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domingo, 16 de marzo de 2014

100. El incierto Isar Hasim Otazo


 
 Confusa y extraña es la vida de este escritor, así como sus orígenes. Como el gran aedo griego, varias regiones se pelean su lugar de nacimiento: Rusia, Polonia y Colombia lo reclaman como propio. Se dice que nació a finales del siglo XIX, pero algunos aseguran que pertenece al siglo XX. Lo cierto es que hay quienes dicen haberlo visto pasearse, actualmente, por Moscú, Praga, Jerusalem, Buga o Cali.
   Rusia lo reclama para que cumpla una condena por robo. Polonia lo requiere para otorgarle un premio literario y Colombia lo observa con curiosidad, pues algunos dicen que es un farsante, que igual se mueve en el mundo de la academia como en el del hampa donde, aseveran, es admirado por sus grandes dotes de estafador. Se dice que es un pensador y, al tiempo, se asegura, que es un escritor de vuelo corto que utiliza la literatura para seducir jóvenes incautas.
   Nadie ha logrado una fotografía o un retrato suyo. Alguna vez que estuvo detenido en Tel-Aviv, acusado traficar con mujeres y drogas, se lograron algunas fotografías que desaparecieron de los archivos del Mosad.
   Su obra conocida se reduce a un libro, una especie de cábala mística, poemas herméticos y cuentos escritos en Iddish (estos últimos con un propósito claramente moral) pero que traducidos a otros idiomas pierden mucho de su esencia y se constituyen en textos casi fantásticos. Ese libro, en el que aparecen reflexiones iluminadas por precoces teorías de la física cuántica, se titula La profundidad de la cueva (Omek HaMehara, עומק המהרה, Barcelona, 1960). Rabí Kidrón aludió al libro en sus memorias: “lo tuve en mis manos pero una noche desapareció de mi biblioteca. Sólo sé que era, en páginas, del tamaño de una Torah y que cuando lo leí pude entender algo de la esencia de la palabra oculta”.
   De ese libro, desconocido y misterioso, se dice que provienen los siguientes textos, cosa que no nos consta.


El rompecabezas

   El terrorista gritó “Dios es grande” y apretó el detonador. El aire cimbró con la onda explosiva. Los vidrios de los edificios cercanos  se pulverizaron y se activaron las alarmas de los carros. Hombres, mujeres, niños, un perro, varias decenas de hormigas que subían por  un árbol y un cuervo que sobrevolaba la escena saltaron en pedazos entre una columna de humo.
   Al rato, la nube de polvo, carne, vidrio, hojas, sangre y plumas terminó de depositarse sobre la avenida. Escuché las sirenas que se acercaban, y con ellas llegaron policías, guardas militares y paramédicos. Los vi caminar entre los cuerpos, en busca de alguien que pudiera necesitar ayuda. La confusión era tal que nadie se dio cuenta en qué momento otro terrorista se deslizó entre la multitud y reventó por segunda vez el lugar de los hechos. 
   Cuando juntaron los cadáveres no se sabía de quién era una mano, un pie, una cabeza. Intentaron armar algunos cuerpos, pero no se sabía qué era de quién.
   De mi cuerpo lo único auténtico era la cabeza. El tronco creo que era del terrorista porque estaba muy desfigurado. Un brazo era de un paramédico, a juzgar por el guante de látex que revestía su mano. El resto, definitivamente tampoco era mío.
   Quise gritarles a los que armaban ese rompecabezas que colocaran todo en su lugar, pero no tenía voz: en mi garganta se alojó, no sé cómo, una pluma del cuervo.



El viajero

   El señor K entra en el vagón y se acomoda en su asiento. El tren debía haber partido a las 4:15 de Buga con destino a Cali, pero ya se sabe lo incumplidos que son los horarios por estos lares: son las 4:44 y apenas ahora se escucha la voz por el parlante anunciando la partida.
   El tren comienza a moverse lentamente y acelera hasta una velocidad constante que semeja un leve murmullo. El señor K observa el paisaje por la ventanilla: cañaduzales altos y, a lo lejos, la verde cordillera. Al rato se sume en un profundo sueño.
   De repente escucha un pitazo y se despierta. ¿Cuánto tiempo ha pasado? El señor K no lo sabe. Se acomoda en el sillón, saca del bolsillo su viejo reloj: son las 4:44.
   Se escucha la voz por el parlante anunciando la partida.

      
Decreto Imperial
   
   El hombre cometió un crimen atroz. Mis gendarmes lo aprehendieron caminando plácidamente por la plaza principal, cubierto de sangre de pies a cabeza. No huía: sencillamente caminaba. Cuando lo interrogaron, contó sin emoción lo acaecido. Una viuda le había dado posada y cuando le servía el almuerzo derramó por equivocación un tazón de sopa caliente en sus ropas. En venganza por haberle arruinado el sayo, el hombre empuñó un cuchillo y la despanzurró como a un puerco. Luego, al ver que los cinco hijos de la mujer lo miraban con horror, procedió a hacer lo mismo con ellos, todos menores de diez años.
   Cuando lo trajeron ante mi presencia y expusieron el caso, el hombre admitió haber sido el autor de los hechos, pero no se excusó ni expresó remordimiento. Para intimidarlo, le planteé las formas de ejecución: desangramiento por corte abdominal, decapitación con hacha de piedra, crucifixión inversa, empalamiento… pero él sólo asentía, sin entender la dimensión del castigo.
   Yo, el emperador, domador de dragones, comandante en jefe del ejército que expulsó a esa raza nefasta de los grifos, juez supremo que ajustició a los temibles nigromantes, autor del libro en que hablo de la batalla que por cinco años libramos contra las execrables sierpes que devastaban nuestras tierras, yo, el hijo del Sol y de la Luna, no lograba entender a este maldito hombre.
   Así que ordené que le suspendieran la pena. Le obsequié a la más bella de mis concubinas, con la que tuvo dos hijos. Al cabo de los años, cuando supe a través de mis espías que era feliz, que soñaba con ver crecer a sus descendientes, que le temía a la muerte, lo hice comparecer ante mí y le recordé el juicio que tenía pendiente. Cayó de rodillas y expresó horror por su nefasto pasado y, por fin, asumió su culpa y pidió clemencia.
   Entonces dicté su sentencia:  sería decapitado, no sin antes ser testigo de la ejecución de sus hijos y su esposa.


