Sławomir Mrożek (Borzęcin, 29 de junio de 1930 – Niza, 15 de agosto de 2013) fue un escritor, dibujante, periodista y dramaturgo polaco. Maestro de la sátira y el humor surrealista, exploraba en sus obras el comportamiento humano, la alienación y el abuso de poder de los sistemas totalitarios.
El pasado 15 de agosto, Mrożek murió a los 83 años en Niza, Francia,
La revista e-Kuóreo le rinde homenaje a este gran cultor del minicuento. .
Política interior
Juanito le quitó un juguete a Pedrito. Pedrito se quejó de ello a su hermano mayor. El hermano mayor de Pedrito se dirigió inmediatamente al patio y le dio una patada a Juanito. Juanito fue corriendo a la cercana planta embotelladora de gaseosa donde estaba empleado su hermano mayor y le informó de la patada. Aquel mismo día, al anochecer, el hermano de Pedrito fue víctima de una fuerte paliza.
El padre del agredido era colega del dueño de la planta embotelladora de gaseosa donde estaba empleado el autor de la agresión. El hermano de Juanito fue despedido. Pero su tía era cocinera de la cuñada de la mujer del director del Departamento de la Pequeña Industria, y al dueño de la planta embotelladora de gaseosa le quitaron la licencia.
El sobrino del dueño de la fábrica de gaseosa trabajaba en la policía secreta. El director del Departamento de la Pequeña Industria fue arrestado. El gobernador de la región, pariente lejano del arrestado, lo consideró una provocación e intercedió por él en la capital.
El gobierno del país, temiendo un aumento de la influencia de la policía, se aseguró el apoyo del ejército y destituyó al ministro de Interior de su cargo. La influencia del ejército aumentó.
A pesar de la enérgica acción del gobierno, Pedrito no recuperó su juguete, que se quedó en poder de Juanito.
Pero Juanito no disfrutó de él por mucho tiempo. Se lo quitó Pepito, que tenía un hermano en la Primera División Acorazada.
Arqueología
El ordenanza entró como una exhalación, anunciando que había descubierto a un ser humano enterrado bajo los expedientes. Corrimos a comprobarlo. Efectivamente, una pernera asomaba por debajo de un montón de papeles cubiertos de polvo. Pusimos manos a la obra e, instantes después, apareció un hombre bien trajeado, de edad indefinida. Llevaba una cartera bajo el brazo y no daba señales de vida.
—¡No lo toquen! —exclamó el Director—. Hay que avisar al Servicio Arqueológico. ¡Quién sabe si no es del tiempo de Maricastaña!
—Pues vendría bien para las celebraciones del Milenio —observó el jefe de negociado.
—Se mantiene joven —añadió el contable—. ¡Parece vivo! Por lo visto, el papel conserva muy bien.
—¡Virgen Santísima! ¡Se mueve! —gritó el consejero.
Por obra de un soplo de aire fresco, el hallazgo humano se despertó y abrió los ojos.
—¡Sálvese quien pueda! —exclamó el jefe de negociado.
Pero ya era demasiado tarde. La momia echó mano a la cartera.
—Este tipo me suena —dijo el ordenanza—. Lo recuerdo de mis años mozos. Estaba siempre en este rincón, con un documento para firmar entre las manos. Esperó y esperó, y finalmente debió quedar sepultado.
—Vaya… —dijo el director, algo inseguro—. Me habré equivocado. Este hallazgo no tiene ningún valor desde el punto de vista arqueológico.
Nos miramos y, acto seguido, nos apresuramos a enterrarlo otra vez. Se movía un poco, pero añadimos más papeles por encima y los apisonamos con los pies. Luego regresamos a nuestro trabajo.
A lo mejor, con el tiempo adquiriría valor histórico. Entretanto, ¡que espere!
Del diario de un arribista
El único objetivo de mi vida era que el príncipe me invitase a uno de sus festines.
