Cierto caballero
Giovanni Papini
No soy un hombre como los otros, con huesos y músculos, un hombre generado por hombres. No soy más que la figura de un sueño. Una imagen de Shakespeare es, con respecto a mí, literal y trágicamente exacta; ¡soy de la misma sustancia de que están hechos los sueños! Existo porque hay uno que me sueña, hay uno que duerme y suena y me ve obrar y vivir y moverme y, en este momento, sueña que yo digo todo esto. Cuando ese uno empezó a soñarme, yo empecé a existir; cuando se despierte, cesaré de existir. Soy una imaginación, una creación, un huésped de sus fantasías nocturnas. Su sueño es tan intenso que me ha hecho visible a los hombres que están despiertos. Pero el mundo de la vigilia no es el mío. Ser el actor de un sueño no es lo que más me atormenta. Hay poetas que han dicho que la vida de los hombres es la sombra de un sueño y hay filósofos que han sugerido que la realidad es una alucinación. Me preocupa otra idea: ¿quién es el que me sueña?, ¿quién es ese desconocido que me ha hecho surgir de repente y que, al despertarse, me borrará? (tal vez el mundo no es más que el producto de un entrecruzarse de sueños… pero no quiero generalizar). De la respuesta a esta pregunta depende mi destino. Los personajes de los sueños disfrutan de una amplia libertad y por eso mi vida no está determinada del todo por mi origen.
En los primeros tiempos, me espantaba pensar que bastaba la más pequeña cosa para despertarlo y aniquilarme. Un grito, un rumor, podían precipitarme en la nada. Imaginé, durante algún tiempo, que era una especie de divinidad evangélica y procuré llevar la más virtuosa vida del mundo. En otro momento, creí que estaba en el sueño de un sabio y pasé largas noches velando, inclinado sobre los números de las estrellas y las medidas del mundo y la composición de los mortales. Finalmente me sentí cansado y humillado por servir de espectáculo a ese dueño desconocido e incognoscible. Comprendí que esta ficción de vida no valía tanta bajeza. Anhelé lo que antes me causaba horror: que despertara. Traté de llenar mi vida con espectáculos horribles. Todo lo he intentado para obtener el reposo de la aniquilación, todo lo he puesto en obra para interrumpir esta triste comedia de mi vida aparente, para destruir esta ridícula larva de vida que me hace semejante a los hombres. Cometí todos los delitos, ninguna cosa mala me fue ignorada, ningún terror me hizo retroceder. Pero, aquel que me sueña no se espanta, o disfruta con la visión de lo más horrible, o no le da importancia. Hasta hoy no he conseguido despertarlo y debo todavía arrastrar esta innoble vida, irreal y servil. ¿Quién me liberará, pues, de mi soñador?, ¿cuándo despuntará el alba que lo llamará a su trabajo?, ¿cuándo sonará la campana?, ¿cuándo cantará el gallo?, ¿cuándo gritará la voz que debe despertarlo? Lo que hago en este momento es la última tentativa. Le digo a mi soñador que yo soy un sueño, quiero que él sueñe que sueña. ¿No ocurre que la gente se despierte cuando se da cuenta de que sueña?
(La última visita del caballero enfermo)
Suele suceder
Jorge Alberto Ferrando
Mi hijo estaba llorando mi muerte. Lo veía reclinado sobre mi féretro. Quería correr para decirle que no era verdad, que se trataba de otra persona, quizás absolutamente parecida, más no podía por el cocodrilo. Estaba ahí delante, en el zanjón, listo para tragarme. Yo gritaba con todas mis fuerzas; y los veloriantes, en lugar de avisarle, me miraban con reproche, quizá porque azuzaba a la fiera y temían ser atacados ellos mismos. Cuando llegó el hombre de la funeraria con una caja parecía un violinista, pero sacó un soplete. Si fuera cierto, todo estaría perdido, pensé; me enterrarían vivo y no podría explicar nada. Los vecinos quisieron apartarlo, por ser el momento más penoso, pero él se agarraba al cajón. El hombre empezó a soldar la tapa por el lado de los pies y ya no pude más: cerré los ojos y corrí a la zanja sin importarme una muerte segura. Después, sólo recuerdo un golpe en la barbilla. Algo como un raspón de la piel contra un filo. Quizás, el roce contra uno de los dientes. Cuando sentí el calor de la soldadura desperté y comprendí todo. Yo estaba muerto. La misma sala, la misma gente. Mi pobre hijo seguía allí. El soplete roncaba a la altura de mi pantorrilla. El empleado levantó el extremo libre de la tapa, sacó el pañuelo y me enjugó la sangre de la herida. «Suele suceder —dijo—. A causa del soplete».
(Palo a pique)
Giorgio de Chirico - El doble sueño de la primavera |
Cortesía
Nemer Ibn el Barud
Soñé que el ciervo ileso pedía perdón al cazador frustrado.
