Bienvenidos a la edición cibernética de la Revista Ekuóreo, pionera de la difusión del minicuento en Colombia y Latinoamérica.
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domingo, 16 de diciembre de 2018

225. Sławomir Mrožek III


El Nobel

   Vino a encontrarse con el público un poeta laureado con el Premio Nobel. Era un gran honor, porque aquel poeta era grande, y nuestra ciudad, pequeña. Así que hubo muchos discursos y una orquesta para recibirlo, y después una comida oficial en una sala decorada con flores.
   Durante la comida, el premiado sintió la necesidad de alejarse al excusado y salió. Pero, como pasaba ya mucho rato y no volvía, el alcalde, finalmente, fue en persona para ver si por casualidad el premiado se sentía indispuesto.
   En el pasillo se encontró con la señora de la limpieza y el poeta.
   —¡No pienso dejarle entrar! —exclamó la señora de la limpieza al alcalde—. Que no tienen suelto para pagar.
   —Pero abuela, ¡si él tiene el Nobel!
   —Eso acaba de decirme él mismo. Si no, yo le habría dejado pasar incluso sin pagar, aunque fuera sólo por lástima, que es un hombre mayor… ¡Pero como va y me confiesa que tiene esa enfermedad, ya no le dejo por nada del mundo! ¡Para que me contagie a todos los clientes! Si tiene el Nobel, que vaya a tratárselo y que no venga a retretes decentes.
   No había quién pudiera con la señora de la limpieza y el premiado tuvo que salir a la esquina. Dijo que no le importaba, pero a mí me da que estaba ofendido.
   Después de que se marchase, despidieron a la señora de la limpieza. Ahora en el retrete trabaja un joven con título universitario, alguien culto que sabe lo que es un Nobel. Pero vaya a saber si alguna vez más vendrá a la ciudad otro Nobel.


El socio

   Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el hombre, de modo que esperaba hacer un negocio colosal.
   El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico, la cola arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como roído por las polillas, los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto podía dar un desgraciado así por mi inapreciable alma?
   —¿Seguro que es usted el diablo? —pregunté.
   —Sí, ¿por qué lo duda?
   —Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como una chapuza.
   A tal alma, tal diablo —contestó—. Vayamos al negocio.


El hijito

   A Isabel, reina de Inglaterra: 
   El abajo firmante solicita ser adoptado por vuestras mercedes.
   Actualmente soy huérfano, por lo que tengo que trabajar cada dos por tres. Debo aclarar que he terminado la escolaridad —dieciséis años de escuela primaria, dos por curso— y también el servicio militar. O sea que no tendrían ustedes que ocuparse de mi instrucción y les sería muy útil, porque podría cuidar de sus otros hijos, mis queridos hermanitos y hermanitas.
   Estoy sano, a excepción de los días uno y quince de cada mes y de los domingos por la mañana en que me duele la cabeza. Y me falta un diente por culpa de una bronca con un compañero, pero en general estoy fuerte, especialmente de piernas. Tengo un carácter alegre. Me gusta cantar y me sé muchos chistes, por ejemplo, el de la viuda y el deshollinador o el de aquel que estaba en cuclillas. Se los contaré con mucho gusto, pero únicamente si les apetece. Soy un muchacho obediente. Se me puede dejar en casa con la criada o incluso solo, no necesito ayuda para afeitarme y nunca me duele la tripa. Por lo que se refiere a la educación sexual, se ahorrarán el mal trago, porque ya estoy iniciado. Llegado el momento, podría añadir algún detalle sobre el tema si viniera a cuento. Soy práctico y puedo hacer buen servicio en casa: arreglar un grifo, sacarle brillo a la corona, descargar el carbón para el invierno; sé hacer de todo, y así no tendrían ustedes que llamar a gente de fuera. Barato y de confianza. Domino el inglés. Cuando en el cine echan una película en inglés, leo los subtítulos en voz alta y lo entiendo todo, especialmente si es de indios y vaqueros.
   Sin más que añadir, quedo a disposición de Su Majestad para cualquier aclaración. Estoy siempre junto al chiringuito de cerveza, pero por si alguna razón no me encontrara allí, déjele el recado a mi amiga que trabaja en la esquina. Recuerdos para papá.
   Un respetuoso saludo,
EL PRINCIPITO