Lo logré finalmente tras muchos años de diligencias. Recibí una invitación impresa con elegante letra sobre un papel distinguido. “Tiene el placer… “, tal y tal día…, tal y tal lugar…
Cuando llegó el día y la hora, me dirigí a la dirección indicada. Estaba anocheciendo. Sentado en el taxi, con los párpados entrecerrados, me veía a mí mismo subiendo las escalinatas del palacio, oía a la orquesta afinando los instrumentos, después, mi apellido anunciado con voz fuerte por el maître d’hôtel en el umbral de una sala llena de luces y de bellas mujeres.
El taxi se detuvo. Pagué, me bajé y me encaminé hacia el palacio.
Resultó que el taxista me había dejado frente a unas letrinas públicas. Del palacio no había ni rastro. Estaba indignado con la actuación de aquel desgraciado, pensé que se había equivocado de dirección. Lo comprobé. Pero no había error. Entonces, quizá algún malvado me había enviado una invitación falsa, ¿una broma cruel?
O tal vez…, tal vez la invitación fuese auténtica, y lo que pasaba era que los festines no se organizaban ya en palacios: los tiempos han cambiado, vivimos en una época de guasa, autoironía y parodia. El príncipe es demasiado inteligente, demasiado refinado como para no progresar con los tiempos, adelantándolos incluso, y sólo yo, ingenuo, mantengo una imagen anticuada de la vida de las clases aristocráticas.
Me di una palmada en la frente. ¡Pues claro! ¡Seré bruto! Había faltado poco para que no hubiese sabido apreciar aquel estilo más elevado y resultase no estar a la altura. ¿A lo mejor incluso contaban con eso? ¡Ja, ja, no saben con quién están tratando!
Y animoso, con la expresión indiferente de un hombre mundano, entré en el retrete.
El funeral
Durante un paseo, me uní a un cortejo fúnebre. Siempre anima más que vagar uno sólo y sin rumbo. No sabía a quién estaban enterrando, pero ¿qué importaba? Nosotros, los humanos, formamos todos una gran familia.
Además, siempre se puede preguntar. Mi vecino de la izquierda del cortejo tampoco lo sabía.
—Voy a la tintorería a recoger un pantalón. He visto el funeral y, puesto que me pilla de camino, me he unido. Sólo hasta la esquina y después tuerzo.
Pregunté, pues, al vecino de la derecha.
—¿Que de quién es el funeral? Y yo qué sé, ¿acaso muere poca gente? El banco no abre hasta las nueve, así que tengo un poco de tiempo todavía.
El tercero, que caminaba unos pasos atrás, tampoco era capaz de informarme.
—Yo no soy de aquí, soy un simple turista. Pero pregunte a esa señora con velo negro, la que camina detrás del féretro. Tiene pinta de ser la viuda y debe saberlo.
En ese momento empezó a llover y abandoné el cortejo. No voy a mojarme por alguien a quien ni siquiera conozco personalmente.
Carta al editor
Acabaron ya los nefastos tiempos de los faraones, y nuestro país, por fin, ha entrado en la vía de la democracia. El antiguo régimen nos ha legado las pirámides y las momias de sus soberanos, a las que ya nadie venera. Su recuerdo es, al contrario, embarazoso, más aún si tenemos en cuenta que las momias de marras continúan en perfecto estado de conservación.
¿Qué hacer con esos enormes mausoleos? Las pirámides podrían quedar como atracción turística, pero su contenido… no, no y otra vez ¡no! Ya está bien de faraones, aunque estén disecados.
Entonces, ¿qué hacer con ellos?
Podrían ser exportados como carne de larga duración a algún pueblo caníbal. Y es que ahora somos un país moderno, y la exportación es una condición sine qua non de la economía moderna, es decir, del mercado libre. Mejoraríamos así nuestra balanza de pagos y, de paso, nos quitaríamos de encima el problema ideológico.
Cualquier acusación de que esta práctica sea dudosa bajo criterios morales, éticos, estéticos e, incluso, gastronómicos podría ser rebatida con facilidad: eso depende del punto de vista. El relativismo, conocido también como pluralismo, es el fundamento de la democracia, y emitir juicios categóricos, en cambio, es una práctica del imperialismo.
