Jacques Sternberg (Amberes, Bélgica, 17 de abril de 1923-París, Francia, 11 de octubre de 2006) fue un novelista, cuentista, guionista y periodista belga-francés de origen judío.
Su trabajo en el campo de la ciencia ficción y de la literatura fantástica y la impresionante cantidad de microrrelatos que escribió (alrededor de 1.500), además del guion de la película Je t'aime, je t'aime, dirigida por Alain Resnais, y su participación en el célebre Grupo Pánico, lo hicieron mundialmente reconocido.
El techo
Él estaba inmovilizado en su lecho, con las dos piernas quebradas. Llevaba seis semanas mirando fijamente al techo. Llevaba seis semanas buscando en vano, en ese páramo de yeso, un detalle, una fisura, una mancha, lo que fuera. Por fin, cierta mañana advirtió una cosa en un rincón, muy cerca de la ventana.
Pegó un salto de alegría y, con avidez, se consagró a seguir los movimientos del punto rojo, porque el punto se movía, claro que sí, veloz y lento a la vez, puesto que era minúsculo. Lo siguió con la mirada, temeroso de perderlo de vista. Aquel puntito procedente de un rincón del techo era una hormiga.
Al cabo de unos segundos, la hormiga pareció dudar, rehízo sus pasos, se detuvo en otra esquina del techo y debió de emitir señales porque enseguida otra hormiga apareció.
Las dos avanzaron juntas, pero luego se separaron.
Entonces aparecieron, provenientes de otros rincones, más hormigas. Y todas, tras unas veloces piruetas sincronizadas, conformaron patrullas de seis unidades.
El enfermo seguía observando con idéntica avidez, sonriente y subyugado.
Una hora después, el techo hervía de caravanas de hormigas y la más numerosa iba hacia la pared, roja y pesada como un coágulo de sangre.
Los grupos se coordinaban bien. Cada movimiento parecía calculado y algunas patrullas iban y venían de un grupo a otro soltando órdenes al tiempo que otros grupos parecían dirigir el tránsito, que, por cierto, era sumamente ordenado.
El enfermo no dejaba de sonreír, aturdido de placer y desconcierto.
A eso de la una de la tarde, el ejército abandonó el techo para agruparse verticalmente a milímetros de la unión entre la pared y el suelo.
Allí estuvo detenido.
Una patrulla de una decena de hormigas se separó del lote, fue hasta cierto punto del parquet y, desde aquel punto, proveniente de algún hueco disimulado, otra oleada de hormigas se esparció por el suelo.
Esta invasión era acaso la señal tan esperada puesto que todo el ejército del techo descendió masivamente, pero con calma, sin desorden.
Al dar las dos, el enfermo dejó de sonreír.
Llegaban sin tregua otros manojos de hormigas, una suerte de refuerzo que venía del techo, del suelo, de la pared. Todo el parquet no era más que un vasto campo de maniobras.
Sólo cuando notó que el ejército se inmovilizaba, el enfermo sintió verdadero terror. Esperó, pues, unos segundos.
Pronto ocurrió lo que él tanto temía: una hormiga alcanzó las sábanas de su cama y desde allí pareció escrutar el horizonte, el porvenir, las cosas y los objetivos próximos.
Una segunda hormiga se sumó.
La primera se retiró.
Y el ejército entero se puso de nuevo en marcha.
En ese instante, aterido de miedo, el enfermo tomó la perilla eléctrica al alcance de sus dedos. Apretó con furia, más y más fuerte. Fue en vano. Ningún sonido. No había cómo producir ningún sonido. Previniendo aquella reacción, las hormigas habían cortado, hace ya rato, los cables.
El tedio
La prisión está en los sótanos de la Prefectura.
En la prisión hay dos guardianes a cargo: uno se ocupa de la galería A, el otro de la galería B y ambos sienten que allí el tiempo es largo, extraña y odiosamente largo.
En consecuencia, como no son demasiado imaginativos, casi siempre se reúnen en la pequeña mesa ubicada en la frontera entre las dos galerías y allí juegan a la batalla naval.
Juegan sin pasión, sin fervor, casi sin gestos, sin ninguna expresión entre sus rostros encarcelados.
Después de cada batalla, el guardián ganador se pone de pie, se dirige a una de las celdas de su sección y, tras una vuelta de llave, libera a un preso al azar.
Al mismo tiempo, en ese enorme silencio que comparten desde hace mucho, el guardián perdedor se pone de pie, se dirige a una de las celdas de su área y, tras otra vuelta de llave, sin escoger a nadie especial, con un solo balazo, mata tristemente a un detenido.
