Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
Comité de dirección: Guillermo Bustamante Zamudio, Harold Kremer, Henry Ficher.

domingo, 9 de enero de 2022

305. Minicuento vallecaucano I

 

La república de Colombia está divida en regiones (llamados ‘departamentos’). Uno de ellos es el Valle del Cauca, cuya capital es Santiago de Cali. En esta ciudad nació Ekuóreo y se impulsó la escritura de cuentos cortos en Colombia. 
A continuación, presentamos una primera muestra de autores vallecaucanos.
 
Louvre
   Julián A. Enríquez Quintero

   De noche, a solas, la Monalisa no sonríe.


Destinitos fatales II
   Andrés Caicedo

   Un empleado público se monta a las 2 del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, y en la siestecita de 5 minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada 4 cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca, vestida de negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué, sobre todo el chofer, cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla, piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico.
   Pero mañana no va a salir nada en el periódico.


La yerba
   Helcías Martán Góngora

   El taxidermista, forzado por las circunstancias a ejercer como embalsamador, cumplió devotamente su improvisado oficio. Tanta habilidad puso en la ejecución del lúgubre trabajo que, al extraer las vísceras del cuerpo adolescente, lo hizo con el mismo fervor profesional que lo poseía al disecar un jaguar o una garza. 
   Cumplida su piadosa misión, entregó el cadáver del muchacho indio a la anciana enigmática, que dejó de plañir y se apresuró a colocarlo en el ataúd. Si la madera crujió complacientemente bajo el peso de la carga mortal, solamente la vieja pudo escuchar el vegetal aviso. 
   Casi al amanecer, terminada la velación secreta, abordaron la chalupa, que debía conducirlos al puerto de origen. Mar afuera, el duelo se trocó en orgía pagana. 
   Cuando arribaron a la ensenada natal, sobre el muelle, frente al féretro, ejecutaron los deudos la más grosera danza. En el frenesí alucinado, no se cuidaron de la policía, que los supuso víctimas de la yerba maldita. 
   Días después, el taxidermista, asombrado, leyó en algún diario de la tarde que las autoridades aduaneras habían descubierto marihuana oculta dentro del cuerpo que él mismo había embalsamado, en su tienda de campaña, con tanto primor y reverencia.


La búsqueda
   Sandra Patricia Palacios

   Artemisa llevaba doce lunas enviando a su criada y a uno de sus súbditos a recorrer varias leguas según los requerimientos del día. Su padre que dormía al otro lado del castillo no imaginaba que, al entrar la noche, desfilaban los amantes por el cuarto de la princesa. 
   —¡Hoy quiero uno de tez oscura y bien fornido! —ordenaba el lunes.
   —¡Mejor tráiganme uno joven y rollizo! —gritaba colérica el martes.
   —¡Busquen uno flaco y muy alto de cabello claro! —decía el miércoles.
   Y día a día, iniciaba de nuevo la búsqueda desesperada del príncipe soñado que llenara el vacío que había en su corazón.
   Todos ellos caían rendidos a sus pies sin poder resistir a sus encantos y su belleza, haciendo hasta lo imposible por complacerla.
   Algunos, eran probados como amantes sin descanso hasta el amanecer, otros debían recitar o cantar. Muchas noches se les vio correr semidesnudos largas distancias alrededor del castillo mientras Artemisa miraba desde el balcón.
   La última noche de luna llena, la criada entró al dormitorio a consolar a la princesa que lloraba amargamente su soledad.
   Le soltó el moño del cabello, se lo cepilló, la mimó cariñosamente, la ayudó a desvestirse, y al sentir sus labios, por fin, Artemisa conoció el amor.


Matrimonio
   Janet Marcela Ramírez

   Ambos temían por sus vidas. Ella levantó suavemente la taza de café y bebió hasta el final. Lo miró cuando le dijo, con una sonrisa extraña, que se iba a dormir. Al rato fue por el cuchillo, se acercó a la cama y lo apuñaló.
   El moría lentamente y aun así en su rostro seguía la sonrisa: sabía que el veneno en el café también la iba a matar.


Una casa en La Candelaria
   Johann Rodríguez-Bravo

   Sebastián Pineda me contó que en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado. Después de averiguar y preguntar con algunas personas, di con la casa. Me recibió una anciana que arrastraba con ritmo la suela de sus chanclas; sonreía. Le dije directamente lo que me interesaba; ella me invitó a pasar y dijo que lo hacía porque podía adivinar la intención de las personas con sólo mirar a los ojos. Me señaló una habitación oscura al final de un pasillo. “Siga”, dijo. En el cuarto no había nada, salvo un pequeño hilo de luz que se proyectaba desde un hoyuelo en la parte inferior de una pared. Me acerqué con nervios y me arrodillé para poner mi ojo en el hueco. Al principio, la luz me encandiló y sólo pude ver dos hombres caminando, pero al arrugar el entrecejo para enfocar, vi a Sebastián Pineda junto a mí, hablando de que, en La Candelaria, en Bogotá, había una casa en la cual, en una de sus paredes, un orificio dejaba ver el pasado.


Juegos
   Rodolfo Villa Valencia

   Papá me espera en la entrada del cementerio. Allí nos encontramos y recorremos todo el campo santo. Después de un prolongado rato de caminata, nos sentamos a conversar en una vieja banca de madera que está al pie de la capilla. Desde allí vemos al vigilante venir y decidimos jugar un rato con él: susurramos su nombre, arrebatamos su linterna, tiramos algunas piedras sobre el tejado del templo. El hombre se asusta y se va de nuevo a su caseta. Nosotros nos miramos y reímos, como lo hacíamos en aquellos tiempos en que estábamos vivos.