Lydia Davis (Julio 15, 1947) es una reconocida escritora norteamericana que ha aportado mucho a la difusión del minicuento en Estados Unidos, donde Flash Fiction es uno de los términos más aceptados del género. Davis también escribe cuentos, novelas, ensayos, y ha publicado nuevas traducciones de obras clásicas de la literatura francesa, entre ellas El camino de Swann de Marcel Proust y Madame Bovary de Gustave Flaubert.
En una casa asediada
En una casa asediada vivían un hombre y una mujer. Desde donde se agazapaban en la cocina, el hombre y la mujer oyeron pequeñas explosiones. “El viento”, dijo la mujer. “Cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería irse a casa, pero ya estaba en casa, ahí en medio del campo en una casa asediada.
Madre
La niña escribió un cuento. “Pero cuánto mejor sería si escribieras una novela”, dijo su madre. La niña construyó una casa de muñecas. “Pero cuánto mejor sería si hubiera sido una casa”, su madre dijo. La niña hizo una almohada pequeña para su padre. “Pero no sería más práctico una colcha”, dijo su madre. La niña cavó un pequeño hueco en el jardín. “Pero cuánto mejor sería si cavaras un hueco grande”, dijo su madre. La niña cavó un hueco grande y se acostó a dormir en él. “Pero cuánto mejor sería si durmieras para siempre”, dijo su madre.
Lo que ella sabía
La gente no sabía lo que ella sabía, que en realidad ella no era una mujer, sino un hombre, a menudo un hombre gordo, pero más a menudo aún, probablemente, un hombre viejo. El hecho de que ella era un viejo le hacía difícil ser una mujer joven. Era difícil para ella hablar con un muchacho, por ejemplo, aunque el joven claramente estuviera interesado en ella. Ella tenía que preguntarse, ¿por qué este muchacho está coqueteando con un hombre viejo?
Mildred y el oboe
Anoche Mildred, mi vecina de abajo, se masturbó con un oboe. El oboe resollaba y ululaba en su vagina. Mildred gemía. Más tarde, cuando pensaba que ya había terminado, comenzó a gritar. Yo yacía en la cama con un libro sobre la India. Podía sentir su placer filtrándose en mi cuarto por las tablas del piso. Por supuesto que podría haber otra explicación para lo que había oído. Tal vez no fuera el oboe sino el que lo tocaba quien estaba penetrando a Mildred. O tal vez Mildred estuviera golpeando a su pequeño e histérico perro con algo delgado y musical, como un oboe.
Mildred la de los gritos vive abajo. Tres mujeres de Connecticut viven arriba. Hay una pianista con sus dos hijas en el primer piso y unas lesbianas en el sótano. Yo soy una mujer decente, una madre, y me gusta irme a dormir temprano... ¿pero cómo puedo vivir una vida normal en este edificio? Es un circo de vaginas brincando y haciendo cabriolas: trece vaginas y un solo pene: el de mi pequeño hijo.
La decimotercera
En un pueblo de doce mujeres hay una decimotercera. Nadie admitió que vivía allí, no llegó correo para ella, nadie habló por ella, nadie preguntó por ella, nadie le vendió pan, nadie compró nada de ella, nadie le devolvió la mirada, nadie golpeó a su puerta; la lluvia no caía sobre ella, el sol jamás brilló sobre ella, el día nunca le amaneció, ni la noche cayó sobre ella, para ella no pasaban las semanas, los años no transcurrían; su casa no tenía número, su jardín descuidado, su camino intransitado, su cama nunca ocupada, su comida sin comer, sus ropas sin usar; y a pesar de todo esto ella seguía viviendo en el pueblo, sin sentir resentimiento por lo que le hacían.
Amor
Una mujer se enamoró de un hombre que había muerto hace varios años. No era suficiente para ella cepillar sus abrigos, limpiar su tintero, pasar el dedo por su peineta de marfil: había construido su casa sobre su tumba y se sentaba con él noche tras noche en el húmedo sótano.
Las abuelas
Durante la reunión familiar, las abuelas fueron ubicadas en el porche. Pero debido a un problema con los niños, al mismo tiempo en que un cuñado dormía la borrachera, se olvidaron todos de las abuelas por muy largo tiempo. Cuando abrimos la puerta de vidrio, caminamos entre los árboles de caucho, y nos acercamos a las viejas iluminadas por el sol, ya era demasiado tarde: sus manos nudosas se habían empotrado en la madera del puño de sus bastones, sus labios se habían sellado en una sola membrana, sus ojos se habían endurecido y estaban enfocados sin moverse en la arboleda de castaños donde los niños iban y venían. Sólo la vieja Agnes todavía daba signos de vida, podíamos oír su respiración aspirando por la boca, podíamos ver su corazón bregando bajo su vestido de seda, pero, cuando ya estábamos cerca de ella, tembló levemente y se quedó quieta.
***Tomado de The Collected Stories of Lydia Davis, McMillan, 2010. Traducción: Henry Ficher ***