La pensión familiar
Anochecía cuando llegué.
Comí en el salón comunitario y me retiré después a mi habitación. Miré un rato por la ventana y vi salir a tres personas, una detrás de otra, todas deseosas de tomar aire antes de encerrarse en sus habitaciones.
Una cerca rodeaba el jardín y el sonido del timbre en la pequeña puerta evocaba a un cascabel. Cerca de las diez de la noche, me acosté.
Algo más tarde oí el primer zumbido del timbre. Y, casi enseguida, el segundo. A mi pesar, esperaba el tercer zumbido, incapaz de dormir antes de oírlo. Debía guardar un largo rato porque la tercera persona volvió casi a la medianoche.
Fue a eso de las doce y media cuando escuché el cuarto zumbido. Iba a levantarme para averiguar de quién se trataba cuando de pronto oí pasos en la escalera.
Eran pasos macizos, regulares, cansados sin lugar a dudas. Los pasos de un parroquiano. Primero resonaron en el primer piso, de inmediato en el segundo, luego más cerca de mi puerta y acto seguido subieron por la escalera en dirección al tercer piso, hasta que al fin se acallaron.
Salí de mi habitación y vi otra vez lo que ya creía haber visto: la escalera terminaba junto a mi puerta y en esa casa había solamente dos pisos, sin ninguna clase de ático.
La biblioteca
Nada está más a resguardo de los ruidos que la biblioteca.
Sólo los mudos, si no son tuberculosos y si no están resfriados, pueden ingresar ahí. Pero con pantuflas de fieltro, sin anillos ni relojes de pulsera ni otros objetos capaces de alterar el silencio.
Cada dos metros, a lo largo de los pasillos, unos vigilantes armados obligan a respetar el reglamento. Lo esencial está resumido en unos enormes carteles.
“Avanzar lentamente”, puede leerse. “No respirar por la nariz”. “No chocar contra las paredes”. “Caminar en puntas de pie”.
Las órdenes se vuelven más precisas, más tajantes, en el umbral de la gran sala de lectura, donde dos grandes letreros establecen las consignas fundamentales.
La primera: “Está prohibido ojear los libros”.
Y la otra: “Prohibido leer”.
La calle
La calle es muy recta y extensa, bordeada de casas de dos plantas, de contornos que parecen trazados con un lápiz grueso, de vistosas cortinas de encaje. Por su interior y por su exterior, todas las casas se parecen, sin el menor atisbo de diferencia, sin ningún signo distintivo, sin siquiera el de un número en la puerta.
En cuanto a los habitantes, una horneada de empleaduchos, también se parecen como hermanos. Sus mujeres son estrictamente similares a las mujeres vecinas y ellos están siempre vestidos de igual modo: gris y negro sobre un fondo color crema.
Los hombres al volver de su trabajo, las mujeres al regresar del mercado no saben desde luego con exactitud cuál es la casa en que viven. Pero esto no tiene importancia. Entran azarosamente en algún hogar, la mujer prepara la cena acostumbrada y el hombre —no importa cuál— reaparece para el desayuno, come, digiere y se va y este mismo hombre —u otro— vuelve a la noche, come otra vez, digiere y se acuesta en la cama.
Y si, por casualidad, el lugar está ocupado, se disculpa educadamente y entra en la casa aledaña.
La pregunta
Desde hacía años la pregunta permanecía sin respuesta. Desde hacía años nadie sabía por qué, todas las mañanas, al salir el sol, se veía una botella de leche fresca ante la hermética puerta de acero de aquel panteón familiar.
Y eso que el hecho ocurría en un cementerio sumamente vigilado.
El recién nacido
Desde que el tren había partido de la estación, la madre de familia no cesaba de mimar a la gran bola de carne pálida que había traído a este mundo.
De pronto, se puso de pie para ir al pasillo del vagón y dejó al recién nacido sobre el asiento. Tácitamente, con la mirada, al cuidado de la joven que ocupaba con ella el compartimiento.
Cuando la madre regresó, la joven seguía leyendo, imperturbable, pero el hijo ya no estaba en el asiento. Tampoco en el portaequipajes ni en otro sitio.
Muy inquieta, la madre hipó. Quería hablar, pero ningún sonido salía de su boca.
Entonces la joven la buscó con la mirada, clavó los ojos en ella sin expresar ningún sentimiento y le dijo, con voz neutra:
—Supongo que busca a su hijo. Lloraba, así que lo arrojé por la ventana.
Y, dicho esto, siguió leyendo.