Más aún cuando se trata de exportación o importación, ya que nosotros no tenemos otra cosa que exportar.
La isla del tesoro
Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último esfuerzo encontraríamos el legendario tesoro del Capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos sentamos encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito: “Besadme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.
La revista e-Kuóreo le rinde homenaje a este gran cultor del minicuento. .
Política interior
Juanito le quitó un juguete a Pedrito. Pedrito se quejó de ello a su hermano mayor. El hermano mayor de Pedrito se dirigió inmediatamente al patio y le dio una patada a Juanito. Juanito fue corriendo a la cercana planta embotelladora de gaseosa donde estaba empleado su hermano mayor y le informó de la patada. Aquel mismo día, al anochecer, el hermano de Pedrito fue víctima de una fuerte paliza.
El padre del agredido era colega del dueño de la planta embotelladora de gaseosa donde estaba empleado el autor de la agresión. El hermano de Juanito fue despedido. Pero su tía era cocinera de la cuñada de la mujer del director del Departamento de la Pequeña Industria, y al dueño de la planta embotelladora de gaseosa le quitaron la licencia.
El sobrino del dueño de la fábrica de gaseosa trabajaba en la policía secreta. El director del Departamento de la Pequeña Industria fue arrestado. El gobernador de la región, pariente lejano del arrestado, lo consideró una provocación e intercedió por él en la capital.
El gobierno del país, temiendo un aumento de la influencia de la policía, se aseguró el apoyo del ejército y destituyó al ministro de Interior de su cargo. La influencia del ejército aumentó.
A pesar de la enérgica acción del gobierno, Pedrito no recuperó su juguete, que se quedó en poder de Juanito.
Pero Juanito no disfrutó de él por mucho tiempo. Se lo quitó Pepito, que tenía un hermano en la Primera División Acorazada.
Arqueología
El ordenanza entró como una exhalación, anunciando que había descubierto a un ser humano enterrado bajo los expedientes. Corrimos a comprobarlo. Efectivamente, una pernera asomaba por debajo de un montón de papeles cubiertos de polvo. Pusimos manos a la obra e, instantes después, apareció un hombre bien trajeado, de edad indefinida. Llevaba una cartera bajo el brazo y no daba señales de vida.
—¡No lo toquen! —exclamó el Director—. Hay que avisar al Servicio Arqueológico. ¡Quién sabe si no es del tiempo de Maricastaña!
—Pues vendría bien para las celebraciones del Milenio —observó el jefe de negociado.
—Se mantiene joven —añadió el contable—. ¡Parece vivo! Por lo visto, el papel conserva muy bien.
—¡Virgen Santísima! ¡Se mueve! —gritó el consejero.
Por obra de un soplo de aire fresco, el hallazgo humano se despertó y abrió los ojos.
—¡Sálvese quien pueda! —exclamó el jefe de negociado.
Pero ya era demasiado tarde. La momia echó mano a la cartera.
—Este tipo me suena —dijo el ordenanza—. Lo recuerdo de mis años mozos. Estaba siempre en este rincón, con un documento para firmar entre las manos. Esperó y esperó, y finalmente debió quedar sepultado.
—Vaya… —dijo el director, algo inseguro—. Me habré equivocado. Este hallazgo no tiene ningún valor desde el punto de vista arqueológico.
Nos miramos y, acto seguido, nos apresuramos a enterrarlo otra vez. Se movía un poco, pero añadimos más papeles por encima y los apisonamos con los pies. Luego regresamos a nuestro trabajo.
A lo mejor, con el tiempo adquiriría valor histórico. Entretanto, ¡que espere!
Del diario de un arribista
El único objetivo de mi vida era que el príncipe me invitase a uno de sus festines.