El tronante

   Eleuterio, ciudadano de Atenas y renombrado hoplita, era tan veloz en la carrera que en la ciudad todos lo conocían como “el Aquiles de Diomea”.
   Una tarde paseaba por el Ágora cuando un sacerdote de Zeus lo increpó:
   —¡Eh, Aquiles! No te hemos visto en el templo del Rey del Cielo desde que tu padre Licomedes fue a Olimpia a dar ofrendas por incumplir sus juramentos. Bien harías en subir al templo y agradecer al padre celestial por los dones que te ha otorgado.
   El no muy soterrado insulto a su padre enfureció a Eleuterio.
   —Los dones que poseo no se los debo a ningún dios, sino a mis padres y mis abuelos, todos de alados pies y ágiles movimientos —respondió.
   —¡No blasfemes contra Zeus Tronante, no sea que te alcancen sus vengativos rayos!
   Eleuterio siguió su camino, dando por acabada la conversación. Salió de la ciudad por la puerta de Acarnia y no había avanzado dos estadios por el campo abierto cuando divisó una nube negra que se acercaba desde el norte. Por pura superstición arrancó a correr, tan rápido que el rayo que descendió desde la nube no lo alcanzó, sino que destrozó un olivo a escasas brazas atrás de él. Dio media vuelta y emprendió el retorno a la ciudad, como una exhalación, esquivando las centellas que desde el cielo le lanzaba el furibundo dios.
   Desde ese día, Eleuterio supo que debía estar atento cuando se encontraba fuera de la ciudad. Apenas divisaba los nubarrones de Zeus se escondía en edificaciones o en cuevas, y si se encontraba en el campo corría como alma que escapa del Hades.
   Pero por mucho que se cuidara, Zeus siempre aprovechaba sus distracciones. Una vez un rayo por poco lo alcanza durante un paseo campestre en la Colina de las Ninfas, quedando paralizado de las piernas para abajo durante dos semanas. En otra oportunidad, retornando de una escaramuza contra los espartanos cerca de Eridanos, un nuevo ataque de Zeus fulminó a su fiel perro Eustaquio.
   Eleuterio finalmente murió en el campo de batalla, peleando contra los persas.
   Cuatro años después, a poco tiempo de que sus familiares dieran fin a la obra de su sepultura, la destruyó un rotundo rayo, que penetró en la tierra y pulverizó sus huesos.


Contratiempos

   Era una tortura sin fin.
   Los cordones de los zapatos se le desamarraban en los momentos más inoportunos, los semáforos esperaban a que se acercara a la intersección para ponerse en rojo, las llaves se le rompían dentro de las cerraduras, la ropa se le engarzaba en los picaportes, la impresora se descomponía el fin de semana que imprimía el informe final, el carro se averiaba subiendo la montaña. Y así día tras día, mes tras mes, año tras año.
   Hasta que un día, desesperado, decidió suicidarse. Pero la pistola se encasquilló cuando intentó pegarse un tiro, la soga se rompió cuando quiso ahorcarse, la corriente se cortó cuando trató de electrocutarse y su camisa quedó enredada en el marco de la ventana cuando pretendió lanzarse al vacío. 
   En vista de que toda acción está condenada al fracaso, ahora espera morirse de hambre, si no fuera por un personaje llega todos los días, lo golpea, lo amarra y lo hace comer a la fuerza.


El abraza-árboles

   Era bastante joven cuando entró en contacto con nosotros, apenas un muchacho incauto y curioso que venía al parque por las tardes. Buscaba nuestra compañía cuando quería alejarse de sus congéneres para poder pensar tranquilo.
   Pero un día el joven hizo algo fuera de lo común: abrazó un guayacán florido en el centro del parque, apoyó su oreja contra el tronco y escuchó nuestro lenguaje secreto: el traqueteo de las ramas mecidas por el viento, el susurro de las hojas, el borboteo de la savia subiendo y bajando en nuestro interior. 
   Ese día nosotros también conocimos algo de él. Supimos que no sabía qué hacer de su vida apenas terminara la escuela y que no era muy popular entre sus compañeros. Las muchachas lo evitaban y, al escondido, se burlaban de él.  En ese contacto tuvimos un atisbo del corazón humano.
   Le dijimos (él nos escucha, lo sabemos) que siguiera adelante, que ya encontraría su camino, pero él volvía y se quedaba a nuestro lado. Alguna vez nos dijo que quería vivir como viven los árboles: hacia arriba y no hacia adelante.
   Ahora, ya viejo, viene y se recuesta en cualquier tronco. A veces duerme y vemos sus sueños, a veces piensa que es uno de nosotros. Con el tiempo ha aprendido a aceptar que hay preguntas sin respuesta, a soportar sus heridas y, sobre todo, a no pensar.