Jorge Luis Borges
(Revista Sur, Buenos Aires, en julio de 1936)
Fábula del dragón
Wilfredo Machado
Mientras encajaba una afilada escarpia en una cuaderna mal sujeta del Arca, Noé vio llegar un dragón arrastrándose sobre las arenas del desierto. Era diez veces más grande que un caballo y tenía el cuerpo cubierto de escamas que resplandecían bajo la luz del atardecer. Noé lo observó con admiración y miedo. De sus fauces salía una columna de humo blanco que ascendía bajo los últimos rayos de luz. Los ojos del dragón permanecían inmóviles, la mirada extraviada en el paisaje desolado de las dunas. Notó que los ojos tenían la blancura lechosa de la muerte y comprendió al mismo tiempo el largo y penoso camino de la ceguera.
Entonces el dragón habló.
—He atravesado la mitad de la tierra para conocerte, pues tu fama se ha extendido por todo el mundo. He visitado los oráculos y las sibilas; he conocido los mapas astrales, las teralogías, las rutas del sueño y del olvido, para llegar hasta ti, el más pequeño e insignificante de los hombres que pueblan la tierra. En lejanos países que nunca conocerás hay hombres que como tú sueñan con el día de la muerte, sirenas con cabeza de pez y cuerpo de doncellas, animales que hablan el lenguaje de Dios, vísceras dónde leer el futuro como en un libro abierto, sabios que han visto tu viaje en el brillo de Sirio, constelación de lobos en celo aullándose a la noche. Aún es tiempo de romper los designios divinos y dejar que perezca la raza de los hombres y de las bestias.
—Tú también morirás —le respondió Noé.
—Otra vez te equivocas como el más iluso de los mortales. No se puede matar lo que no existe.
Noé pasó su mano por el rostro lleno de sudor, buscando en la escasa luz una respuesta; cuando la bajó, estaba solo frente a la mancha roja del desierto. El dragón había desaparecido con la noche. El viento borraba las huellas en la arena. Noé vio la sombra que se perdía detrás de las dunas cuando comenzaban a brillar las primeras estrellas.
(Libro de animales. Caracas: Alfadil, 2003)
Retro
Pablo Gonz
«Yo no me caso con ese adefesio», dice la princesa. Y entonces el caballero sonríe orgulloso, a pesar de faltarle algunos dientes, y se retira del salón caminando de espaldas. Franquea la puerta, retrocede por el pasillo de los asombros y salta a su corcel al que sube la cabeza del reptil. Extenuante cabalgata marcha atrás hasta un bosque lóbrego donde el héroe se cura con barro la horrible herida que recibió en el rostro. Acto seguido, capita a la bestia; y, arrancándole la espada del corazón, recibe el zarpazo que le devuelve su antigua hermosura. Sonríe ahora sin temor y vaga atentamente por el bosque. En él seguirá, hasta que vuelva a tener hambre, el temible dragón que asola al reino.
El dragón
Ana María Shua
El problema es que el dragón no sabe hacer nada. Está demasiado viejo para volar y logra apenas un patético revoloteo de gallina. Aunque un par de columnas de humo se elevan débilmente de sus narinas escamosas, ya no es capaz de expeler su fuego vengador. Es interesante, le dice el director, muy interesante, pero más apropiado para un zoológico que para un circo. Embalsamado, en su momento, podrá venderse por una buena suma a cualquier museo.
Y el dueño, o tal vez el representante del dragón, se va del circo desalentado, arrastrando su troupe de especies aladas, un grifo de mirada cansina, una familia de vampiros vegetarianos, un ex ángel que exhibe torpemente los muñones de sus alas mutiladas.
El dragón ausente
Martín Gardella
Escondida entre los multicolores montes Apeninos, se encuentra la morada de un dragón bravío. Se discute, entre los especialistas, la razón por la cual, desde hace siglos, el animal fabuloso no accede a ser visto. Algunos afirman que se esconde por vergüenza, desde que perdió la capacidad de producir fuego. Otros, con mayor rigor histórico, aseguran que el dragón se condenó al ostracismo por remordimiento. Sólo así se explica que su desaparición haya sido concurrente con aquel famoso incendio de Roma.
El tigre y el dragón
Andrés Ibáñez
El dragón contempla el mundo desde lo alto de las nubes. El tigre duerme tranquilo a la sombra de una acacia. Un pájaro azul cruza los aires. ¿Es el sueño del dragón que desearía ser capaz de descender a la tierra, o el sueño del tigre, que desearía ser capaz de alcanzar los cielos?
