Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 25 de septiembre de 2016

167. De locos


Marjencio Communo
   Michael Ende

   El cruel tirano Marjencio Communo había concebido el plan de cambiar el mundo según sus ideas. Pero hiciera lo que hiciera la gente seguía siendo más o menos igual y no se dejaba cambiar. Entonces, en su vejez, Marjencio Communo, se volvió loco. En aquel tiempo no había todavía siquiatras que supieran curar esas enfermedades. Con lo que había que dejar que los tiranos hicieran el loco como quisieran. En su locura, a Marjencio Communo se le ocurrió la idea de dejar que el mundo siguiera siendo como quisiera y hacerse otro, nuevo, a su gusto.
   Así que ordenó que se construyera un globo que tenía que tener el mismo tamaño que la vieja Tierra, y en el que se debía reproducir, con toda fidelidad, cada detalle: cada casa, cada árbol, todas las montañas, ríos y mares. Toda la humanidad fue obligada, bajo pena de muerte, a trabajar en la ingente obra.
   En primer lugar construyeron un pedestal, sobre el que debía apoyarse ese globo gigantesco.
   Entonces se comenzó a construir el propio globo terráqueo, una esfera gigantesca, del mismo tamaño que la Tierra. Cuando se acabó de construir la esfera, se reprodujo con cuidado todo lo que había sobre la Tierra.
   Claro está que se necesitaba mucho material para ese globo terráqueo, y ese material no se podía tomar de ningún lado más que de la propia Tierra. Así, la Tierra se hacía cada vez más pequeña, mientras el globo se hacía mayor.
   Y cuando se hubo terminado de hacer el nuevo mundo, hubo que aprovechar para ello precisamente la última piedrecita que quedaba de la Tierra. Claro está que también todos los habitantes se habían ido de la vieja Tierra al nuevo globo terráqueo, porque la vieja se había acabado.
   Cuando Marjencio Communo se dio cuenta que todo seguía igual que antes, se cubrió la cabeza con la toga y se fue. Nadie sabe a dónde.
(Momo)


El loco
   Camila Bordamalo García

   Estamos huyendo. Le tenemos miedo al loco ese que viene a bajar los tacos de la luz, cree que lo persiguen agentes secretos y apaga todo para que no lo vean, para que crean que no hay nadie. Nosotros ya estamos cansados, le tenemos miedo al loco, por eso no contestamos el teléfono. No queremos que venga. Estamos tan hartos del loco ese, que bajamos los tacos de la luz para que crea que no hay nadie y se vaya.



De lo que pasó al cuerdo con el loco
   Don Juan Manuel

   Un buen hombre tenía instalada una casa de baños con una excelente pileta. Más he aquí que en la misma ciudad vivía un loco, el cual iba todos los días a la pileta; y cuando la gente se bañaba, golpeábales con piedras y palos, obligándolos a huir asustados.
Corrió la voz por toda la ciudad y llegó un momento en que nadie se atrevía a ir a la casa de baños, con lo cual el propietario perdía sus ingresos.
   Viendo que las cosas iban mal y no llevaban trazas de arreglarse, decidió el dueño del negocio poner remedio al asunto. Madrugó un día, y tomando una maza y un balde de agua hirviendo, se dispuso a esperar la llegada del loco.
   Vino éste como todas las mañanas, y quiso golpear a los que se bañaban, según tenía por costumbre. Pero el dueño, apenas lo vio entrar, dirigióse hacia él sin la menor vacilación, lanzóle a la cabeza el contenido del balde de agua hirviendo, y, empuñando luego la maza, empezó a dar con ella tantos y tan fuertes golpes al demente, que creyó éste que había llegado su hora postrera.
   Sin embargo, no se quedó a recibir la paliza. Echó a correr con todas sus fuerzas, gritando desaforadamente y quejándose a gritos.
   Quienes lo encontraron por la calle mostrábanse sorprendidos, y le preguntaron la razón de tan extraña conducta. Y el loco contestaba:
   —Cuidado, amigos, que en la casa de baños hay otro loco.
(El conde Lucanor)


