Germán Espinosa Villareal (Cartagena de Indias, 30 de abril de 1938-Bogotá, 17 de octubre de 2007) fue un novelista, cuentista, poeta y ensayista colombiano. Autor de cuarenta libros, en los géneros de poesía, novela, cuento, ensayo y biografía, entre los que destaca La tejedora de coronas, publicada en 1982, y declarada como Obra Patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1992.
Blasini
En su escritorio de la Cosmococcus Telegraph Company, el joven Henry Miller abre alguna vez un telegrama que le dirige uno de sus propios repartidores. Se trata de un tal George Blasini, registrado con el número 2459 de la Oficina del South West. Es en los años del crac financiero y cientos de miles de desocupados distraen como él la miseria repartiendo mensajes telegráficos de puerta en puerta.
Blasini se disculpa por su prematura renuncia, pero el empleo no resulta compatible, según dice, con su natural indolente. Asegura, además, que no obstante considerarse un auténtico amante del trabajo y de la frugalidad, hay veces en que no puede dominar el orgullo personal. Miller apenas si intuye la forma feral como el repartidor dimitente ha roto en pedacitos y arrojado a un bote de basura los cincuenta o más telegramas a él confiados aquella mañana.
Lo que ni él ni Blasini habrán jamás de soñar es que, en el paquete que va a dar a uno de los basureros públicos, reposa un telegrama, procedente de San Francisco, cuyo destinatario es cierto abogado neoyorquino, Perse o Pierce según parece. En él se le ordena hacer los arreglos legales para que, cuanto antes, el impulsivo repartidor reciba la cuantiosa herencia —rara en estos años de depresión— que acaba de legarle un pariente lejano, primo hermano o segundo de su madre.
Pero el destino de Blasini no puede retroceder. Sobra agregar que, atenaceado por el hambre y por recuerdos de mejores días, se arroja aquella misma noche al Hudson, con una piedra atada al cuello.
(1970 en: El naipe negro)
Hecho
El hombre es un ser a imagen y semejanza de un Creador sin imagen ni semejanza.
(La tejedora de coronas - 1982)
El Hacedor I
El hombre, haga lo que haga, no podrá ser entendido por Dios, y viceversa, de suerte que todos los destinos de la criatura, dictados sólo por su circunstancia efímera, por su capacidad para obrar bien o mal, por su infinita limitación, al Creador sólo podrían arrancarle una carcajada de desdén, como la de un padre que ha engendrado a un hijo contrahecho y se burla de su torpeza, acción censurable dentro de la ética humana pero indiferente para una divinidad cuyo distintivo más evidente es la inhumanidad.
(La tejedora de coronas - 1982)
El Hacedor III
Dios se pasa el día y la noche divirtiéndose a más no poder con nuestras desdichas, con nuestras fatigas, con nuestras desolaciones y miserias. Dejémoslo que se divierta, es lo justo, es su Creación, su juguete, su engendro que a la vez lo asquea y lo fascina.
(La tejedora de coronas - 1982)
Queen of dreams
En tiempos en que aún éramos vasallos tributarios de Tezozómoc, señor de Azcapotzalco, narra la tradición que quiso la cruel reina Ilancueitl establecer sobre las visiones de los durmientes un veleidoso y despiadado régimen.
Bajo el influjo de sacerdotes, expidió un mandato según el cual a nosotros los macehuales —labradores, artesanos cargadores y esclavos, que formamos la mayoría del pueblo— sólo se nos autorizaba a soñar durante tres de los dieciocho meses de nuestro calendario —en ochpaniztli, en toxcatl y en tititl—. Aun en esos períodos, no nos resultaba lícito dejar errar a nuestro antojo las imágenes del sueño, sino que debíamos domeñarlas, de manera que no nos presentasen forma alguna que implicase poder, molicie o lujuria.
Al comienzo, nuestros antepasados no se esforzaron demasiado en cumplir el precepto, pues ignoraban el modo de subyugar y apaciguar las ocurrencias del sueño. Pronto comprendieron, sin embargo, que de alguna manera el gobierno había logrado deslizar espías en sus visiones nocturnas y que, debido a ello, lo que creían sepulto en la memoria era minuciosamente narrado a los sacerdotes en informes que no escatimaban palabras novedosas para precisar los más sutiles desafueros y los rasgos más borrosos. Un artesano que vio en sueños a una mujer que, al desnudarse, se lamentaba de poseer el miembro de un varón, fue procesado por blasfemia y decapitado.