Lo logré finalmente tras muchos años de diligencias. Recibí una invitación impresa con elegante letra sobre un papel distinguido. “Tiene el placer… “, tal y tal día…, tal y tal lugar…
Cuando llegó el día y la hora, me dirigí a la dirección indicada. Estaba anocheciendo. Sentado en el taxi, con los párpados entrecerrados, me veía a mí mismo subiendo las escalinatas del palacio, oía a la orquesta afinando los instrumentos, después, mi apellido anunciado con voz fuerte por el maître d’hôtel en el umbral de una sala llena de luces y de bellas mujeres.
El taxi se detuvo. Pagué, me bajé y me encaminé hacia el palacio.
Resultó que el taxista me había dejado frente a unas letrinas públicas. Del palacio no había ni rastro. Estaba indignado con la actuación de aquel desgraciado, pensé que se había equivocado de dirección. Lo comprobé. Pero no había error. Entonces, quizá algún malvado me había enviado una invitación falsa, ¿una broma cruel?
O tal vez…, tal vez la invitación fuese auténtica, y lo que pasaba era que los festines no se organizaban ya en palacios: los tiempos han cambiado, vivimos en una época de guasa, autoironía y parodia. El príncipe es demasiado inteligente, demasiado refinado como para no progresar con los tiempos, adelantándolos incluso, y sólo yo, ingenuo, mantengo una imagen anticuada de la vida de las clases aristocráticas.
Me di una palmada en la frente. ¡Pues claro! ¡Seré bruto! Había faltado poco para que no hubiese sabido apreciar aquel estilo más elevado y resultase no estar a la altura. ¿A lo mejor incluso contaban con eso? ¡Ja, ja, no saben con quién están tratando!
Y animoso, con la expresión indiferente de un hombre mundano, entré en el retrete.
El funeral
Durante un paseo, me uní a un cortejo fúnebre. Siempre anima más que vagar uno sólo y sin rumbo. No sabía a quién estaban enterrando, pero ¿qué importaba? Nosotros, los humanos, formamos todos una gran familia.
Además, siempre se puede preguntar. Mi vecino de la izquierda del cortejo tampoco lo sabía.
—Voy a la tintorería a recoger un pantalón. He visto el funeral y, puesto que me pilla de camino, me he unido. Sólo hasta la esquina y después tuerzo.
Pregunté, pues, al vecino de la derecha.
—¿Que de quién es el funeral? Y yo qué sé, ¿acaso muere poca gente? El banco no abre hasta las nueve, así que tengo un poco de tiempo todavía.
El tercero, que caminaba unos pasos atrás, tampoco era capaz de informarme.
—Yo no soy de aquí, soy un simple turista. Pero pregunte a esa señora con velo negro, la que camina detrás del féretro. Tiene pinta de ser la viuda y debe saberlo.
En ese momento empezó a llover y abandoné el cortejo. No voy a mojarme por alguien a quien ni siquiera conozco personalmente.
Acabaron ya los nefastos tiempos de los faraones, y nuestro país, por fin, ha entrado en la vía de la democracia. El antiguo régimen nos ha legado las pirámides y las momias de sus soberanos, a las que ya nadie venera. Su recuerdo es, al contrario, embarazoso, más aún si tenemos en cuenta que las momias de marras continúan en perfecto estado de conservación.
¿Qué hacer con esos enormes mausoleos? Las pirámides podrían quedar como atracción turística, pero su contenido… no, no y otra vez ¡no! Ya está bien de faraones, aunque estén disecados.
Entonces, ¿qué hacer con ellos?
Podrían ser exportados como carne de larga duración a algún pueblo caníbal. Y es que ahora somos un país moderno, y la exportación es una condición sine qua non de la economía moderna, es decir, del mercado libre. Mejoraríamos así nuestra balanza de pagos y, de paso, nos quitaríamos de encima el problema ideológico.
Cualquier acusación de que esta práctica sea dudosa bajo criterios morales, éticos, estéticos e, incluso, gastronómicos podría ser rebatida con facilidad: eso depende del punto de vista. El relativismo, conocido también como pluralismo, es el fundamento de la democracia, y emitir juicios categóricos, en cambio, es una práctica del imperialismo.
