Editor invitado: Raúl Brasca
Ana María Shua |
El que acecha
Ana María Shua
(1951)
Mi espada hiende el aire. La herida se cuaja de goterones sangrientos. ¿He acertado por fin en el cuerpo del que acecha, enorme, del otro lado de la realidad? ¿Es la música de su muerte este vago rugido estertoroso, esta respiración gigante? ¿O es el aire mismo el que, partido en dos, agoniza?
Asoma por el tajo la hoja de otra duda, de otra espada.
Baile
Orlando Van Bredam
(1952)
El odio, a diferencia del amor, siempre es recíproco. El bailarín de tango y la bailarina se despreciaban con la misma tenacidad con que alguna vez se quisieron. Sólo los unía la fama y contratos envidiables. Cada baile era un desafío a los mecanismos más profundos del rencor. Se deleitaban en esa humillación mutua más cercana a la perversidad que al oficio. Cuanto más se odiaban, más los aplaudían. Ella incorporó al vestuario inconsulto, dos largas trenzas criollas, vivaces y relampagueantes bajo la luz de los reflectores. Las agitaba como cadenas, como látigos, como sables. Él soñaba con quebrarla sobre sus rodillas como una caña hueca. Se miraban siempre a los ojos, no dejaban de mirarse nunca en esa guerra bailada, en ese combate florido. La noche que más los aplaudieron fue la última, cuando ella, después de tantos ensayos, logró enredar sus trenzas en el cuello del bailarín y siguió girando y girando hasta el último compás.
Transparencia
María Rosa Lojo
(1954)
Todos los atardeceres la mujer se sienta en el patio de la casa. Si alguien la acompañara vería cómo su cuerpo se vuelve transparente al compás de la sombra. Primero surge un mapa encendido de venas y de vísceras, luego, más abajo, una población de huesos huecos por donde el viento corre como un golpe de música.
La mujer sonríe y levanta un brazo en la noche incipiente. Unos minutos más y se apagará el resplandor del hueso iluminado por canciones remotas y ocultará la piel el color de la sangre.
Cuando todo concluye, ella guarda la silla bajo el alero y vuelve a la cocina, llevándose el secreto de la transparencia del mundo.
Un lago
Jorge Accame
(1956)
El viejo entró a su casa, apoyó suavemente el hacha contra alguna forma vertical y cerró la puerta.
Deslumbrado por la oscuridad, al principio sólo escuchó olas y viento que rompían sobre una playa. Luego poco a poco, apareció a sus pies el lago buscando extensión hasta el horizonte. Antiguos bosques cubrían las márgenes y cortaban el aire cantos de pájaros exóticos.
No se inquietó: con los años había aprendido que el asombro demora inútilmente la fatalidad.
Extrajo anzuelos y tanza de un cajón y, arrugando la frente, definió una orilla para pescar.
Pablo de Santis |
Pablo De Santis
(1963)
Para caminar por los túneles, usamos libros como antorchas.
Cuando la luz está por apagarse, damos vuelta la página.
La última mujer
Eduardo Berti
(1964)
Ella sentía tanto pudor que evitaba desvestirse en su presencia. Un pudor desmedido, observó él. Un pudor que ocultaba, se diría, algún misterio. Por fin le dio la espalda, se quitó la blusa y volteó enseñándole sus senos puntiagudos, aunque cruzando los brazos a la altura del abdomen.
"¿Ves?", le dijo sin mirarlo. "Ningún hombre ha visto antes esto", y le mostró en consecuencia su asombroso cuerpo sin ombligo.
"Cuando nací —contó—, no hizo falta cortar el cordón umbilical. Tiraron de él y mi ombligo se arrancó, limpio y entero, del vientre. Mi padre me puso Eva, como la primera mujer que, al nacer de la costilla de Adán, también carecía de un ombligo. Mi madre se sobresaltó y, en un arranque de superstición, exclamó que si la primera mujer había nacido sin ombligo, ahora yo podía muy bien ser la última. Los médicos rieron de buena gana: aun así, hasta que en el ala contraria no nació la siguiente niña, una incertidumbre (no sé si exagerada) reinó en aquel hospital".
Él escuchó en silencio su relato y se rió de la misma forma que los médicos parteros. Luego recorrió con la lengua en vientre liso. Y la amó como si en efecto fuera la última mujer de la tierra.