Té y café

   —¿Té o café? —preguntó la anfitriona.
   Me gustan ambas cosas y aquí me obligaban a elegir. Eso quería decir que pretendían escatimar el café o el té. Soy bien educado, de modo que no di muestras de cómo me asqueaba semejante tacañería. Justamente estaba ocupado conversando con el profesor, mi vecino de mesa, a quien estaba convenciendo de la superioridad del idealismo sobre el materialismo, y fingí no haber oído la pregunta.
   —Té —contestó el profesor sin vacilar. Naturalmente, ese animal era un materialista e iba directo a atracarse.
   —¿Y usted? —se dirigió a mí.
   —Disculpe, tengo que salir.
   Dejé la servilleta y fui al servicio. No tenía ninguna necesidad de hacerlo, pero quería reflexionar y ganar tiempo.  Si me decido por el café, perderé el té, y viceversa. Si los hombres nacen libres e iguales, pues el café y el té también. Si escojo el té, el café se sentirá menospreciado, y viceversa. Semejante violación del Derecho Natural del café o del té es contraria a mi sentido de la justicia como Categoría Superior. Pero no podía quedarme en el servicio eternamente, aunque sólo fuera porque no era la Idea Pura del Servicio, sino un servicio concreto, es decir, un servicio normal y corriente con azulejos. Cuando volví al comedor, todo el mundo estaba ya bebiendo el té o el café. Era evidente que se habían olvidado de mí.
   Aquello me tocó en lo más vivo. Ninguna atención, ningún miramiento para con el individuo. No hay nada que deteste más que una sociedad desalmada, así que fui corriendo a la cocina a reivindicar los Derechos Humanos. Al ver encima de la mesa un samovar con té y una cafetera, me acordé de que aún no había resuelto mi dilema inicial: té o café, o bien café o té. Por supuesto, era preciso exigir las dos cosas en lugar de aceptar la necesidad de una elección. Sin embargo, no sólo soy bien educado sino también delicado por naturaleza. De modo que dije con amabilidad a la anfitriona, que trajinaba en la cocina:
   —Mitad y mitad, por favor.
   Luego grité:
   —¡Y una cerveza!


La entrevista

   Al llamar a la puerta del taller, oí:
   —Pase.
   En lo alto, un tejado acristalado, cubierto con la suciedad de la gran urbe, apenas si dejaba pasar la luz. En las paredes no había ventanas. Resbalé en la penumbra sobre algo y casi me caigo. Escuché una voz:
   —Acaba de tropezar con la obra de mi vida.
   —Demasiada modestia, maestro.
   —En absoluto, deje que le explique —dijo el anciano, sentado en una butaca y envuelto en una manta—. Cuando era joven, esculpí un monumento al Universo; en esa época usted no hubiese corrido ningún peligro. Era una escultura enorme, de estilo abstracto, que llenaba, por supuesto, todo este pozo hasta el tejado.
   —¿Y qué pasó con ella?
   —Más bien debería preguntar qué pasó conmigo: bueno, cambié mi ideología metafísica por una más pequeña y convertí el Universo en Karl Marx. Naturalmente, la talla figurativa seguía siendo muy grande, aunque ya sólo llegaba por allí, en la pared, donde ahora ve usted aquellas manchas de humedad.
   —¿Y ésa también…?
   —Lo ha adivinado. La transformé en una obra llamada La humanidad como tal, sin ideología. Relativamente más pequeña, sobre todo debido a razones técnicas, ya que tuve que quitar bastante al labrarla. En estilo abstracto, claro está. Por aquel entonces, llegaba ya sólo a la altura de aquella tubería de gas, por debajo de la mancha.
   —¿Y después?
   —El desencanto por la humanidad y algo todavía menos ambicioso.
   —Obra que usted de nuevo…
   —Ya no hay «de nuevo», fue la última y definitiva. Ahí está.
   —Disculpe, pero no la veo.
   —Busque.
   Me puse a cuatro patas y, a tientas, encontré una bola de mármol.
   —¿Cuál es el título?
   —Estudio del ping-pong.
   Me incorporé.
   —Muchas gracias por la entrevista. Le deseo que siga trabajando con igual éxito.
   —No hay de qué —respondió el maestro.