Más aún cuando se trata de exportación o importación, ya que nosotros no tenemos otra cosa que exportar.
La isla del tesoro
Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último esfuerzo encontraríamos el legendario tesoro del Capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado, había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un esqueleto humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos sentamos encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito: “Besadme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.
El kamikaze
El director nos llamó y dijo:
—Hay que poner en orden el Archivo de Asuntos Pendientes. ¿Algún voluntario?
Nadie dio un paso al frente.
—Entonces tendré que nombrarlo a dedo. Irá el compañero secretario.
—Tengo mujer e hijos —susurró el secretario.
—¿El compañero contable?
—Imposible. Yo incluso estoy eximido de participar en la manifestación del Primero de Mayo.
—¿El compañero becario?
El becario se tiró al suelo y abrazó al director por las rodillas.
—No me haga esta trastada —dijo, sollozando—. Soy joven, tengo toda la vida por delante.
Daba pena sacrificar una vida joven. De pronto, llegó desde el rincón la voz del compañero amanuense.
—Ayer me plantó la novia. Todo me da igual.
Se fue, llevando consigo un termo y provisiones para tres días. Lo acompañamos hasta la mismísima puerta del archivo, donde nos despedimos.
Al principio lo veíamos encaramarse lentamente por la montaña de papeles. Los expedientes se hundían bajo sus pies, pero él seguía adelante, porfiado.
Al día siguiente el ordenanza aún pudo ver a través del ojo de la cerradura cómo, colgado de una cuerda, escalaba la pared de actas ordenando algo por el camino.
El tercer día desapareció de su campo de visión. Probablemente se había adentrado en la espesura.
El sexto día oímos un estrépito lejano. El viejo y aguerrido ordenanza opinó que una avalancha habría sepultado a nuestro colega. Debió de haberse metido imprudentemente bajo una cornisa, que se habría desprendido y lo habría aplastado.
Pensábamos organizar una expedición de socorro, pero las semanas se nos escurrían entre los dedos y, finalmente, archivamos el caso y arrojamos la carpeta en el Archivo de Asuntos Pendientes a través del conducto de ventilación del techo.
El director nos llamó y dijo:
—Hay que poner en orden el Archivo de Asuntos Pendientes. ¿Algún voluntario?
Nadie dio un paso al frente.
—Entonces tendré que nombrarlo a dedo. Irá el compañero secretario.
—Tengo mujer e hijos —susurró el secretario.
—¿El compañero contable?
—Imposible. Yo incluso estoy eximido de participar en la manifestación del Primero de Mayo.
—¿El compañero becario?
El becario se tiró al suelo y abrazó al director por las rodillas.
—No me haga esta trastada —dijo, sollozando—. Soy joven, tengo toda la vida por delante.
Daba pena sacrificar una vida joven. De pronto, llegó desde el rincón la voz del compañero amanuense.
—Ayer me plantó la novia. Todo me da igual.
Se fue, llevando consigo un termo y provisiones para tres días. Lo acompañamos hasta la mismísima puerta del archivo, donde nos despedimos.
Al principio lo veíamos encaramarse lentamente por la montaña de papeles. Los expedientes se hundían bajo sus pies, pero él seguía adelante, porfiado.
Al día siguiente el ordenanza aún pudo ver a través del ojo de la cerradura cómo, colgado de una cuerda, escalaba la pared de actas ordenando algo por el camino.
El tercer día desapareció de su campo de visión. Probablemente se había adentrado en la espesura.
El sexto día oímos un estrépito lejano. El viejo y aguerrido ordenanza opinó que una avalancha habría sepultado a nuestro colega. Debió de haberse metido imprudentemente bajo una cornisa, que se habría desprendido y lo habría aplastado.
Pensábamos organizar una expedición de socorro, pero las semanas se nos escurrían entre los dedos y, finalmente, archivamos el caso y arrojamos la carpeta en el Archivo de Asuntos Pendientes a través del conducto de ventilación del techo.