El aprendizaje para infiltrarse en los sueños se hacía, a lo que parece, en el calmelac, donde se cursaban las carreras sacerdotal y guerrera. Con el tiempo, en nuestras chozas de carrizo cubierto de lodo, tras los hilos de ixtle que recataban los interiores, nadie volvió a dormir, por temor a los sueños insurgentes. Durante el reinado de Ixzcóatl, que abatió el poderío tepaneca y formó la triple alianza, la ley fue derogada, pero muchos años pasaron antes que los macehuales se animaran a dormir y, luego, a desatar sus visiones para descargarse de del agobio del día.
(1983 en: El naipe negro)
La visión del sufí
En tiempos del sultán Maliksah, un sufí de Persia percibe en su cubil una magnífica visión de colores, como hilos entretejidos que formasen primero mosaicos, luego patios con árboles de tronco dorado y hojas bermejas, cuyas ramas desbordan los muros brillantes. Ondulantes, los colores empiezan a disolverse, al influjo de extrañas músicas, y se resuelven en cabalgantes ejércitos comandados por profetas, en palacios de inmensos salones revoloteados por lepidópteros multicolores, en imágenes de vuelo rasante sobre comarcas alucinadas.
Por un instante, se dice: “Soy poderoso, y el mundo refleja mi propia majestad”. Luego reconoce cuán trivial resulta esa idea, vuelve a ver su minúscula habitación, se tiende sobre el sofá, aprieta los labios y realiza un esfuerzo culminante por alejar la visión. Entonces comprende que no es un sufí de tiempos del sultán Maliksah, sino el doctor Andy Flanagan, que en el siglo XX ha ingerido por vía oral, en plena experimentación, unos dieciocho gramos de mescalina en forma de extracto alcohólico. Los efectos comienzan a disiparse. Antes de consignar en una memoria lo sentido, dormirá unos minutos.
Al despertar, se pregunta —en el endurecido silencio— qué cosa puede ser la mescalina. Se devana los sesos interrogándose sobre aquella estrambótica palabra. Porque en verdad él es un sufí de tiempos del sultán Maliksah, que ha consumido una porción habitual de sumidades floridas de cáñamo, siempre con el fin inútil de encontrar las puertas del Paraíso. El resto de su vida lo pasará, sin embargo, tratando de convencerse de que el Paraíso no es meramente un reflejo de nuestra vanidad, tal como hubiera podido sospecharlo, antes de ser internado en un sanatorio de Los Ángeles, el doctor Andy Flanagan.
(1984 en: El naipe negro)
La danza de los letrados
Se me explicó que en aquella provincia, la libertad de imaginación se halla restringida —calculemos que a partir del medio milenio— según la casta a la cual se pertenezca: los letrados cuyo origen es sacerdotal o militar tienen derecho a imaginar teogonías que expliquen el universo; aquellos cuyo origen se da en las llamadas castas de mercaderes o de granjeros, sólo están autorizados para engendrar en su imaginación variaciones que ilustren esas teogonías. Por lo que concierne a los desafueros imaginativos que, por ignorancia, padecen las castas jornaleras o parias, éstos son velozmente absorbidos por la primera de las castas, con invaticinables consecuencias.
La restricción nada tiene que ver, según me fue encarecido, con el grado de erudición ni con las dotes particulares de cada sujeto. Simplemente, el letrado nacido en la casta granjera o mercantil es automáticamente excluido de toda posibilidad de especular sobre la raíz del cosmos ni sobre las genealogías de los dioses, lo cual se reserva el letrado de cepa sacerdotal o militar. Cuando, por raro azar, confluyen en un mismo recinto letrados de los dos grupos, suelen presentarse situaciones incómodas: los individuos se eluden, se separan como hienas y osos bezudos. Si quiere la desventura que un letrado de casta mercantil o granjera —por eximio que sea y por reputación que se haya granjeado fuera de la provincia— ingrese solitario en cualquier recinto teogónico, el desprecio de que se le rodea, la repugnancia con que se le mira, la forma evidente con que se le muestra la espalda, imponen inmediata retirada.
Para letrados mercantiles o granjeros que violen los límites imaginativos, existen penas que van desde el ostracismo, la servidumbre y los trabajos forzados, hasta la decapitación. Aunque no suelen ser desobedientes, de tiempo en tiempo es posible ver a alguno de ellos limpiando las alcantarillas de su ciudad. Dejo constancia de lo anterior, por tratarse de la única provincia en donde los letrados no se han esforzado en construir una casta aparte. En cuanto a la génesis de la restricción, se dice que hacia el medio milenio un letrado granjero, bajo la influencia de corrientes foráneas, trató de introducir en las teogonías a un semidiós que robaba una chispa del fuego sagrado y la entregaba a los parias. Aquella audacia fue juzgada blasfema; su divulgador murió descuartizado, y los letrados sacerdotales y militares se cuidaron, a partir de entonces, de la fantasía sediciosa de los profanos.
(1985 en: El naipe negro)