Editora invitada: Violeta Rojo
Violeta Rojo nació en Caracas, Venezuela, en 1959. Es reconocida dentro y fuera del mundo académico de habla hispana como una de las más importantes teóricas del género de la minificción. Ha publicado Mínima expresión. Una muestra de la minificción en Venezuela, Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2009; Breve manual (ampliado) para reconocer minicuentos, Caracas: Equinoccio, 2009; La Minificción en Venezuela, Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, 2004 (segunda reimpresión 2008); Breve manual para reconocer minicuentos, México: Universidad Autónoma Metropolitana, 1997 y Breve manual para reconocer minicuentos. Caracas: Fundarte/Equinoccio, 1996.
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Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990)
Nada nos conmovió tanto a los catorce años como la muerte de María, la niña pura del libro de Jorge Isaacs. Este tomito, encuadernado en cuero rojo, con cantos y tafiletes dorados había pertenecido a la biblioteca del abuelo Ricardo Alfonso, y lo hallé en uno de sus baúles en la habitación frente al tanque. Solamente esas paredes saben cómo lloré durante el proceso de enfermedad, muerte y entierro de María.
Entonces cuando iba al cementerio de arriba a visitar la tumba de Edda Eligia, la hermanita muerta, me parecía ver la misma siniestra ave negra posada en el brazo de hierro de la cruz. Al yo acercarme, el pajarraco levantaba el vuelo graznando lúgubremente.
Mi mayor felicidad entonces hubiera consistido en que la tuberculosis acabara con la hija de Narciso Blanco, pero los Blanco eran tradicionalmente una familia de gente sana.
El osario de Dios. Cumaná: Púa, 1969
Pájaros otoñales
Salvador Garmendia (1928-2001)
Los filatélicos destiñen la Plaza Mayor de Madrid, en una de esas mañanas del mes de octubre que apenas mueven la cabeza al paso de una ráfaga.
Ellos circulan de un mesón a otro, evitando pisar a unos gusanos blancos que abundan por allí: los numismáticos.
Sus miradas revolotean sin prisa sobre esas alturas donde reposa la escama de las artes gráficas. Pican aquí y allá como pájaros en tiempo de sequía, y más tarde se llevan a sus casas, ocultas bajo los abrigos, dos o tres de esas pequeñas hojas con la cara de un general muerto, un monoplano destechado o una pose de yak de Mongolia con fondo de montañas nevadas.
El adicto las arrulla con el calor de su cuerpo, mientras las conduce a su cuarto, y espera poder meterlas en su cama muy pronto, aún vivas.
Hace mal tiempo afuera. Caracas: Fundarte, 1986
Venganza
Luis Britto García (1940)
Después de tantos años reencuentro a la que me ignoró completamente cuando muchacho y disfruto la venganza de verla vieja, tan acabada, tan arrugada. Ella no puede verme porque sólo el recuerdo hace visible los fantasmas.
Andanada. Barcelona: Thule, 2004.
Suspenso
Eduardo Liendo (1941)
Ese astuto cojo, que sacudía violentamente un pie en el aire antes de posarlo en el piso, era el único bípedo que desconcertaba a los mosaicos
El cocodrilo rojo. Caracas: Seleven, 1987.
La muerte viaja a caballo
Ednodio Quintero (1947)
Al atardecer, sentado en la silla de cuero de becerro, el abuelo creyó ver una extraña figura, oscura, frágil y alada volando en dirección al sol. Aquel presagio le hizo recordar su propia muerte. Se levantó con calma y entró en la sala. Y con gesto firme, en el que se adivinaba, sin embargo, cierta resignación, descolgó la escopeta.
A horcajadas en un caballo negro, por el estrecho camino paralelo al río, avanzaba la muerte en un frenético y casi ciego galopar. El abuelo reconoció la silueta veloz del enemigo. Se atrincheró detrás de la ventana, aprontó el arma y clavó la mirada en el corazón de piedra del verdugo. Bestia y jinete cruzaron la línea imaginaria del patio. Y el abuelo, que había aguardado desde siempre este momento, disparó. El caballo se paró en seco, y el jinete, con el pecho agujereado, abrió los brazos, se dobló sobre sí mismo y cayó a tierra mordiendo el polvo acumulado en los ladrillos.
La detonación interrumpió nuestras tareas cotidianas, resonó en el viento cubriendo con un manto de zozobra nuestros corazones. Salimos al patio y, como si hubiéramos establecido un previo acuerdo, en semicírculo rodeamos al caído. Mi tío se desprendió del grupo, se despojó del sombrero, e, inclinado sobre el cuerpo aún caliente de aquel desconocido, lo volteó de cara al cielo. Y, alumbrado por los serenos reflejos ceniza del atardecer, brilló el rostro sereno y sin vida del abuelo.
La línea de la vida. Caracas: Fundarte, 1988
Cena
Gabriel Jiménez Emán (1950)
La mesa estaba preparada. Dentro de unos instantes comenzaría la cena. Sólo debían sentarse los invitados, que en cualquier momento llegarían.
Efectivamente poco después llegaron los invitados, y aquel par de enormes leones, agazapados debajo de la mesa, esperaron a que los invitados se sentaran para comenzar la gran cena.
Los dientes de Raquel y otros textos breves. Caracas: Monte Ávila, 1993.
Futuro imposible
Luis Barrera Linares (1951)
En secreto, el anciano hombrecillo siempre afincaba en el piso las puntas de los pies, brazos arriba entramados y móviles, como una bailarina en ascenso. Levantaba los talones hasta sentir dolor en los dedos aplastados por el peso del cuerpo. Hacia arriba, veía con anhelo la altura inalcanzable de las nubes.
Sus diminutos pies flotaban cual hojas de otoño dentro de los zapatos. La mirada diaria de su ropa mínima lo llevaba a recordar las pretéritas fiestas de muñecas de sus hermanas. Desde los tiempos de adolescencia, el talle ínfimo de la cintura lo había obligado a recortar los cinturones.
No obstante, lo que más lo atormentaba era tener que maldecir a la genética. Principalmente desde que su hijo de siete años y un metro cincuenta de estatura le había hecho la pregunta inocente y cariñosa, a sabiendas de que su condición de enano no le había permitido responderla:
—Papá, ¿y a ti qué te gustaría ser cuando seas grande?
Cuentos en-red-@-dos. Caracas: La duda melódica, 2003.