Fragmento del diario de un loco
   Nikolai Gogol


   Madrid, Febrario, 30

   Pues ya estoy en España, y todo fue tan rápido, que apenas salgo de mi asombro.
   Esta mañana se presentaron en mi casa los delegados españoles y subí con ellos a una carroza. Fuimos tan velozmente, que a la media hora habíamos llegado a la frontera española. Aunque por otra parte, hoy toda Europa tiene caminos de hierro y las locomotoras corren muy de prisa.
   Es un país muy raro, esta España: entramos en la primera habitación y vi a muchas personas con la cabeza afeitada. Comprendí que debían ser Grandes de España, o bien soldados, que llevan la cabeza afeitada. Me extrañó mucho el trato que me dispensó el canciller de Estado, que me cogió del brazo, me metió en una pequeña habitación y me dijo: “Quieto aquí; y, como vuelvas a decir que eres el rey Fernando, te quitaré las ganas de serlo”. Pero yo, sabiendo que era una provocación, seguí en mis trece; por eso el canciller me dio dos varazos en la espalda. Me hizo tanto daño, que me faltó poco para gritar; pero me contuve al recordar que tal proceder es costumbre entre caballeros, cuando reciben ese alto título, pues en España las normas caballerescas siguen vigentes.
   Cuando me quedé solo decidí ocuparme de los asuntos de Estado. Descubrí que China y España eran un mismo territorio y que sólo la ignorancia los considera Estados distintos. Prueben a escribir en un papel la palabra “España” y verán como les saldrá “China”.
   Estoy preocupado por un acontecimiento que tendrá lugar mañana: mañana, a las siete, ocurrirá un extraño fenómeno: la Tierra se posará en la Luna. De eso escribe también Wellington, el célebre químico inglés. Confieso mi zozobra al pensar en lo delicada y frágil que es la Luna. La Luna suele fabricarse en Hamburgo, y es de una calidad pésima. Me asombra que Inglaterra no se dé cuenta de ello. La fabrica un tonelero cojo y se ve que el imbécil no tiene idea de lo que es la Luna. Emplea cuerda alquitranada y una parte de aceite de hojuela; por eso en toda la Tierra huele tan mal que hay que taparse las narices. Por eso, también la Luna es un globo tan frágil, que la gente ya no puede vivir allí, y ahora sólo la habitan las narices. De ahí que no nos podamos ver la nariz: está en la Luna. Cuando me imaginé que la Tierra es una materia pesada y que al posarse podría despachurrar nuestras narices, me alarmé tanto, que, tras ponerme las medias y los zapatos, corrí al salón del Consejo de Estado, para ordenar a la policía que no permita a la Tierra posarse en la Luna. Los Grandes, de los que encontré gran número en el salón del Consejo, eran muy inteligentes, pues cuando dije: “Señores, salvemos la Luna, porque la Tierra quiere posarse sobre ella”, todos se precipitaron, sin titubear a cumplir mi soberana voluntad, y muchos se subieron por las paredes, para alcanzar la Luna; pero en ese momento entró el gran canciller. Al verle, todos salieron corriendo. Yo, como rey, permanecí allí. Pero con gran asombro de mi parte, el canciller me dio un estacazo y me mandó a mi habitación. ¡En España las tradiciones populares tienen mucho arraigo!
(El diario de un loco)



Hacerse el loco
   Vladimir Nabokov

   Debo mi completa recuperación a un descubrimiento que hice en un carísimo sanatorio. Descubrí que podía encontrar una fuente inagotable de avieso placer gracias a los psiquiatras: consistía en jugar con ellos, guiándolos con astucia y cuidando de que no se enteraran de que conocía todas las tretas de su oficio; para ellos inventaba complicados sueños, perfectamente conformados a los cánones clásicos (que les hacían soñar y despertarse gritando a ellos, a los extorsionistas de sueños); les tomaba el pelo explicándoles fingidas “escenas originarias” y nunca les hice la más mínima insinuación acerca de mis verdaderas inclinaciones.

(Lolita)


El rey sabio
   Gibrán Khalil Gibrán

   Había una vez, en la lejana ciudad de Wirani, un rey que gobernaba a sus súbditos con tanto poder como sabiduría. Y le temían por su poder, y lo amaban por su sabiduría. Había también en el corazón de esa ciudad un pozo de agua fresca y cristalina, del que bebían todos los habitantes; incluso el rey y sus cortesanos, pues era el único pozo de la ciudad.
   Una noche, cuando todo estaba en calma, una bruja entró en la ciudad y vertió siete gotas de un misterioso líquido en el pozo, al tiempo que decía:
   —Desde este momento, quien beba de esta agua se volverá loco.
   A la mañana siguiente, todos los habitantes del reino, excepto el rey y su gran chambelán, bebieron del pozo y enloquecieron, tal como había predicho la bruja. Y aquel día, en las callejuelas y en el mercado, la gente no hacía sino cuchichear:
   —El rey está loco. Nuestro rey y su gran chambelán perdieron la razón. No podemos permitir que nos gobierne un rey loco; debemos destronarlo.
   Aquella noche, el rey ordenó que llenaran con agua del pozo una gran copa de oro. Y cuando se la llevaron, el soberano ávidamente bebió y pasó la copa a su gran chambelán, para que también bebiera.
   Y hubo un gran regocijo en la lejana ciudad de Wirani, porque el rey y el gran chambelán habían recobrado la razón.
(El loco)


La nieve
   Inger Christensen

   Hoy todos los pacientes nos hemos puesto de acuerdo para decir que nevaba. Nos colocamos todos junto a las ventanas, pegamos las caras contra los cristales y nos regocijamos con la nieve; la describíamos y soñábamos con lo maravilloso que sería ponernos a jugar con ella. Entretanto el sol resplandecía y los médicos estaban confusos sobre nuestro acuerdo y no sabían si debían actuar como si estuvieran locos y decir que nevaba o actuar como si estuvieran locos y decir que no nevaba. Mientras tanto, vimos que el personal salía al jardín y allí se ponían a dar vueltas corriendo y hacía como si todo estuviese lleno de nieve. No sé si fue nuestra agitación lo que había ayudado o si ellos estaban aprovechando la confusión general para tomarse un descanso y salir y retozar y gozar del sol. Pero ahora eso no tiene importancia. Porque la prensa llegó y fotografió al personal que corría por todas partes tirando bolas de nieve y patinando y hacían muñecos de nieve y se revolcaban unos contra otros en la nieve. En los periódicos escribieron que todo el personal se había vuelto loco.
(Eso)