El culturista

   Me enamoré. Pero no tuve valor para declararme, porque soy enclenque y les parezco poco atractivo a las mujeres. Por eso decidí desarrollar primero mi cuerpo y luego declararme.
   Trabajamos el cuerpo haciendo ejercicios que consisten en levantar pesas. Sujetamos la pesa con el pulgar y el índice, la levantamos y, mediante una contracción del bíceps, la elevamos hasta la altura de la laringe. La última fase del ejercicio consiste en inclinar el cuerpo hacia atrás, lo cual aumenta la elasticidad de la columna vertebral, concretamente de las vértebras cervicales. Si el ejercicio se realiza correctamente, debe oírse un leve gorgoteo.
   Unos cuantos ejercicios como éstos bastan para que la sangre circule más deprisa por las venas y los ojos brillen.
   Cuando todavía era novato, empecé con pesas de cincuenta gramos. En poco tiempo, mis bíceps aumentaron de volumen y me pasé a las pesas de cien. Al mirarme en el espejo, noté también cambios beneficiosos en la nariz, que había crecido y había adquirido un saludable color rosado. Trabajé mi cuerpo con perseverancia, aunque de vez en cuando acusaba el cansancio, en particular a la mañana siguiente de la sesión de gimnasia.
   Finalmente llegó el día en que podía declararme sin complejos a mi amada. Primero ensayé mucho con un colega del club y, al rayar el alba, fui a casa de la chica. Me desnudé delante de la puerta, tensé los músculos y llamé al timbre.
   ¡Quién es el guapo que comprende a las mujeres! Se negó a recibirme. Tal vez me equivocara de puerta.


La injusticia

   He leído en el periódico una noticia que me ha indignado.
   Se trata de los elefantes. Amenazados por la civilización moderna, pronto se extinguirán por completo si no se los protege. Precisamente, acaban de ser aprobadas medidas en este sentido y eso es lo que me ha indignado.
   Y es que ¿acaso hay que proteger a los elefantes? Siendo el elefante un animal prehistórico, hijo del mamut, ¿no es el símbolo del retroceso? ¿Acaso la misma palabra «mamut» no nos incita a una risa paternalista, cuando no desdeñosa, frente a alguien o algo que se obstina en las viejas costumbres y se resiste al cambio, o sea al progreso, hasta que es castigado merecidamente y se convierte en un fósil? Si el elefante no está a gusto en nuestra civilización, que se extinga. ¿Por qué otros animales, la chinche, por ejemplo, se adaptan y el elefante no? ¿Es que se considera mejor?
   ¿Y por qué precisamente el elefante? ¿Acaso no hay otras especies en vías de extinción? Nadie se preocupa de ellas, porque sólo se habla de los elefantes. ¿Por qué, si se puede saber, el elefante merece un trato especial y los demás no? ¿Será porque tiene un primo en el circo y un cuñado en el zoo? ¿Se lo han facilitado ellos a niveles superiores? ¿Enchufe? ¿O tal vez los judíos han metido mano en el asunto? Quién sabe si en verdad este mastodonte no es un mastodonte… ¿Los masones?
   Cada vez más indignado, estaba a punto de protestar públicamente, cuando se me ha ocurrido una idea mejor.
   Voy a hacerme un par de orejas de algún material duradero, preferiblemente de nailon, me agenciaré alguna trompa y me iré a África a unirme a los elefantes. Tal vez no se den cuenta de que voy disfrazado y me acepten como a uno de ellos. Y aunque se den cuenta, tal vez lo entiendan.
   A ver si de esta manera sobrevivo.