Der Traum ein Leben
Francisco Acevedo
El diálogo ocurrió en Adrogué. Mi sobrino Miguel, que tendría cinco o seis años, estaba sentado en el suelo, jugando con la gata. Como todas las mañanas, le pregunté:
—¿Qué soñaste anoche?
Me contestó:
—Soñé que me había perdido en un bosque y que al fin encontré una casita de madera. Se abrió la puerta y saliste vos. —Con súbita curiosidad me preguntó:— Decime, ¿qué estabas haciendo en esa casita?
(Memorias de un bibliotecario)
El corro bajo la campana
Aloysius Bertrand
Doce magos danzaban en corro debajo de la campana mayor de Saint Jean. Uno tras otro evocó la tempestad, y desde el fondo de mi lecho conté con espanto doce voces que atravesaban las tinieblas.
Inmediatamente la luna corrió a ocultarse tras las nubes, y una lluvia mezclada de relámpagos y ramalazos de viento fustigó mi ventana mientras las veletas graznaban como grullas apostadas en el bosque, aguantando el chubasco.
Saltó la prima de mi laúd, suspendido el tabique; el jilguero sacudió el ala en la jaula; algún espíritu curioso volvió una hoja del Roman de la Rose que dormía en mi pupitre.
De repente estalló el rayo en lo alto de Saint Jean. Los hechiceros, heridos de muerte, cayeron desvanecidos, y desde lejos vi sus libros de magia arder como una antorcha en el negro campanario.
El espantoso resplandor teñía con las llamas rojas del purgatorio y del infierno los muros de la iglesia gótica y prolongaba sobre las casas vecinas la sombra de la estructura gigantesca de Saint-Jean.
Las veletas se oxidaron; la luna atravesó la nube gris perla; la lluvia no caía ya más que gota a gota desde el alero del tejado, y la brisa, abriendo mi ventana mal cerrada, arrojó sobre mi almohada las flores de un jardín sacudido por la tormenta.
(Gaspard de la noche)
El buen operario
Estaba el beato Antonio en oración y ayuno cuando el sueño lo venció y soñó que del cielo descendía una voz que le decía que sus méritos no eran aún comparables a los del curtidor José, de Alejandría. Emprendió Antonio la marcha y sorprendió con su respetable presencia al simple.
—No recuerdo haber hecho nada bueno —declaró el curtidor—. Soy siervo inútil. Cada día, al ver rayar el sol sobre esta extendida ciudad, pienso que todos sus moradores, del mayor al menor, entrarán en el cielo por sus bondades, menos yo que por mis pecados merezco el infierno: el mismo malestar me contrista al irme a acostar, y cada vez con más vehemencia.
—En verdad, hijo mío —observó Antonio—, que tú, dentro de tu casa, como buen operario, te has ganado descansadamente el reino de Dios, su tanto que yo, como indiscreto, gasto mi soledad y aún no he llegado a tu altura.
Con todo, tornó Antonio al desierto; y en su primer sueño tornó a descender la voz de Dios: «No te angusties; estás cerca de mí. Mas no olvides que nadie puede estar seguro del propio destino ni del ajeno».
(Vidas de los Padres Eremitas del Oriente)
El sueño y el hado
Herodoto
Creso expulsó a Solón de Sardes porque el famoso sabio despreciaba los bienes terrenales y sólo atendía al fin último de las cosas. Creso se creyó el más feliz de los hombres. Los dioses decidieron su castigo.
Soñó el rey que su bravo hijo Atis moriría de herida producida por punta de hierro. Mandó guardar lanzas, dardos y espadas en los cuartos destinados a las mujeres y decidió la boda de su hijo. En eso estaban cuando llegó un hombre con las manos tintas en sangre: Adrastro, frigio de sangre real, hijo de Midas. Pidió asilo y purificación, pues involuntariamente había dado muerte a un hermano y había sido expulsado de entre los suyos. Creso le otorgó ambas mercedes.
Entonces apareció en Misia un terrible jabalí que todo lo destrozaba. Aterrados, los misios pidieron a Creso que enviara al valiente Atis y a otros jóvenes, pero el rey explicó que su hijo era recién casado y debía atender sus asuntos privados. Atis lo supo y le rogó que no lo humillara. Creso le contó el sueño. «Entonces —dijo Atis—, nada debemos temer, pues los dientes de jabalí no son de hierro».
Convino el padre y pidió a Adrastro que acompañase a su hijo, a lo que el frigio asintió, no obstante su luto, por lo obligado que estaba con Creso. Durante la cacería, Adrastro, tratando de lancear al jabalí, dio muerte a Atis. Creso aceptó el destino que el hado le había adelantado en sueños y perdonó a Adrastro; pero éste se degolló sobre la sepultura del infortunado príncipe.
(Nueve libros de la historia)