Fumar
No comprendo que se pueda vivir sin fumar. Es privarse de lo mejor de la vida y, en todo caso, de un placer sublime. Cuando me despierto, me alegro de pensar que podré fumar durante el día, y cuando como, tengo el mismo pensamiento… sí, podría decirse que sólo como para poder fumar después, aunque exagere un poco. Un día sin tabaco sería para mí el colmo del aburrimiento, sería un día vacío y sin alicientes. Si por la mañana tuviese que decirme “Hoy no podré fumar”, creo que no tendría valor para levantarme. Me quedaría en la cama. Cuando se tiene un puro que arde bien (por supuesto, no puede tener ningún poro o tirar mal, eso es un fastidio tremendo), uno se halla al abrigo de todo, no puede ocurrirle nada desagradable. Es como tumbarse a la orilla del mar: se está tumbado y punto, ¿no es verdad? No hay necesidad de nada, ni de trabajo ni de distracciones… ¡Gracias a Dios, se fuma en todo el mundo! Este placer no es desconocido en ninguna parte, en ninguno de los sitios a los que uno puede ir a parar. Incluso los exploradores que parten hacia el Polo Norte se aprovisionan de tabaco para afrontar sus peripecias. Puede que las cosas le vayan mal a uno (supongamos, por ejemplo, que me encontrase en un estado lamentable); pues bien, mientras tenga mi buen cigarro sé que podré soportarlo todo, que me ayudará a vencer las adversidades.
Buscar recogimiento
Un ataúd es un mueble hermoso, incluso cuando está vacío; claro que, cuando hay alguien dentro, me parece verdaderamente solemne. Los entierros tienen algo de edificantes. Más de una vez he pensado que, para buscar recogimiento, debería ir uno a un entierro en vez de a la iglesia. La gente va bien vestida, de luto riguroso, se quita el sombrero y todos se comportan con enorme respeto, nadie se atreve a gastar bromas de mal gusto, como ocurre siempre en la vida cotidiana.
Shohet
Elia era shohet, matarife según el rito judío. Correspondía a un funcionario, prácticamente a un sacerdote, elegido por el rabino por su destreza y devoción. Degollaba el ganado de acuerdo con la ley de Moisés y de conformidad con los preceptos del Talmud. Blandía su gran cuchillo consagrado contra el animal, atado, pero no aturdido, y le propinaba un profundo corte en la zona de las cervicales.
Leo, su hijo, contemplaba aquel espectáculo con esa mirada infantil que ve más allá de las apariencias sensibles y penetra hasta la esencia de las cosas. Sabía que los carniceros cristianos aturdían a los animales con un golpe de maza, o de hacha, antes de matarlos, pero se trataba de una bondad profana, entendida a la ligera, que no honraba lo sagrado; eran comerciantes, artesanos. Su padre, en cambio, era más delicado y sabio, y obraba según la ley, degollando al animal aún consciente y dejando que se desangrarse hasta morir. Este acto instalaba en la mente del muchacho una idea de piedad religiosa estrictamente ligada a la crueldad, del mismo modo en que asociaba la vista y el olor de la sangre manando a borbotones con la idea de lo sagrado y lo espiritual. Según veía, su padre no había elegido su profesión por gusto hacia la brutalidad —como podría ser el caso de los gordos carniceros cristianos—, sino por una inclinación de naturaleza espiritual y, dada la fragilidad de su cuerpo, movido por una fuerza más relacionada con el brillo de estrellas de sus ojos.
Visita
Así me imaginaba al padre de Ludovico de Padua: de pie en su atril, con aquella nariz larga y fina… y me enteré de que, efectivamente, aquel era el atril del difunto erudito, como también habían sido suyas las sillas de enea, la mesa e incluso la frasca de agua, es más: las sillas de enea habían pertenecido ya al abuelo carbonaro y amueblado su despacho de abogado en Milán. Era impresionante. La fisonomía de las sillas adquiría ahora un aspecto político y revolucionario a mis ojos; abandoné la silla en la que me había sentado inocentemente, la miré con desconfianza y no me volví a sentar.
Ataque súbito
En el hospital de reposo, un hombre fue presa de un violento ataque de epilepsia a la mitad de la comida. Se revolvía en el suelo, lanzando ese grito cuyo carácter demoníaco e inhumano se ha descrito tantas veces, y comenzó a sacudir las piernas y los brazos, desencajados con las más terribles convulsiones. Como acababan de servir pescado, se temía que se le hubiera clavado alguna espina. Se formó un desorden indescriptible. Las mujeres cayeron en respectivos ataques de histeria, hasta el punto de igualar al hombre. Sus chillidos dañaban los tímpanos. No se veían más que ojos nerviosamente cerrados, bocas abiertas y cuerpos retorcidos. Solo una prefirió desmayarse en silencio. Más de una estuvo cerca de la asfixia, pues todo el mundo había sido sorprendido mientras masticaba o tragaba.
La mayoría lo asoció con la última conferencia, en la que se desarrollaba la idea del amor como agente patógeno y se mencionó la epilepsia como “equivalente del amor”, como “orgasmo del cerebro”. Los presentes no pudieron evitar ver el ataque como patente ilustración de la conferencia, como una confesión sin mesura y un oscuro escándalo. Así pues, la despavorida huida de las mujeres pretendía denotar cierto pudor.
Protesta
Voltaire protestó contra el terremoto que sufrió Lisboa en 1755. Se sublevó. Se negó a admitir aquel hecho brutal, aquella fatalidad, y a someterse a ella. Protestó, en nombre del espíritu y de la razón, contra aquel escandaloso disparate de la naturaleza que asoló una ciudad floreciente y costó miles de vidas humanas.
Por consideración
Los ojos estaban cerrados de una manera poco natural, muy apretados. Los habían cerrado, no se cerraron por sí solos: a eso se le llama el último tributo, aunque en realidad se hiciese más por consideración hacia los vivos que hacia el difunto. Además, hay que hacerlo a tiempo, inmediatamente después de la muerte, pues, una vez se forma la miosina en los músculos, ya no se puede, y el muerto queda con los ojos abiertos para siempre y así resulta imposible creer en la muerte como en un “sueño feliz”.