricularme en primero de primaria. De nada vale que les explique que ha pasado mucho tiempo, que vivo en otro país, que trabajo desde hace años en la universidad. Hago maletas, me despido de mi mujer, tomo un avión a Lima y me veo rodeado de mis compañeros de colegio (todos ellos niños) sentado en un incómodo y pequeño pupitre de madera.
(Anuario mínimo)
Golpe de inspiración
¿Albert Einstein?
En los años 20, cuando apenas yo empezaba a ser conocido por la teoría de la relatividad, era con frecuencia solicitado por las universidades para dar conferencias. Como no me gusta conducir y, sin embargo, el coche me resultaba muy cómodo para los desplazamientos, contraté a un chofer.
Después de varios días de viaje, comenté lo aburrido que era repetir lo mismo una y otra vez.
—Si quiere —me dijo el chofer—, le puedo sustituir por una noche. He oído su conferencia tantas veces que la puedo recitar palabra por palabra.
Le tomé la palabra, pues los académicos no me conocían aún. Antes de llegar al siguiente lugar, intercambiamos ropas y yo me puse al volante.
Cuando el chofer terminó la conferencia, un profesor en la audiencia le hizo una pregunta. Como no tenía idea de la respuesta, le contestó:
—La pregunta que me hace es tan sencilla que dejaré que mi chofer, que se encuentra al final de la sala, se la responda.