Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 21 de agosto de 2022

321. Ejecuciones IV

 

Tormento IX
   Luis Britto García (Venezuela)

   El preso, a quien se encierra en una celda con un letrero que dice se prohíbe tocar el botón, para observar cuánto tardará antes de enloquecer dudando si al tocar el botón se abrirá la puerta o sobrevendrá la ejecución fulminante o aparecerá simplemente un nuevo letrero que dirá se prohíbe apretar por segunda vez el botón.
(Rajatabla)


Ipso facto
   Luis Armando Abril Del Río (Colombia)

   El rey llamó al jefe de los verdugos, lo miró de arriba abajo con ese halo de suficiencia que le había dado su noble cuna y, reprimiendo un bostezo, simplemente le dijo:
   —¡A partir de este momento, a cualquiera que no haya acatado las leyes y muestre irrespeto por la voluntad del pueblo, se le cortara la cabeza!
   El verdugo llevaba años sirviendo a su soberano y sabía que una orden suya, fuera la que fuera, tenía que ser obedecida sin rechistar. Lo decapitó de inmediato.


Ley de fuga
   Carlos Bastidas Padilla (Colombia)

   Después de que la revolución fue vencida por las tropas del gobierno, Régulo Ortega regresó a Puerto Ventura a seguir luchando por la causa que él nunca quiso aceptar que se había perdido definitivamente en Palonegro, en donde había peleado al lado del general Vargas Santos; ni siquiera quiso admitirlo cuando de pronto se vio arrumbado en los sótanos de la cárcel municipal, sentenciado a sesenta años de prisión, por los delitos de sedición, asonada y otros suficientemente graves como para dejar cualquier pellejo deshecho en una cárcel del Estado.
   Los primeros treinta años los fue marcando en las paredes de su celda, con huequitos en donde guardaba los últimos trocitos de sus postreras esperanzas; después, se dedicó a tapar un hueco, cada año; y cuando había tapado veintinueve, y todavía le faltaban dos días, ocho horas y cincuenta segundos para cumplir su condena, el nuevo jefe de prisiones, temiendo una nueva revolución, decidió ser benévolo con el viejo prisionero; así pues, acompañado por un cabo, un dragoneante y media docena de policías, bajó al sótano y ordenó sacar al hombre.
   Sólo cuando lo hubieron depositado en media calle, para que se asoleara a la vista de todo el pueblo, pudieron percatarse de esas dos alas membranosas y transparentes que le habían nacido en su cuerpo desnudo, pequeñito, arrugado y pegado al suelo, y se llenaron de espanto cuando las vieron desplegarse, al ser doradas por el ardiente sol de enero.
   Dos días se estuvieron las gentes sentadas en la calle, con la esperanza morbosa de verlo levantar el vuelo; y cuando lo vieron elevarse sobre sus cabezas, y enrumbar al mar, los policías dispararon sus fusiles largamente preparados, y el viejo prisionero, dando chillidos y aletazos, se precipitó al mar. Las olas, que había alborotado con sus alas colosales, lo sepultaron para siempre en las profundidades del océano, cuando aún le faltaban siete horas y cincuenta segundos para cumplir su condena.
(Selección del cuento colombiano - Harold Kremer [comp.])

La descubrió en el metro
   Alejandra Díaz Ortiz (México)

   “Es imposible criatura tan bella. No puede existir tal perfección”, musitó en voz baja. Y no se equivocó. Al bajar la mirada, observó sus zapatos. Eran de confección barata, y con tres puntos de mal gusto. Además, el par de manoletinas gastadas delataban unas extremidades gibosas e inversamente desproporcionadas con el resto de su excelsa figura.
   Mientras la seguía por los pasillos hacia la salida del suburbano, decidió que los pies serían lo primero que le iba a cortar…
(No hay tres sin dos, 2014)


Depredador
   Miguel Ángel Caro (Chile)

   Tres muchachas llegan puntuales a la dirección que les dio un hombre por teléfono. Debían bailar para un grupo de varones y darle una atención especial al futuro casado.
   La puerta de la casa estaba abierta. Por un pasillo frente a la entrada, llegaron directo a un patio con olor a grasa.
   La escena fue horrible. Los tipos estaban comiendo desaforados los restos de un asado a medio cocer; eran partes de cuerpo humano. Las muchachas se miraron de reojo e intentaron a correr, pero los hombres les bloquearon el paso y las rodearon; pero ellas sacaron las cuchillas que guardaban en sus carteras y los tajearon hasta que dejaron de respirar. Lo de comérselos fue por curiosidad culinaria y porque había carbón encendido.
(No todos son de Charly, 2016)


El buen decapitador
   Oswaldo Díaz Ruanova (México)

   Wang Lung fue modelo de verdugos. Su eficaz arte con la cimitarra floreció durante toda la dinastía Ming, al servicio de un emperador que lo aplicaba para sus odios irreprimibles contra hombres ingeniosos o inteligentes.
   El afán de perfección de Wang Lung se cumplió cuando pasaba la cumbre de los sesenta años. Al pie del patíbulo, después de cercenar y hacer rodar por el polvo a diecinueve cabezas, impulsadas por su inimitable juego de mandoble, su vieja ambición fue colmada con el vigésimo condenado, un mandarín, Kío, famoso por su ingenio y elegancia.
   En un silencio expectante, el noble joven empezó a subir los escalones del patíbulo, cuando el sable de Wang Lung relampagueó de pronto, a velocidad increíble. Kío ascendió los escalones restantes sin advertir lo ocurrido, por lo que al llegar ante su verdugo le dijo:
   —¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas mi agonía, cuando decapitaste a los demás con tan piadosa y amable rapidez?
   Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida y de su arte se había cumplido. Una leve sonrisa serena y luminosa se extendió por su rostro, y con exquisita cortesía, respondió así al decapitado:
   —Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza.
(Revista Siempre!, 1961)


La silueta
   Harold Kremer (Colombia)

   Antes de recorrer el camino hacia la silla eléctrica, a Daniel se le concede un deseo. Le entregan la mitad de una vela y un fósforo. También pide que su celda quede en la oscuridad. Después de revisarla palmo a palmo, el carcelero se lo concede. Enciende la vela sobre el camastro de cemento. En el foco de luz, una silueta parecida a él brota en la pared. Daniel empieza a hablar. Sabe que apenas tiene una hora. “Quisiera”, dice, “volver a oler la tierra mojada por la lluvia; sentir el aroma del sexo de Carolina, la mujer que amé, la mujer a la que tuve que matar porque se empeñó en no pronunciar el nombre de un hombre”. Al fondo, desde la pared, la silueta empina la nariz y la celda se llena de aroma a tierra y sexo. Luego, Daniel salta a su infancia. “El día que mi padre me regaló un maromero que subía y bajaba por un hilo”, dice, “fue el más feliz de mi infancia”, y cuenta cómo era ese maromero. La silueta dibuja en la pared un hilo oscuro y empieza a subir y bajar. Luego habla del abandono de su madre, del primer beso, los partidos de basquetbol, las fiestas con los amigos, el trabajo, la soledad de la celda... A punto de agonizar la vela, habla del sacerdote que hace una semana viene todos los días a prepararlo para la muerte. “He leído la Biblia”, dice, “he discutido con él y he llegado a la conclusión de que la oscuridad es el fin del mundo, el fin de la vida, el fin de todo lo que existe”. La silueta, que está sentada con la Biblia en una mano y con la otra levantada, discutiendo con el sacerdote, se voltea a mirarlo. Tira el libro e intenta correr fuera del moribundo foco de luz.
   La vela se apaga.