Párrafos trocados
Graham Greene
Una vez estaba tendido en la cama del dormitorio, llorando bajo las sábanas porque era la primera semana del trimestre y todavía faltaban doce infinitas semanas para las vacaciones. Y yo tenía miedo de... de todo. Era invierno y de pronto vi que la ventana de mi cuarto se empañaba con un vapor caliente. Limpié el vapor con la mano y miré hacia abajo. Allí estaba el dragón, echado en la calle húmeda y negra, parecía un cocodrilo en un arroyo. Antes nunca había abandonado el ejido porque todos estaban en contra de él... Como también creía que estaban contra mí. Hasta la policía guardaba rifles en un armario para matarlo si se acercaba a la ciudad. Pero allí estaba, tendido e inmóvil, respirándome cálidas nubes de aliento. Se había enterado de que las clases habían vuelto a empezar y sabía que yo era desdichado y estaba solo.
Quizá tú no necesites la ayuda de un dragón, pero yo la necesitaba. Todo el mundo detestaba a mi dragón y querían matarlo. Temían al humo y a las llamas que salían de su boca cuando estaba enfadado. Por las noches yo solía escabullirme de mi dormitorio y llevarle latas de sardinas de mi caja de provisiones. Él las cocinaba dentro de la lata, con su aliento. Le gustaban calientes.
A Alejo Carpentier
«Yo no me caso con ese adefesio», dice la princesa. Y entonces el caballero sonríe orgulloso, a pesar de faltarle algunos dientes, y se retira del salón caminando de espaldas. Franquea la puerta, retrocede por el pasillo de los asombros y salta a su corcel al que sube la cabeza del reptil. Extenuante cabalgata marcha atrás hasta un bosque lóbrego donde el héroe se cura con barro la horrible herida que recibió en el rostro. Acto seguido, capita a la bestia; y, arrancándole la espada del corazón, recibe el zarpazo que le devuelve su antigua hermosura. Sonríe ahora sin temor y vaga atentamente por el bosque. En él seguirá, hasta que vuelva a tener hambre, el temible dragón que asola al reino.
El dragón
Ana María Shua
El problema es que el dragón no sabe hacer nada. Está demasiado viejo para volar y logra apenas un patético revoloteo de gallina. Aunque un par de columnas de humo se elevan débilmente de sus narinas escamosas, ya no es capaz de expeler su fuego vengador. Es interesante, le dice el director, muy interesante, pero más apropiado para un zoológico que para un circo. Embalsamado, en su momento, podrá venderse por una buena suma a cualquier museo.
Y el dueño, o tal vez el representante del dragón, se va del circo desalentado, arrastrando su troupe de especies aladas, un grifo de mirada cansina, una familia de vampiros vegetarianos, un ex ángel que exhibe torpemente los muñones de sus alas mutiladas.
(Cazadores de letras. Madrid: Páginas de espuma, 2009)
El dragón ausente
Martín Gardella
Escondida entre los multicolores montes Apeninos, se encuentra la morada de un dragón bravío. Se discute, entre los especialistas, la razón por la cual, desde hace siglos, el animal fabuloso no accede a ser visto. Algunos afirman que se esconde por vergüenza, desde que perdió la capacidad de producir fuego. Otros, con mayor rigor histórico, aseguran que el dragón se condenó al ostracismo por remordimiento. Sólo así se explica que su desaparición haya sido concurrente con aquel famoso incendio de Roma.
(Instantáneas. Buenos Aires: Andrómeda, 2010)
Andrés Ibáñez
El dragón contempla el mundo desde lo alto de las nubes. El tigre duerme tranquilo a la sombra de una acacia. Un pájaro azul cruza los aires. ¿Es el sueño del dragón que desearía ser capaz de descender a la tierra, o el sueño del tigre, que desearía ser capaz de alcanzar los cielos?
(Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel. Más por menos. Antología de microrrelatos hispánicos actuales. Madrid: Sial, 2011)
Párrafos trocados
Graham Greene
Una vez estaba tendido en la cama del dormitorio, llorando bajo las sábanas porque era la primera semana del trimestre y todavía faltaban doce infinitas semanas para las vacaciones. Y yo tenía miedo de... de todo. Era invierno y de pronto vi que la ventana de mi cuarto se empañaba con un vapor caliente. Limpié el vapor con la mano y miré hacia abajo. Allí estaba el dragón, echado en la calle húmeda y negra, parecía un cocodrilo en un arroyo. Antes nunca había abandonado el ejido porque todos estaban en contra de él... Como también creía que estaban contra mí. Hasta la policía guardaba rifles en un armario para matarlo si se acercaba a la ciudad. Pero allí estaba, tendido e inmóvil, respirándome cálidas nubes de aliento. Se había enterado de que las clases habían vuelto a empezar y sabía que yo era desdichado y estaba solo.
Quizá tú no necesites la ayuda de un dragón, pero yo la necesitaba. Todo el mundo detestaba a mi dragón y querían matarlo. Temían al humo y a las llamas que salían de su boca cuando estaba enfadado. Por las noches yo solía escabullirme de mi dormitorio y llevarle latas de sardinas de mi caja de provisiones. Él las cocinaba dentro de la lata, con su aliento. Le gustaban calientes.
(El factor humano)