Editor invitado: Alfonso Pedraza
Perro sabio
Gibrán Jalil Gibrán
Cierto día pasó un perro sabio cerca de un grupo de gatos.
Al acercarse y ver que estaban muy entretenidos y despreocupados de su presencia, se detuvo.
Al instante, se levantó en medio del grupo un gato grande y grave, el cual miró a todos y dijo: “Hermanos, orad; y cuando hayáis rezado una y otra vez, sin dudar de nada, en verdad lloverán ratas”.
Y el perro, al oír esto, rióse en su corazón y se alejó, diciendo: “¡Ah! Ciegos y locos gatos, ¿acaso no fue escrito y no he sabido yo y mis antepasados antes de mí, que lo que llueve merced a las oraciones, a la fe y a las súplicas, no son ratas, sino huesos?”.
Lógica
Lewis Carroll
—¿Cómo sabes que estás loco? —preguntó Alicia.
—Para empezar —repuso el gato—, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
—Supongo que no —dijo Alicia.
—Bueno, pues, entonces —continuó el gato—, observarás que los perros gruñen cuando algo no les gusta, y mueven la cola cuando están contentos. En cambio yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando me enojo: luego estoy loco.
El perro
Álvaro Menén Desleal
Sueño que soy un perro, un perro feliz. No tengo nombre (el perro feliz, como el hombre feliz, no tienen nombre) y deambulo por las callejuelas de los barrios pobres. No es que aquí abunde más la comida, los apetecibles huesos: quienes habitan en la zona son recolectores de desperdicios, vagos, maleantes, prostitutas, obreros desplazados, mendigos, enfermos casi todos ellos; no abunda la comida, es cierto, y con frecuencia el hombre la disputa al perro; mas los señores ricos tienen en estos barrios una especie de basurero habitado, y los desperdicios de las comilonas de los grandes señores van a parar a estas calles…
Meto la cabeza en esos desperdicios, y luego asomo el hocico relamiéndome la lengua colorada y húmeda. Soy feliz: no tengo un amo que me acaricie el cogote ni la seguridad de un rincón; pero soy feliz. A ratos me harto algo, cuando puedo; y cuando no encuentro nada en que hincar el diente, me consuelo persiguiendo gatos parias.
Pero despierto del sueño, y soy de nuevo infeliz. Porque me he acostumbrado paulatinamente a ese papel, que en apariencia cuadra tan poco al señor que vive y sufre este castillo.
El gato
Roberto Max
El gato entró por la ventana de la cocina con una decisión normalmente ajena a los felinos, como si siempre hubiera vivido en mi casa. Acaricié su cabeza y comenzó a ronronear y a enroscarse en mis piernas con movimientos sensuales, untuosos.
—¡Qué bonito gatito! Ven, chiquito, sí bonito. ¡Ay, qué bonito gatito! ¿Quieres lechita, minino?
—¿No tendrás algo un poco más fuerte? —dijo abruptamente—. ¿Cerveza, tal vez?
Destapé una coronita, la última en el refrigerador. Serví la mitad en un plato hondo y reservé el resto para mí. El gato me miró resentido, con unas esmeraldas que intimidaban de tan ojos, y no tuve más remedio que cederle mi parte.
Bebió a velocidad de tabernero, sólo deteniéndose a eructar de vez en cuando. Nadie le había enseñado modales.
—¿Has leído El Prin… ¡jip! —volvió a intentarlo: — ¿Has leído El principito?
—Sí, ¿por qué?
—¿Recuerdas el cap-¡jip!-tulo del zorro? Bueno, pues yo te la voy a poner más fácil: ya estoy amaestrado.
Soltó una carcajada que le robaba el aire y no paró de reír hasta quedarse dormido, todavía con sonrisas intermitentes.
—¡Chst! ¡Chst! —me despertó al día siguiente—. ¿Dónde guardas los alka-seltzers?
El gato tenía las esmeraldas cuarteadas.
—En ese armario… Detesto que me despierten.
—No seas mamón, por favor —era la primera vez que pedía algo educadamente.
Jamás había tenido una mascota y no deseaba comenzar con un gato perdido en el alcoholismo. Y tan majadero. Y tan conchudo. Volví a dormirme, pensando en cómo deshacerme de él.
Me despertó una segunda vez, con música. “Esto es el colmo. Ahoritita lo largo”, pensé, mientras bajaba la escalera, preocupado por mi disco de Rachmaninoff. Pero era el gato, sentado al piano, con los ojos entrecerrados. Las notas lo calaban hasta el alma. Cuando me vio, dijo:
—La “Rapsodia” me recuerda a una minina, el alcohol me ayuda a olvidarla —y una lágrima cayó en el Do sostenido.
Me senté junto a él, a llorarles a las ausentes.
Precavido
Abelardo Hernández Millán
Luego que vio a su hermanito ya muerto y metido en el ataúd, se apresuró a matar al perro de la casa porque, si no, quién iba a jugar en el cielo con el angelito.
Maleficio
Abelardo Hernández Millán
Nada perturbaba el descanso de los internos del Asilo de Ancianos. Un día descubrieron un hecho que trastornó su tranquilidad: el gato del lugar esperaba la noche, empujaba la puerta de la habitación de uno de ellos y se echaba a dormir a su lado. Al día siguiente el interno era hallado sin vida. Después de la tercera víctima, los internos cerraron sus puertas y, provistos de palos de escoba, decidieron eliminar al felino o, al menos, echarlo del edificio para siempre. El animal desapareció para dicha de los internos. Sólo uno de los viejos, satisfecho con la vida, salió a buscar al gato hasta encontrarlo, lo metió a su cuarto, lo acomodó sobre la cama y se dispuso a dormir.
Vida de perros
Julio Miranda
Somos pobres. Nunca hemos podido tener un perro. ¡Y nos gustan tanto! Por eso decidimos turnarnos: cada uno haría de perro un día entero.
Al principio nos dio un poco de vergüenza, sobre todo a mis padres. Lo imitaban muy mal. Algún ladrido y mucho olfatear. Yo era el que más gozaba, orinando donde quería.
Pero se convirtió en una fiesta. Esperábamos que nos tocara, nerviosos. La noche antes ya se nos escapaba algún grrrr, algún guau. Mamá no se ocupaba de la casa. Papá no iba al trabajo. Yo me salvaba de la escuela. Y ellos se divertían más que yo, saltándose las reglas, mordiéndose y lamiéndose y rascándose y montándose encima y revolcándose, aunque a los dos no les tocara ser perro. Les decía que era trampa. Me mandaban al cuarto.
La casa está hecha un asco. A papá lo botaron. Yo tengo que ir a clases todas las mañanas y luego las tareas. «Otro día haces de perro», me dicen, «otro día», riéndose. No es justo.